Desde hace un cuarto de siglo, el capitalismo ha cambiado mucho en los países desarrollados. Las finanzas han sido un vector decisivo de estos cambios desde la desaparición del sistema de Bretton Woods y la gran inflación de la década del setenta.
Globalización financiera es el nombre que se atribuye a las transformaciones que han afectado los principios de funcionamiento de las finanzas. Se trata de profundas transformaciones que asocian de manera muy estrecha la liberalización de los sistemas financieros nacionales y la integración internacional.
Este nuevo régimen financiero está profundamente anclado en las estructuras económicas contemporáneas. Si la inestabilidad que le es inherente no provoca una catástrofe global, ha llegado para quedarse, pues las fuerzas determinantes que le han dado origen se enraizan en una evolución sociodemográfica de largo alcance. En los países desarrollados esta evolución hace aparecer un capitalismo patrimonial en el cual una parte creciente de los asalariados se transforma en accionista de las empresas a través de la mediación de los inversores institucionales. La influencia preponderante de estos actores imprime su marca en la competencia financiera, en la asignación de capitales y en los comportamientos de las empresas. Estos efectos microeconómicos tienen repercusiones macroeconómicas. La globalización financiera actúa sobre las condiciones de crecimiento de las economías, y se acompaña asimismo de una inestabilidad endémica que alimenta las crisis financieras recurrentes. Estas crisis acompañan la extensión de la liberalización financiera en los países en desarrollo.
I. Finanzas de mercado y capitalismo patrimonial
La globalización financiera es una transformación de los sistemas financieros íntimamente relacionada con el cambio de régimen de crecimiento en los países de capitalismo avanzado. Ha hecho prevalecer los principios de las finanzas de mercado, una lógica financiera nueva comparada con la que existía cuando la financiación del crecimiento se veía asegurada de modo preponderante. Los inversores institucionales son los actores dominantes de estas nuevas finanzas.
1. La transformación de los sistemas financieros
Durante la década del setenta, las presiones sobre el dólar, los choques petroleros, el desigual aumento de la inflación en los países de la OCDE, se conjugaron para transformar el sistema monetario internacional. Se pasó de un sistema regulado por los gobiernos bajo control de los movimientos de capitales a un sistema movido por los mercados, que liberó los flujos internacionales de capital. Los condicionamientos de las balanzas corrientes eran estrictos según las reglas de Bretton Woods, puesto que los déficit estaban financiados por las reservas oficiales de cambio en condiciones de cambio fijo. En el sistema actual, en el cual los déficit son financiados por el crédito internacional de los bancos y mercados de títulos, los condicionamientos pasan por los juicios que los inversores financieros puedan formarse con respecto a la sustentabilidad de las deudas externas.
Los mecanismos financieros cada vez más sofisticados que manejan los flujos de capitales tejen una integración financiera de la economía mundial cada vez más estrecha. Pero tanto la diversificación de los instrumentos de colocación y préstamo como la aparición de mercados derivados, son procesos que se originan en la mutación de los sistemas financieros nacionales. El cambio de régimen monetario ha sido el principal factor desencadenante de estos procesos. Se asistió a una aceleración y luego a una deceleración de la inflación, ambas de gran amplitud. Esa modificación implicó el fuerte aumento de las tasas de interés reales. No obstante, a causa de la inercia de las anticipaciones, las tasas reales anticipadas, después de haber superado las tasas realizadas en la ola creciente de la inflación, se encontraron por debajo de las tasas realizadas en la ola descendente. Se pasó, pues, de un régimen favorable a los deudores a un régimen favorable a los acreedores. Se invirtió la naturaleza de los riesgos dominantes: desvalorización de los patrimonios financieros que no estaban perfectamente indexados en el primer caso, degradación de la calidad de las deudas en el segundo. La búsqueda de una protección contra el riesgo principal determinó las formas de la innovación financiera: se trató de instrumentos de protección del valor de los patrimonios privados en el régimen de los deudores; en el régimen de los acreedores, paralelamente, de instrumentos de disminución del costo de las deudas y transferencia de los riesgos.
