De los excesos
Sobre las maldiciones de la mesa y la cama
No seré
yo quien niegue que todo exceso resulte censurable. Lo sorprendente es que la
mayoría de los ilustres teólogos, moralistas y, cómo no, teólogos que se han
ocupado y se ocupan del asunto sólo parecen entenderlo así referido a los
placeres, y muy especialmente a los que se obtienen en la mesa o en la cama
(incluido el dormir). A lo primeros se les ha dado en llamar gula, y a los
segundos, lujuria (al dormir, claro está, pereza). Y la definición de ambas
(dejo ahora a un lado la pereza) no ha resultado nunca demasiado complicada.
«La gula
–dice Espinosa– es el deseo inmoderado, o también el amor, de comer» [Ética,
III, af. 45];
lo mismo
que la ebriedad lo será de beber.
En
cambio, la definición que el propio Espinosa da de la lujuria resulta más
curiosa. Desaparece el concepto de exceso o de falta de moderación para decir,
simplemente, que
«La lujuria
es también el deseo y el amor de mezclar los cuerpos» [Ética, af. 48];
lo que
todavía es peor, ya que, a menos que haya que dar por sobreentendido lo de
«inmoderado», la propia supervivencia de la especie humana diríase ser el
resultado de una disposición viciosa, puesto que no cabe tal supervivencia sin
reproducción, y ésta no es posible (al menos en la época de Espinosa, hoy tal
vez sí) sin mezclar los cuerpos, y quién podría manifestar el menor deseo de
mezclar los cuerpos si la consecuencia de tal ayuntamiento fuese una jaqueca de
quince días. Pongamos, pues, que Espinosa se refiere a un deseo inmoderado o a
un uso excesivo de la actividad genésica.
En
cualquier caso, de lo que nunca ha hablado nadie es de un amor excesivo al
trabajo o de un deseo inmoderado de trabajar. Parece que en lo desagradable
nunca hay exceso: cuanto más, mejor. Y, de todos modos, si se admite tal
exceso, antes será considerado virtud que vicio. Como nadie habla tampoco de
una generosidad o una bondad desmesuradas; o de un perdón o un arrepentimiento
excesivos. Y, sin embargo, todo tiene su exceso: incluso la virtud. Y si es
cierto que la demasía ha de ser siempre viciosa, entonces el vicio
correspondiente a los casos mencionados (vicio no tanto moral como intelectual)
también tiene un nombre: se llama necedad.
Mas
volvamos, como diría Montaigne, a nuestras botellas, quiero decir, a la gula y
a la lujuria.
La cocina
y la escritura, constituyen dos de los descubrimientos más grandiosos del ser
humano, y seguramente aquéllos que han tenido una influencia más determinante
en lo que finalmente ha llegado a ser. A los placeres que puedan derivarse de
la segunda nadie, que yo sepa, les ha puesto tasa; a los de la primera, sí: se
hallan siempre acechados por la gula. Pero, ¿qué es la gula? Creo recordar que
era san Agustín quien opinaba que el experimentar satisfacción en el mero hecho
de comer suponía incurrir en tal vicio. Y me parece que san Juan Crisóstomo
defendía que el pecado original había sido, precisamente, de gula: el ferviente
deseo de Eva de comer la manzana, arrastrando a ello a Adán, que como es
notorio hacía siempre lo que le mandaban. Las conjeturas de este buen santo,
queden para él. En cuanto a san Agustín, yo supongo que nadie –ni siquiera otro
santo de igual relieve— estará dispuesto a llegar a los extremos que el
sugiere. Después de todo, ¿cómo es posible evitar experimentar una sensación
placentera satisfaciendo el hambre o la sed? Ya lo decía san Gregorio quien,
desde luego, reprobaba todo tipo de placer, pero advertía que en el derivado
del comer se encuentran tan entremezclados el placer y la necesidad que no es
fácil determinar que porción se lleva cada cual. ¿Acaso sugiere Agustín que
para no ser pecador es necesario comer y beber con auténtica sensación de asco?
¿Era ése su caso? Pero, claro, si es verdad (y no hay por qué dudarlo, desde
luego) lo que de sí mismo cuenta, Agustín es un arrepentido que, tras hacer uso
abundante de los placeres corporales, y entre ellos los derivados de la bebida
y del lecho, descubrió finalmente a Dios, y con los arrepentidos, ya se sabe,
da igual que sean del tabaco, de la botella o de la cama, no existe inquisidor
capaz de mostrar una intolerancia semejante con los que continúan cultivando,
aunque sea con moderación, aquello en lo que acaso ellos se excedieron. Pero,
entonces, ¿qué es la gula?
