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domingo, 25 de setembro de 2022
Jaspers Introdução a filosofia
LA FILOSOFÍA
Karl Jaspers
¿QUÉ ES LA FILOSOFÍA?
Qué sea la filosofía y cuál su valor, es cosa discutida. De ella se esperan revelaciones extraordinarias o bien se la deja indiferentemente a un lado como un pensar que no tiene objeto. Se la mira con respeto, como el importante quehacer de unos hombres insólitos o bien se la desprecia como el superfluo cavilar de unos soñadores. Se la tiene por una cosa que interesa a todos y que por tanto debe ser en el fondo simple y comprensible, o bien se la tiene por tan difícil que es una desesperación el ocuparse con ella. Lo que se presenta bajo el nombre de filosofía proporciona en realidad ejemplos justificativos de tan opuestas apreciaciones.
Para un hombre con fe en la ciencia es lo peor de todo que la filosofía carezca por completo de resultados universalmente válidos y susceptibles de ser sabidos y poseídos. Mientras que las ciencias han logrado en los respectivos dominios conocimientos imperiosamente ciertos y universalmente aceptados, nada semejante ha alcanzado la filosofía a pesar de esfuerzos sostenidos durante milenios. No hay que negarlo: en la filosofía no hay unanimidad alguna acerca de lo conocido definitivamente. Lo aceptado por todos en vista de razones imperiosas se ha convertido como consecuencia en un conocimiento científico; ya no es filosofía, sino algo que pertenece a un dominio especial de lo cognoscible.
Tampoco tiene el pensar filosófico, como lo tienen las ciencias, el carácter de un proceso progresivo. Estamos ciertamente mucho más adelantados que Hipócrates, el médico griego; pero apenas podemos decir que estemos más adelantados que Platón. Sólo estamos más adelantados en cuanto al material de los conocimientos científicos de que se sirve este último. En el filosofar mismo, quizá apenas hayamos vuelto a llegar a él.
Este hecho, de que a toda criatura de la filosofía le falte, a diferencia de las ciencias, la aceptación unánime, es un hecho que ha de tener su raíz en la naturaleza de las cosas. La clase de certeza que cabe lograr en filosofía no es la científica, es decir, la misma para todo intelecto, sino que es un cerciorarse en la consecución del cual entra en juego la esencia entera del hombre. Mientras que los conocimientos científicos versan sobre sendos objetos especiales, saber de los cuales no es en modo alguno necesario para todo el mundo, se trata en la filosofía de la totalidad del ser, que interesa al hombre en cuanto hombre, se trata de una verdad que allí donde destella hace presa más hondo que todo conocimiento científico.
La filosofía bien trabajada está vinculada sin duda a las ciencias. Tiene por supuesto éstas en el estado más avanzado a que hayan llegado en la época correspondiente. Pero el espíritu de la filosofía tiene otro origen. La filosofía brota antes de toda ciencia allí donde despiertan los hombres.
Representémonos esta filosofía sin ciencia en algunas notables manifestaciones.
Primero. En materia de cosas filosóficas se tiene casi todo el
mundo por competente. Mientras que se admite que en las ciencias son condición del entender el estudio, el adiestramiento y el método, frente a la filosofía se pretende poder sin más intervenir en ella y hablar de ella. Pasan por preparación suficiente la propia humanidad, el propio destino y la propia experiencia.
Hay que aceptar la exigencia de que la filosofía sea accesible a todo el mundo. Los prolijos caminos de la filosofía que recorren los profesionales de ella sólo tienen realmente sentido si desembocan en el hombre, el cual resulta caracterizado por la forma de su saber del ser y de sí mismo en el seno de éste.
Segundo. El pensar filosófico tiene que ser original en todo momento. Tiene que llevarlo a cabo cada uno por sí mismo.
Una maravillosa señal de que el hombre filosofa en cuanto tal originalmente son las preguntas de los niños. No es nada raro oír de la boca infantil algo que por su sencillo penetra inmediatamente en las profundidades del filosofar. He aquí unos ejemplos.
Un niño manifiesta su admiración diciendo: "me empeño en pensar que soy otro y sigo siendo siempre yo". Este niño toca en uno de los orígenes de toda certeza, la conciencia del ser en la conciencia del yo. Se asombra ante el enigma del yo, este ser que no cabe concebir por medio de ningún otro. Con su cuestión se detiene el niño ante este límite.