Cuando la política monetaria se hizo deflacionaria, los gobiernos buscaron medios de financiación no monetarios, mientras los déficit aumentaban rápidamente con los crecientes costos de la protección social y el servicio de la deuda. Se volcaron a la promoción de títulos públicos que resultaran atractivos para los ahorristas. Los mercados de títulos públicos se transformaron en bases de los mercados de capitales: tasas de interés rectoras en la formación de los precios de activos, colocación de referencia en las estructuras de las carteras diversificadas, haberes refugiados en episodios de deterioro de la confianza.
Apoyándose en estos cambios macroeconómicos, una evolución estructural a largo plazo modificó la naturaleza de los activos financieros buscados por los agentes no financieros. A partir de la década del ochenta, es incontestable que el motor de la liberalización financiera es el comportamiento interno en el ámbito de elevadas tasas de interés de mercado. El envejecimiento de la población aumenta el peso de las clases de edad cuyo perfil intertemporal de consumo induce la demanda de acumulación de riqueza financiera. Durante los últimos quince años, aumentó sistemáticamente la ratio de la riqueza financiera con respecto al ingreso; es particularmente elevada en los Estados Unidos, donde en los años 1993 a 1997, alcanza 3,1 de renta disponible; en Francia o Alemania, dicha ratio es de alrededor del 1,8. Como las tasas de ahorro no progresaron de manera tendencial, e incluso han retrocedido durante estos quince años, ha sido gracias al aumento de los precios reales de los activos que componen la riqueza como ésta ha evolucionado más rápido que el ingreso. La elevada remuneración del ahorro, en forma de aumentos de capital, es una característica determinante del capitalismo patrimonial contemporáneo.
2. Una nueva lógica financiera
Los factores que acabamos de analizar han transformado totalmente la concepción de las finanzas en sus estructuras, comportamientos y regulaciones. Los inversores institucionales (fondos de pensión o fondos comunes de inversión) se han transformado en los agentes financieros que desempeñan el papel más importante en las colocaciones de capital.
El problema central de las finanzas, que gobierna la colocación de capitales, es el de resolver la tensión entre la necesidad de liquidez de los ahorristas y la inmovilidad de los capitales necesarios para crear valor.
Los bancos resuelven esta tensión por medio de la transformación de los depósitos líquidos en créditos que conservan en el balance hasta su vencimiento. En la época del fuerte crecimiento, dicha mediación bancaria favoreció a los tomadores de préstamo, pero también a la economía global, financiando tasas de inversión elevadas gracias a un costo del capital bajo y estable. El ahorro se encontraba aprisionado dentro de una remuneración módica. Como contrapartida, disponía de una gran seguridad, porque los gobiernos, que habían tomado medidas para la bancarización rápida de la población, estaban firmemente decididos a impedir las quiebras bancarias. Por lo demás, los hogares podían disfrutar de condiciones ventajosas en tanto que tomadores de préstamos para adquirir sus viviendas. En estos sistemas bancarios sostenidos por el poder público, los accidentes financieros eran escasos y aislados. El Estado se hacía cargo del riesgo colectivo. Los bancos manejaban el riesgo de crédito individual por medio de la vigilancia individual de los prestatarios dentro del marco de una relación de clientela continua. El riesgo de mercado era casi inexistente en los países en los que los mercados financieros sólo desempeñaban un papel periférico, exclusivamente en la financiación de la deuda pública. La política monetaria tendía a la estabilidad de las tasas de interés, lo que evitaba la volatilidad de los precios de mercado. En cuanto a los créditos privados, se tasaban a valores contables convencionales que sólo se modificaban si durante su ejecución los préstamos se transformaban en no performantes.