Santo
Tomás sostiene que no es gula todo deseo de comida o bebida, sino sólo el
desordenado; es, pues, un deseo de alimento no regulado por la razón. De tal
manera que si alguien comiera en exceso, no por deseo del alimento mismo, sino
por pensar que es necesario, eso no sería gula, sino error de cálculo:
«sólo
comete pecado de gula quien se excede en la cantidad de comida conscientemente,
llevado por el placer producido por los alimentos» [Suma Teológica,
II-IIae, c. 148, art. 1].
Por otra
parte, Tomas distinguirá en el acto de comer dos elementos: en primer lugar, el
alimento mismo, y, en segundo lugar, el acto de tomarlo. Y en los dos casos se
puede incurrir en gula: en lo que atañe al alimento, bien comiendo en exceso,
bien exigiendo «una preparación demasiado esmerada», vale decir, creo yo,
regalarse el estomago y el paladar con exquisiteces; y en lo que hace al acto,
comiendo deprisa, con voracidad o adelantando la hora de comer. Yo, por mi
parte, me permitiré plantear el asunto de una forma un tanto distinta.
Dejo de
entrada a un lado eso de comer deprisa, porque no faltaba más que prescribir a
la gente cuánto tiempo ha de invertir en alimentarse, o lo de adelantar la
hora, porque cada cuál hará bien en comer cuando le venga en gana (y nunca
mejor dicho), y también lo de la voracidad, porque, ése no es un problema
moral, sino estético, y, llegado el caso, seguramente también higiénico y
médico (como el de comer deprisa, dicho sea de paso). Y de todos, modos, cualquiera
de esos aspectos tendrían en último término que ver más con la urbanidad que
con la ética. Pero pienso, en efecto, que en el hecho de comer hay que
distinguir dos elementos: por un lado, el alimento como tal, y, por otro, el
placer que pueda derivarse de su consumo. En cuanto al alimento, es obvio que
podemos excedernos, pero, ¿quién puede determinar la línea divisoria que separa
lo necesario de lo excesivo? ¿Habrá que concluir que para un individuo una
cantidad determinada de comida se encuentra en los límites de lo necesario, en
tanto que esa misma cantidad instala a otro directamente en la gula? ¿Y quién,
sino el propio individuo, podrá dictaminar cuál es el término medio que a él le
conviene?
Se puede,
ciertamente, comer en exceso, esto es, en cantidad superior de la que es
necesaria para un sujeto dado (cantidad que, por supuesto, no es la misma para
todo el mundo), pero cabría preguntarse hasta qué punto esa demasía no es
siempre consecuencia de un trastorno más o menos severo de la alimentación, en
cuyo caso estaremos de acuerdo que el individuo no es consciente ni responsable
de su conducta. Podrá tildársele de glotón, tragón o adicto al vicio de la
gula, ¿y qué? ¿Qué ganamos con eso, más que satisfacer esa pasión tan arraigada
en nosotros de señalar, demonizar, condenar y separar a todo aquél que en su
conducta no se ajusta a unos cánones establecidos por no se sabe quién. ¿Acaso
todas las sociedades y culturas han establecido el vicio de la gula a partir de
un determinado y mismo punto? El individuo al que llamamos tragón es tal vez el
mismo que en unas coordenadas culturales distintas era considerado plenamente
normal, y quién sabe si un auténtico y verdadero hombre. Es cierto, hay una
diferencia sustancial: nuestros actuales conocimientos médicos han logrado
determinar que una alimentación excesiva resulta perjudicial. Entonces,
¿adelantaremos algo dándole un curso intensivo de moral, recordándole que está
sacando un billete al infierno, o no sería mejor que lo fuera de higiene y
salud, y hasta de urbanidad? Y si después de tales esfuerzos persiste en su
conducta desordenada, ¡qué más da que nos empeñemos en calificarla de una forma
u otra! Pero nos priva ejercer de censores morales, y si nada decimos de quien
revienta trabajando, porque es sabido que el trabajo dignifica, cargamos contra
quien revienta comiendo, porque nos hemos creído con derecho a decidir hasta de
qué y cómo tiene que morirse la gente.
Todo esto
no tiene nada que ver conmigo, que creo comer más bien poco, pero no porque me
haya propuesto ser parco y moderado, sino porque ésa es mi disposición,
sencillamente. Y ni siquiera soy un comedor exquisito, aunque, por supuesto,
hay cosas que me gustan mucho, otras poco y algunas nada en absoluto. Y con
esto de la exquisitez venimos a dar en el segundo de los aspectos del comer: el
que tiene que ver con su dimensión placentera. Éste es el verdaderamente
interesante de los dos, tal vez porque es aquél en el que se advierte con total
claridad otra de nuestras grandes pasiones: amargarnos la vida y amargársela al
prójimo.