Otro niño oye la historia de la creación: Al principio creó Dios el cielo y la tierra..., y pregunta en el acto: "¿Y que había antes del principio?" Este niño ha hecho la experiencia de la infinitud de la serie de las preguntas posibles, de la imposibilidad de que haga alto el intelecto, al que no es dado obtener una respuesta concluyente.
Ahora, una niña, que va de paseo, a la vista de un bosque hace que le cuenten el cuento de los elfos que de noche bailan en él en corro... "Pero ésos no los hay..." Le hablan luego de realidades, le hacen observar el movimiento del sol, le explican la cuestión de si es que se mueve el sol o que gira la tierra y le dicen las razones que hablan en favor de k forma esférica de la tierra y del movimiento de ésta en torno de su eje... "Pero eso no es verdad", dice la niña golpeando con el pie en el suelo, "la tierra está quieta. Yo sólo creo lo que veo." "Entonces tú no crees en papá Dios, puesto que no puedes verle." A esto se queda la niña pasmada y luego dice muy resuelta: "si no existiese él, tampoco existiríamos nosotros." Esta niña fue presa del gran pasmo de la existencia: ésta no es obra de sí misma. Concibió incluso la diferencia que hay entre preguntar por un objeto del mundo y el preguntar por el ser y por nuestra existencia en el universo.
Otra niña, que va de visita, sube una escalera. Le hacen ver cómo va cambiando todo, cómo pasa y desaparece, como si no lo hubiese habido. "Pero tiene que haber algo fijo... que ahora estoy aquí subiendo la escalera de casa de la tía siempre será una cosa segura para mí." El pasmo y el espanto ante el universal caducar y fenecer de las cosas se busca una desmañada salida.
Quien se dedicase a recogerla, podría dar cuenta de una rica filosofía de los niños. La objeción de que los niños lo habrían oído antes a sus padres o a otras personas, no vale patentemente nada frente a pensamientos tan serios. La objeción de que estos niños no han seguido filosofando v que por tanto sus declaraciones sólo pueden haber sido casuales, pasa por alto un hecho: que los niños poseen con frecuencia una genialidad que pierden cuando crecen. Es como si con los años cayésemos en la prisión de las convenciones y las opiniones
corrientes, de las ocultaciones y de las cosas que no son cuestión, perdiendo la ingenuidad del niño. Éste se halla aún francamente en ese estado de la vida en que ésta brota, sintiendo, viendo y preguntando cosas que pronto se le escapan para siempre. El niño olvida lo que se le reveló por un momento y se queda sorprendido cuando los adultos que apuntan lo que ha dicho y preguntado se lo refieren más tarde.
Tercero. El filosofar original se presenta en los enfermos mentales lo mismo que en los niños. Pasa a veces —raras— como si se rompiesen las cadenas y los velos generales y hablase una verdad impresionante. Al comienzo de varias enfermedades mentales tienen lugar revelaciones metafísicas de una índole estremecedora, aunque por su forma y lenguaje no pertenecen, en absoluto, al rango de aquellas que dadas a conocer cobran una significación objetiva, fuera de casos como los del poeta Hölderlin o del pintor Van Gogh. Pero quien las presencia no puede sustraerse a la impresión de que se rompe un velo bajo el cual vivimos ordinariamente la vida. A más de una persona sana le es también conocida la experiencia de revelaciones misteriosamente profundas tenidas al despertar del sueño, pero que al despertarse del todo desaparecen, haciéndonos sentir que no somos más capaces de ellas. Hay una verdad profunda en la frase que afirma que los niños y los locos dicen la verdad. Pero la originalidad creadora a la que somos deudores de las grandes ideas filosóficas no está aquí, sino en algunos individuos cuya independencia e imparcialidad los hace aparecer como unos pocos grandes espíritus diseminados a lo largo de los milenios.
Cuarto. Como la filosofía es indispensable al hombre, está en todo tiempo ahí, públicamente, en los refranes tradicionales, en apotegmas filosóficos corrientes, en convicciones dominantes, como
por ejemplo en el lenguaje de los espíritus ilustrados, de las ideas y creencias políticas, pero ante todo, desde el comienzo de la historia, en los mitos. No hay manera de escapar a la filosofía. La cuestión es tan sólo si será consciente o no, si será buena o mala, confusa o clara. Quien rechaza la filosofía, profesa también una filosofía, pero sin ser consciente de ella.
¿Qué es, pues, la filosofía, que se manifiesta tan universalmente bajo tan singulares formas?