En las finanzas de mercado, la tensión entre inmovilización y liquidez se encuentra mediatizada por los mercados secundarios de títulos de acreencia. Estos mercados, cuando funcionan normalmente, están organizados a fin de licuar la posesión de derechos sobre los activos inmovilizados. La liquidez se mantiene por medio de la profundidad de los mercados de capitales y la diversificación de las carteras de inversores institucionales, que son los grandes proveedores de fondos líquidos en los mercados donde compran títulos. Sin embargo, en este caso, la liquidez es muy diferente de la de los depósitos bancarios, considerada total y permanente puesto que los depósitos están asegurados y los bancos tienen acceso a la fuente última de liquidez fuera del mercado: los adelantos del banco central. A cambio, los mercados secundarios de los activos financieros no pueden ser totalmente líquidos, puesto que los títulos de acreencia financian capital inmovilizado. No es posible que todo el mundo se retire del mercado al mismo tiempo. La liquidez, entonces, está relacionada con el equilibrio que se establece entre compradores y vendedores. La liquidez será tanto mayor cuanto menos la demanda de conversión de títulos en moneda haga variar el precio de mercado. Pero siempre existe un riesgo de pérdida en capital, que obliga a los participantes en los mercados de activos a especular constantemente sobre la evolución futura del precio de mercado, la cual depende del comportamiento de los demás operadores. La especulación, que es así una necesidad para el funcionamiento de los mercados financieros, se mueve por el sentimiento mayoritario del mercado, que puede ser muy versátil.
Ampliando la gama de colocaciones ofrecidas a los ahorristas, difundiendo una información permanente sobre los precios y los rendimientos, multiplicando las instituciones financieras en competencia para ofrecer mejores condiciones al ahorro, las finanzas de mercado han hecho que las relaciones entre acreedores y deudores se vuelvan más estratégicas y más dependientes de las variaciones fluctuantes de las tasas de interés. De manera general, la liberalización financiera realizada en el contexto de deflación ha elevado considerablemente los rendimientos del ahorro. Para alcanzar esos rendimientos, los inversores institucionales se han vuelto hacia las colocaciones en acciones. En Estados Unidos, desde 1995 hasta 1998, el rendimiento medio de las colocaciones en acciones según el índice Standard y Poor's 500, superó el 20% (considerando la tasa de dividendo más el aumento de las cotizaciones bursátiles) mientras que el rendimiento económico neto del capital productivo del conjunto de las sociedades privadas no financieras era de alrededor del 12% y la tasa de interés a largo plazo del 6%. Como contrapartida, la presión para obtener un valor accionario elevado obligó a las empresas a realizar reestructuraciones económicas muy importantes. En el plano financiero, esta presión las condujo a recurrir de modo sistemático al endeudamiento para elevar el rendimiento de sus fondos propios gracias al efecto palanca, de donde resultó una subcapitalización de sus balances.
Es por ello que la búsqueda de altas remuneraciones para el ahorro administrado por los inversores institucionales, que son sistemáticamente más elevadas que la rentabilidad económica del capital inmovilizado, provoca una fragilidad financiera endémica. La sostenida demanda de acciones por parte de los inversores institucionales valida las anticipaciones de alza en la cotización. Pero la presión de la competencia de los gestores de fondos implica un componente especulativo en la formación del precio de las acciones. De este modo, la fragilidad financiera es esencialmente un proceso inducido por la dinámica de los mercados.
II. Globalización financiera y crecimiento en los países desarrollados
En el capitalismo patrimonial contemporáneo, las finanzas otorgan su impulso a la economía real, mientras que en el régimen de crecimiento de los gloriosos treinta se encontraban al servicio de la acumulación de capital. Dado que los mercados financieros se mueven por olas sucesivas de optimismo y pesimismo (el sentimiento del mercado), existen factores de inestabilidad que provocan fluctuaciones cíclicas potencialmente más marcadas que en el precedente régimen de crecimiento. La política monetaria desempeña una función principal para estabilizar las finanzas y amortiguar los episodios críticos a los que es vulnerable. Esta política, bien establecida en los Estados Unidos y a la que deberá adaptarse Europa, tiene objetivos y métodos muy distintos de los del monetarismo que actúa en las finanzas dominadas por los bancos, en la cual la inflación era el modo de expresión de los desequilibrios macroeconómicos.
1. Una dinámica cíclica
Las finanzas de mercado, vueltas hacia la apreciación de los precios de los activos, estimula fuerzas pro cíclicas en la formación de la demanda global. Como contrapartida, la exigencia de rendimiento financiero ejerce sobre la oferta global una presión que la hace más flexible. De donde la inflación, convenientemente medida por el aumento del índice de precios al consumidor, no se manifiesta más que de manera tardía y atenuada en el ciclo coyuntural.