¿Qué
razones hay para considerar repudiable el deleite que pueda obtenerse de la
alimentación misma? Yo, francamente, no encuentro ninguna, excepto el hecho de
que algunos parecen pensar que la vida no nos proporciona ya suficientes
sinsabores como para además tener que renunciar a los escasos gozos que pone a
nuestro alcance. Existe toda una moral en la que se da por supuesto que todo
placer, por el hecho de serlo, resulta siempre sospechoso, y que no cabe vida
virtuosa más que ligada al esfuerzo, al sacrificio y al sufrimiento. Deleitarse
en el comer, experimentar buscando sabores nuevos y platos más apetecibles, ¿es
ocupación viciosa? De ser así, eso supondría desacreditar la cocina como tal,
porque eso es con toda seguridad lo que el ser humano ha estado haciendo desde
que ha sido capaz de dominar el fuego. Pero no digo yo que no sea así; tal vez
la gastronomía es un invento diabólico y la verdadera entrada al Paraíso pasa
por el consumo de raíces y tubérculos, y eso en estado puro. ¡Dios nos libre de
cocerlos o ni siquiera limpiarlos!, porque al hacerlo (para mejorar su sabor,
entre otras cosas) estamos siendo llevados directamente al Infierno a través de
nuestras papilas gustativas. Toda esa larga secuencia de frailes, excelentes
creadores y consumidores de cerveza, ¿estarán por ventura condenados? ¿Y las
monjitas madres de pastas exquisitas? ¿Son, por ventura, victimas de la gula, o
desean, acaso, que lo seamos nosotros? Y no digamos nada de un gourment,
a quien más le valiera no haber nacido. ¡Qué ganas de enredar con tonterías!
Evidentemente que es ridículo vivir en exclusiva para los placeres de la mesa,
tanto en cantidad como en calidad. Pero eso no pone de manifiesto tanto una
disposición viciosa como estúpida. Ahora bien, renunciar de modo absoluto a
ellos, y exigir a los demás que lo hagan, no es menos estúpido, sino más.
Ayunen a pan y agua con un cilicio en cada pierna y otro en la lengua, si ése
es su deseo, y déjennos a los demás dueños siquiera de nuestro propio cuerpo.
Pero,
claro, sucede que la gula no es un solo pecado, sino que, al decir de santos
nombrados, como el mismo Tomás de Aquino, es madre también de una legión de
vicios, entre ellos la alegría boba, la bufonería, la inmundicia (naturalmente,
es que después de comer mucho se vomita), la locuacidad, la ceguera mental, y…,
cómo no, la lujuria, porque, según docta opinión de san Gregorio, cuando el
estómago es víctima de la glotonería, entonces, inevitablemente, la lujuria
mata las virtudes del alma. Ignoro si la propia experiencia del santo le ha
llevado a comprobar que una comida copiosa o exquisita amplifica los deseos de
coyunda.
No podía
faltar la lujuria, naturalmente, y hete aquí que por si la gula fuese por sí
misma poco reprobable, para más inri alumbra la lujuria mediante una relación
causal fatal e inevitable. Ya en otra ocasión me he ocupado del asunto éste de
la lujuria y, por consiguiente, y toda vez que hemos venido a dar en el asunto,
me limitaré ahora a unas breves observaciones
Hay algunos
que definen optimistamente la lujuria como el uso ilimitado de los deleites
carnales. Acaso ellos tengan esa suerte. En lo que a mí respecta, los límites
se encarga de ponerlos (y a veces antes de lo que yo quisiera) la propia
naturaleza. Ni siquiera el deseo es ilimitado. Nuestros académicos de la
Lengua, con mejor criterio, hablan de uso ilícito o apetito desordenado de
dichos deleites. Definición que si no tan absurda no por ello resulta más
clara.
Si la
lujuria se entiende como el apetito de voluptuosidad carnal, entonces tiene
razón Tomás de Aquino al afirmar que no sólo los placeres venéreos serían su
objeto, sino muchos otros, como aquéllos, precisamente, asociados a la gula.
Ahora bien,
«los
placeres venéreos son los que más degradan la mente del hombre. Por eso se
consideran los placeres venéreos como la materia más apropiada de la lujuria» [Suma
Teológica, II-IIae, q. 153, art. 1].