La lógica financiera actúa sobre los dos componentes de la demanda privada, el consumo y la inversión.
En lo que se refiere a los hogares, en la fase ascendente del precio de los activos financieros, la riqueza se acrecienta en relación con el ingreso disponible. Los hogares pueden realizar su objetivo patrimonial ahorrando menos, es decir, obtener plusvalías suplementarias si los precios de los activos aumentan más rápido de lo que habían previsto. También pueden endeudarse contra garantía de su enriquecimiento financiero para acrecentar su consumo y realizar plusvalías por gastos excepcionales. La demanda global, cuando está impulsada por el consumo, que es su principal componente, resulta pro cíclica (es decir, amplifica el ciclo económico). En efecto, el dinamismo del consumo permite que las empresas obtengan ganancias que sostienen el alza de precio de los activos. A cambio, el alza de estos últimos acentúa la presión de la demanda en lugar de frenarla, al contrario de lo que provocaba la inflación de los bienes en el antiguo régimen de crecimiento.
Por el lado de las empresas, la norma de rendimiento de los fondos propios, como principal obligación que debe respetarse en el capitalismo patrimonial, provoca una economía de capital productivo a largo plazo y hace muy cíclica la inversión de las empresas.
El antiguo régimen de crecimiento favorecía los rendimientos de escala en la producción industrial. El aumento de la productividad del trabajo iba acompañado del aumento de peso de la intensidad capitalística, que se traducía en el alza de la relación del capital con respecto al valor agregado, producida por las sociedades privadas no financieras. En el nuevo régimen, la presión de los inversores institucionales para mejorar el rendimiento del capital ha provocado primero que se detuviera el aumento de la ratio capital/producto en Europa, seguida de una leve baja, y una baja sensible (alrededor del 40%) desde comienzos de la década del ochenta en los Estados Unidos, acompañada de un débil aumento de la productividad del trabajo.
La economía de capital proviene de la reestructuración de las empresas, que al mismo tiempo han sufrido una competencia más dura en el mercado de productos, una mayor exigencia de rendimiento de los fondos propios y un fuerte acrecentamiento del costo del capital. Las empresas, entonces, buscaron la salvación en las tecnologías de la información para reducir los costos de numerosas funciones empresariales relacionadas con la producción; de ese modo estimularon un impulso a los servicios que compran, al mismo tiempo que la demanda de los consumidores desarrollaba la innovación de productos en los servicios a los hogares. La nueva economía de servicio resulta menos consumidora de capital, tiene ciclos de productos más breves y se adapta con mayor velocidad a los cambios en la estructura de la demanda. El impacto macroeconómico de estos cambios microeconómicos de estructura es una mayor elasticidad de la oferta global ante las variaciones de la demanda global, de lo cual resulta la absorción de las tensiones inflacionarias relacionadas con los cuellos de botella de las capacidades de producción.
Cuando la oferta y la demanda globales evolucionan de modo parejo con la euforia bursátil, la expansión puede prolongarse, puesto que no encuentra barreras inflacionarias en el sentido usual. Los desequilibrios se acumulan en las finanzas sin tensión inflacionaria aparente en los mercados de bienes. El mecanismo que provoca el desequilibrio, de gran incidencia cíclica, es la fragilidad financiera, como lo ha demostrado con claridad la recesión inducida por la crisis inmobiliaria a comienzos de la década del noventa. El alza de precios de los activos, actuando junto con el crédito, es en sí misma un factor de desorden financiero, incluso si los excesos de la demanda global se ven amortiguados por la elasticidad de la oferta global. Las palancas de endeudamiento que sostienen toda la lógica financiera del capitalismo patrimonial crean necesidades potenciales de liquidez que pueden realizarse ante el más mínimo vuelco de la confianza, cualquiera que sea la causa que lo produzca. La prueba de este fenómeno pudo percibirse en septiembre-octubre de 1998. El contragolpe de la quiebra rusa fue una precipitada carrera hacia la liquidez, que se manifestó en todos los mercados de deuda privada. El banco central debe entonces ejercer una extrema vigilancia, como lo hizo la Reserva Federal de los Estados Unidos, para preservar la estabilidad de la estructura de las deudas, y por consiguiente, para responder a la necesidad de liquidez cualquiera sea su monto.
2. Regulación macroeconómica por medio de la moneda
Si es verdad que los indicadores avanzados de tensión en las fluctuaciones del crecimiento se inscriben en las finanzas, el sentimiento del mercado se transforma en una característica que se impone a los responsables de la política económica. La invasión de información financiera en los medios masivos ilustra hasta qué extremo las tasas de interés y las cotizaciones bursátiles se han transformado en minuciosos jueces de la política económica. Pero su juicio es difícil de interpretar, y el diálogo con ellos resulta particularmente delicado, puesto que el liberalismo del que se nutre la globalización financiera cree en la eficacia de los ajustes macroeconómicos aguijoneados por la competencia en todos los mercados. Pero, como ya hemos visto, estos ajustes sólo funcionan si la demanda agregada sostiene un nivel de actividad que valide las anticipaciones de los agentes privados. Dos ejemplos recogidos en la experiencia americana ayudan a comprender los dilemas que se encuentran en la conducción de la economía en las fronteras del pleno empleo.
El primer ejemplo es el de la euforia bursátil que inquieta al presidente de la Reserva federal, Alan Greenspan, a partir del otoño de 1996. ¿Se trata de una burbuja especulativa que lleva las anticipaciones del crecimiento futuro de las ganancias hacia promesas insostenibles, y por consiguiente anuncia una futura recesión? ¿O, por el contrario, se trata de una visión prospectiva que percibe una excepcional ola de innovaciones portadoras de nuevos mercados, lo que implicará un crecimiento más rápido que durante las dos décadas precedentes? En este ejemplo, si la primera interpretación es verdadera, el banco central debe actuar sin tardanza, pero con astucia, para moderar las anticipaciones de modo de iniciar la inevitable desaceleración sin provocar una recesión franca. Pero si la bolsa anuncia «una nueva era económica», una acción preventiva contra el exceso de optimismo podría provocar que el banco central fuera acusado de frenar indebidamente el dinamismo del sector privado.
El segundo ejemplo es el del crac de los mercados de obligaciones en 1994. A fines de 1993, ya era sólida la recuperación de la economía americana después de la recesión de 1990-1991. Las finanzas públicas mejoraban rápidamente y las ganancias aumentaban, de modo que los mercados de obligaciones preveían la continuación de una baja de las tasas de interés a fines de 1993. Los inversores institucionales habían adoptado posiciones especulativas a la baja de las tasas que resultaban muy importantes. No obstante, a comienzos de 1994, el banco central había diagnosticado el comienzo de una demanda interna que aumentaba demasiado rápido en relación con lo que se consideraba que la oferta estaba en condiciones de satisfacer. En febrero de 1994 la política monetaria se ajustó un poco, tomando los mercados desprevenidos. Esto desencadenó el pánico en los mercados de obligaciones, provocado por la venta masiva de los inversores que trataban de cerrar rápidamente sus posiciones. Las tasas de interés obligatorias en Estados Unidos y en Europa subieron al unísono, con una amplitud carente de medida común con la intención inicial de la política monetaria.
Estos ejemplos muestran que, en el universo de los mercados financieros, la política monetaria es menos instrumental o normativa que comunicacional. Esto sucede porque ella debe tomar en cuenta la sensibilidad de los mercados financieros. El banco central considera la opinión de los mercados, pero estos no emiten juicios independientes sobre la economía, sino que tratan de anticipar las acciones futuras del banco central. Este juego estratégico es mucho más complicado que un control óptimo, es decir, el hecho de guiar dinámicamente un sistema mecánico hacia un objetivo predeterminado: existe una doble trampa de exceso de actividad y de inercia.
Para salir de la indeterminación que resultaría de su juego de espejos con los mercados, puesto que en un sistema de moneda fiduciaria puede validarse cualquier anticipación de inflación, el banco central anuncia, de maneras diferentes según los países, el anclaje nominal a mediano plazo. Es, de manera explícita o implícita, un objetivo de inflación. Debe ser comprendida como un punto focal que se aporta a los mercados financieros. No vale únicamente por la sola virtud de su publicación, sino por el marco institucional, previsible y verificable, dentro del cual el banco central despliega su acción de control monetario.