Sí, ésta
es, sin duda, la bestia negra de esa moral (cristiana, pero no sólo cristiana)
del sacrificio y el sufrimiento. Únicamente cuando el placer venéreo tiene por
objeto la reproducción no será vicioso. En todos los demás casos estamos
excediendo el orden que la razón prescribe e incurrimos con ello, directamente,
en la lujuria,
«porque
es propio de la lujuria el incumplir el orden y la moderación que la razón
exige en los actos venéreos» [Suma Teológica, II-IIae, q. 153, art. 3].
El
problema con el que nos encontramos es que si únicamente son lícitos los
placeres carnales que tienen como objetivo último la reproducción, entonces no
se entiende muy bien que Tomás de Aquino hable de moderación en los actos
venéreos, puesto que cualquiera que no persiga tal objeto parece que habría de
ser considerado vicioso, y, consecuentemente susceptible de ser calificado de
lujuria. Y paralelamente, cualquier actividad genésica por intensa y frecuente
que sea, siempre que lo que pretende es buscar con ahínco un embarazo, no
debería ser considerada en ningún momento como inmoderada. Acaso sucede que yo
no acabo de entenderlo muy bien, pero la verdad es que todo esto me resulta un
tanto contradictorio.
Por otro
lado, tampoco la definición que proponen nuestros padres de la Lengua aclara
mucho las cosas. Hablan de apetito ilícito o desordenado. Admitamos que el
apetito, vale decir, el deseo mismo, pueda ser considerado lujurioso, aunque no
culmine en su satisfacción. Pero, ¿a qué se refieren con lo de ilícito? ¿Tal
vez fuera del matrimonio o de la pareja firmemente establecida? Bien, pero eso
podrá ser denominado adulterio o falta de lealtad, traición, &c., pero,
¿por qué lujuria? ¿Deseo o relaciones sexuales con menores? Se tratará de
paidofilia, corrupción, un delito, en según qué casos y condiciones. Pero, ¿eso
es la lujuria? Y otro tanto habría que decir de prácticas sexuales más o menos
extrañas, eso que ahora se ha dado en llamar parafilias y que en ocasiones son
auténticas perversiones sexuales. Pero lujuria…
Y yendo
al otro término de la definición, ¿qué es un apetito desordenado de placeres
carnales? ¿Quién establece dónde finaliza el orden y comienza el desorden,
dónde la moderación para dar paso a la falta de ella? ¿Cuántas coyundas cabe
considerar ordenadas y moderadas, al punto que una más nos convierte en
lujuriosos?
Estamos
en lo de siempre: en ese afán de gobernar la vida del prójimo diciéndole cuánto
tiene que comer y cuánto tiene que fornicar; exigiéndole que lo primero lo haga
sólo a base de alimentos con los que no se corra el riesgo de experimentar un
placer culinario excesivo; y lo segundo, pensando en todo momento cómo se va a
llamar el niño.
Yo, lo he
dicho muchas veces, y lo repetiré una vez más: jamás entenderé ese empeño de
considerar vicioso todo (o casi todo) aquello que resulta agradable. Se suelen
dejar a un lado, es cierto, esos otros placeres que se ha dado en considerar
mentales o espirituales (aunque, obviamente, también es con el cuerpo con el
que se experimentan). Pero todos aquéllos en los que éste parece hallarse más
directamente implicado, son automáticamente descalificados como vicio: pereza,
gula, lujuria… Y, en consecuencia, no se sabe muy bien por qué, lo mejor para
no excederse es renunciar completamente a ellos. Y cuando no se nos dice que
debemos hacerlo para ganar el Cielo, se nos advierte que entregados a cultivo
(particularmente en el caso de los placeres genésicos) nos asemejamos de todo
en todo a las bestias comunes. Como si no fuésemos también un animal con una
serie de necesidades primarias y como si en algunos aspectos no tuviésemos
mucho que envidiar a ésos que llamamos bestias.
No se
trata de ser un tragón irredento ni un obseso y maniaco sexual, pero cualquiera
de esas dos disposiciones constituyen antes un problema psicológico que un
vicio. Y si bien la templanza y la moderación son convenientes en todo,
precisamente en estos dos aspectos de los que hablamos no hace ninguna falta
que nos la prediquen: yo, al menos, en la medida en que mis escasas dotes
gastronómicas me lo permiten, procuro deleitarme comiendo (y me reiré si
alguien sostiene que soy víctima de la gula), y, por supuesto, sé cuándo he
comido suficiente, y desde luego que sé también cuándo no puedo continuar
practicando los divertidísimos ejercicios amatorios. Y si alguien me llamara
lujurioso, le respondería que lo único que lamento es no poder serlo mucho más.