El anclaje nominal en el seno de un sistema financiero liberalizado en ningún caso es un regla monetaria automática. Es un marco institucional que codifica la comunicación del banco central, de manera que sus intenciones y las elecciones que guían sus reacciones ante la fluctuación y los impactos de todas clases no sean interpretados como una trasgresión a sus principios. La transparencia de la comunicación en el interior de un procedimiento codificado para preservar la flexibilidad de la táctica es la línea de conducta de los bancos centrales contemporáneos. En este marco, la estabilidad de los sistemas financieros es una preocupación que forma parte de la política monetaria.
III. Liberalización financiera en los países en desarrollo
Desde el comienzo de la década del noventa, la liberalización financiera desbordó ampliamente las fronteras de los países desarrollados. La apertura ante la entrada de capitales fue un poderoso incentivo para reformar los sistemas financieros de los países en desarrollo. Los que adoptaron esta vía pudieron recibir la nueva apelación de mercados emergentes, que les fue otorgada por las instituciones internacionales. Las condiciones precipitadas y brutales en las que se efectuó sin ninguna precaución la liberalización financiera desencadenaron una crisis que detuvo temporalmente el ascenso del poderío de estos países y debería sugerir una reevaluación de las vías y medios de integración internacional.
1. Las razones de la apertura financiera
A fines de la década del setenta, Argentina y Chile habían realizado una tentativa abortada y ruinosa de liberalización financiera. Con independencia de estos casos aislados, el endeudamiento internacional de los países en desarrollo luego de los choques petroleros había sido propio de los Estados o de agentes garantizados por éstos. Esa deuda soberana sufrió una crisis de solvencia a partir de 1982, administrada por medio del rescalonamiento dentro del marco de planes de recuperación establecidos con el concurso del FMI. Este estableció una doctrina macroeconómica uniforme para satisfacer el servicio de la deuda. La transferencia de divisas a los acreedores debía realizarse por medio de la combinación de tasas de cambio reales competitivas y una gestión rigurosa de las finanzas públicas destinada a obtener balances corrientes excedentarios. Pero esa doctrina encontró considerables dificultades de aplicación. La depreciación de la tasa de cambio favorecía las rentas en los sectores protegidos de la economía; mantenía la inflación amplificada por los conflictos de redistribución exacerbados por el rigor presupuestario. La espiral de la devaluación y la inflación arrastraba a los países a programas de estabilización sucesivos y poco convincentes; el crecimiento se veía sofocado y el peso de la deuda externa seguía aumentando.
De 1985 a 1988, bajo iniciativa americana, se inició un cambio del punto de vista, con el plan Baker y luego el programa Brady de reducción de deudas por medio de la conversión de la deuda bancaria en acciones y obligaciones. El objetivo era permitir el retorno de los países deudores a un mercado internacional de capitales ampliado hacia nuevos inversores para financiar un crecimiento no inflacionario. Hacia el final de la década, se intentaron experiencias de anclaje nominal del cambio en México y sobre todo en Argentina, con el fin de erradicar la inflación. El éxito de estas experiencias, en el momento de la recesión americana consecutiva a la del mercado inmobiliario y las dificultades bancarias, fue el punto de partida de una transformación de la doctrina predicada por el FMI con la bendición del G7.
La liberalización financiera ha sido recomendada para ser la punta de lanza de cambios estructurales que se suponía deberían mejorar la rentabilidad del capital en los países con un fuerte potencial de crecimiento industrial. El anclaje nominal de la tasa de cambio al dólar reemplazó las tasas de cambio flexibles para alentar la movilidad de los capitales reduciendo los riesgos cambiarios. Debería acrecentarse la capacidad de endeudamiento de los países, y en los países en los cuales los mercados financieros locales eran rudimentarios, debían crearse instrumentos de deuda en forma de títulos financieros. El ahorro interno, pues, iba a beneficiarse con una mayor competencia entre los tomadores de préstamos y por consiguiente, con una mejora de su remuneración. Esto debía implicar una mayor eficacia en la asignación de capitales. Finalmente, la liberalización posibilitaba que la balanza de pagos se encarara de manera inversa: en lugar de buscar excedentes corrientes en lo alto de la balanza, se esperaban entradas de capitales por lo bajo, de lo que resultaría un déficit de la balanza corriente. Pero se suponía que éste no expresaría desequilibrios, puesto que surgía del equilibrio entre el ahorro y la inversión a escala mundial, donde la mayor rentabilidad de los países emergentes atraía naturalmente los préstamos y colocaciones de las instituciones financieras de los países desarrollados.
A partir de 1991, la aplicación de esta doctrina desencadenó entradas de capital más allá de toda esperanza. Las reservas de cambio se acumularon, haciendo que las economías fueran muy líquidas y provocando olas de euforia en los países beneficiarios. El equilibrio ahorro-inversión interna se conformó según modelos contrastantes en América Latina (con la excepción de Chile que ahora tenía estrictos controles de capitales) y en Asia.
En América Latina, las entradas de capital sustituyeron un ahorro interno que se hundió en el sector privado. De este modo, financiaron el consumo de las clases sociales acomodadas. México fue el caso de escuela, con una excesiva valorización del 20% de la tasa de cambio real entre 1989 y 1994 y un déficit corriente llevado al 8% del PBI en 1994.
En Asia, los aportes de capitales extranjeros resultaron complementarios del ahorro interno, que siguió siendo muy elevado. La abundancia de crédito permitió sostener ritmos de crecimiento muy altos, con una exceso de inversiones que desbordaba en sobrecapacidades industriales (Corea) o en el desencadenamiento de la especulación inmobiliaria (Tailandia, Malasia).
Aunque las condiciones macroeconómicas hayan sido diferentes, el factor decisivo de la inestabilidad provocada por la liberalización financiera fue, en todos los casos, la fragilidad de los bancos endeudados en dólares y dadores de crédito en monedas locales. Los bancos acumularon los riesgos de crédito, vencimiento y cambio. La fragilidad bancaria acrecentó la vulnerabilidad ante la entrada de capitales cada vez más especulativos y restringió los medios de la política monetaria para luchar contra la especulación.
2. La crisis financiera
Fueron numerosas las crisis financieras inducidas por la liberalización en los países en desarrollo. La primera de ellas estalló en México a fines de 1994 y concernía sobre todo a la deuda pública a corto plazo. Luego, la crisis de los países emergentes de Asia comenzó en Tailandia en julio de 1997 y alcanzó su paroxismo en el conjunto de la región desde mediados de octubre hasta fines de diciembre del mismo año. Esta última crisis tuvo repercusiones que se extendieron al conjunto de los países emergentes y en transición que habían iniciado el camino de la liberalización financiera. Su origen era el exceso de endeudamiento de los agentes privados. Pero la inestabilidad tuvo consecuencias sobre países cuya deuda pública fue juzgada insostenible por opiniones financieras que se habían vuelto muy pesimistas y muy nerviosas. Fueron Rusia en agosto de 1998 y Brasil en varias oportunidades, hasta enero de 1999.
Todas estas crisis tuvieron en común el endeudamiento internacional en divisas extranjeras, que crecía cada vez más rápido cuando los capitales se veían atraídos por rendimientos más elevados que los ofrecidos en el país de origen de los prestadores, fenómeno que se combinó con regímenes de cambio rígidos que los inversores extranjeros consideraban sólidos. Los bancos locales resultaron ser los eslabones débiles de esta integración financiera por el endeudamiento. Acumularon riesgos al contraer deudas a corto plazo en divisas y, según los casos, financiando en moneda local operaciones especulativas o inversiones industriales de rentabilidad dudosa.
De este modo, la huida hacia adelante de la liberalización financiera, a falta de una reglamentación que diversificara los riesgos e impusiera provisiones mínimas de capital, pero también sin una supervisión bancaria digna de tal nombre, resultó un terreno propicio para que maduraran las crisis. La falta de control público sobre el sistema financiero, en efecto, permitió que se subvaluaran los riesgos y que contrajeran deudas excesivas ciertos bancos que no tenían ninguna experiencia en la gestión descentralizada del riesgo en los mercados financieros en competencia.
Estas debilidades en los países importadores de capitales internacionales han sido señaladas hasta el cansancio. Indudablemente, tales señalamientos tienen su parte de verdad, pero la insistencia unilateral en considerarlos como únicas causas de las crisis financieras es parcial y peligrosa, puesto que deja de lado la responsabilidad de prestadores e inversores de los países desarrollados. Sobre todo, hace creer que las crisis sólo son efecto de la torpeza de los gobiernos y las instituciones financieras internacionales. Un poco más de experiencia y transparencia, y el aprendizaje del riesgo, deberían promover una globalización financiera autorreguladora, capaz de disciplinar los comportamientos imprudentes. La eficacia de los mercados se impondría en beneficio de todos los actores de una economía mundial al mismo tiempo dinámica y estable.
Esta ideología complaciente de la liberalización financiera se ha visto desmentida por la historia. Las crisis financieras han sido recurrentes desde que los títulos financieros representan esperanzas de beneficios. Siempre y en todas partes, las pasiones colectivas llevaron los precios de los activos a alturas vertiginosas, para ser seguidas por hundimientos no menos espectaculares. Siempre y en todas partes, las olas ascendentes de compras fueron racionalizadas por quienes participaban en ellas, antes de que las ventas de pánico fueran denunciadas con vehemencia como acontecimientos irracionales.
Más allá de los contextos singulares de cada crisis, la razón última de su repetición se encuentra en la lógica de las finanzas de mercado definida más arriba. La liquidez de los mercados forma parte del imaginario colectivo de los participantes, no de la realidad objetiva. Dicha liquidez se deteriora brutalmente en cuanto se plantea una duda con respecto a la opinión común que hasta ese momento prevalecía. Cuando esta opinión se ve sometida a un test de realidad, cada uno quiere realizar su propio test porque piensa que los demás van a hacerlo, y la liquidez se evapora. Se produce la discontinuidad de los precios bajo la presión de ventas en un solo sentido, cuando un agente externo al mercado no funciona como contrapeso.
Es lo que sucedió en Asia con los mercados de cambio. Lejos de ser la fluctuación de un equilibrio que garantizara la continuidad de los movimientos de precios, la crisis es la ruptura discontinua de un equilibrio, en este caso el del anclaje nominal de monedas asiáticas al dólar. La posibilidad de equilibrios múltiples resultante de la paradoja de la liquidez es la condición previa para las crisis financieras. Es por esta razón que las crisis producen cambios cuya aparición súbita y amplitud carecen de medida común con la variación previa de las magnitudes macroeconómicas llamadas "fundamentales".
Las crisis financieras tienen otro aspecto desconcertante: el contagio. Cuando falta la liquidez en un mercado importante, implicando el hundimiento del activo que no puede venderse sin una severa pérdida, las necesidades de liquidez se acrecientan a fin de financiar las pérdidas, al mismo tiempo que desaparecen las contrapartidas. Los operadores deben pues reportarse a otros mercados cuya liquidez se ve sometida a prueba con los mismos efectos. Es posible que se produzca una desconfianza generalizada en un conjunto de mercados, creando caídas de precios estadísticamente correlacionadas, hasta que la sed de seguridad de los inversores los conduzca hacia mercados que son lo bastante firmes porque están sostenidos por un prestador en último término. Por ello siempre existe una fuga hacia la calidad que reduce sensiblemente la diversidad de las carteras durante las crisis e incluso cierto tiempo después, mientras los inversores siguen desconfiando con respecto a nuevas oportunidades de ganancia
La mayor parte de las crisis financieras tienen dimensión internacional porque las finanzas tienden a globalizarse impulsadas por la búsqueda de beneficios, mientras que las monedas están segmentadas por múltiples soberanías. Esta disparidad impide instituir un prestador internacional en último término, como sucede en las naciones desarrolladas. Es necesario remitirse a cooperaciones contingentes ad hoc entre bancos centrales que están lejos de funcionar de modo satisfactorio. Por consiguiente, las crisis financieras siguen teniendo un futuro promisorio.
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