La palabra griega filósofo (philósophos) se formó en oposición a sophós. Se trata del amante del conocimiento (del saber) a diferencia de aquel que estando en posesión del conocimiento se llamaba sapiente o sabio. Este sentido de la palabra ha persistido hasta hoy: la busca de la verdad, no la posesión de ella, es la esencia de la filosofía, por frecuentemente que se la traicione en el dogmatismo, esto es, en un saber enunciado en proposiciones, definitivo, perfecto y enseñable. Filosofía quiere decir: ir de camino. Sus preguntas son más esenciales que sus respuestas, y toda respuesta se convierte en una nueva pregunta.
Pero este ir de camino —el destino del hombre en el tiempo— alberga en su seno la posibilidad de una honda satisfacción, más aún, de la plenitud en algunos levantados momentos. Esta plenitud no estriba nunca en una certeza enunciable, no en proposiciones ni confesiones, sino en la realización histórica del ser del hombre, al que se le abre el ser mismo. Lograr esta realidad dentro de la situación en que se halla en cada caso un hombre es el sentido del filosofar.
Ir de camino buscando, o bien hallar el reposo y la plenitud del momento —no son definiciones de la filosofía. Esta no tiene nada ni
encima ni al lado. No es derivable de ninguna otra cosa. Toda filosofía se define ella misma con su realización. Qué sea la filosofía hay que intentarlo. Según esto es la filosofía a una la actividad viva del pensamiento y la reflexión sobre este pensamiento, o bien el hacer y el hablar de él. Sólo sobre la base de los propios intentos puede percibirse qué es lo que en el mundo nos hace frente como filosofía.
Pero podemos dar otras fórmulas del sentido de la filosofía. Ninguna agota este sentido, ni prueba ninguna ser la única. Oímos en la antigüedad: la filosofía es (según su objeto) el conocimiento de las cosas divinas y humanas, el conocimiento de lo ente en cuanto ente, es (por su fin) aprender a morir, es el esfuerzo reflexivo por alcanzar la felicidad; asimilación a lo divino, es finalmente (por su sentido universal) el saber de todo saber, el arte de todas las artes, la ciencia en general, que no se limita a ningún dominio determinado.
Hoy es dable, hablar de la filosofía quizá en las siguientes fórmulas; su sentido es:
Ver la realidad en su origen;
apresar la realidad conversando mentalmente conmigo mismo, en la actividad interior;
abrirnos a la vastedad de lo que nos circunvala;
osar la comunicación de hombre a hombre sirviéndose de todo espíritu de verdad en una lucha amorosa;
mantener despierta con paciencia y sin cesar la razón, incluso ante lo más extraño y ante lo que se rehúsa.
La filosofía es aquella concentración mediante la cual el hombre llega a ser él mismo, al hacerse partícipe de la realidad.
Bien que la filosofía pueda mover a todo hombre, incluso al niño, bajo la forma de ideas tan simples como eficaces, su elaboración consciente es una faena jamás acabada, que se repite en todo tiempo y que se rehace constantemente como un todo presente —-se manifiesta en las obras de loa grandes filósofos y como un eco en los menores. La conciencia de esta tarea permanecerá despierta, bajo la forma que sea, mientras los hombres sigan siendo hombres.
No es hoy la primera vez que se ataca a la filosofía en la raíz y se la niega en su totalidad por superflua y nociva. ¿A qué está ahí? Si no resiste cuando más falta haría...
El autoritarismo eclesiástico ha rechazado la filosofía independiente porque aleja de Dios, tienta a seguir al mundo y echa a perder el alma con lo que en el fondo es nada. El totalitarismo político hizo este reproche: los filósofos se han limitado a interpretar variadamente el mundo, pero se trata de transformarlo. Para ambas maneras de pensar ha pasado la filosofía por peligrosa, pues destruye el orden, fomenta el espíritu de independencia y con él el de rebeldía y revolución, engaña y desvía al hombre de su verdadera misión. La fuerza atractiva de un más allá que nos es alumbrado por el Dios revelado, o el poder de un más acá sin Dios pero que lo pide todo para sí, ambas cosas quisieran causar la extinción de la filosofía.
A esto se añade por parte del sano y cotidiano sentido común el simple patrón de medida de la utilidad, bajo el cual fracasa la filosofía. Ya a Tales, que pasa por ser el primero de los filósofos griegos, lo ridiculizó la sirviente que le vio caer en un pozo por andar observando el cielo estrellado. A qué anda buscando lo que está más lejos, si es torpe en lo que está más cerca.
La filosofía debe, pues, justificarse. Pero esto es imposible. No puede justificarse con otra cosa para la que sea necesaria como instrumento. Sólo puede volverse hacia las fuerzas que impulsan realmente al filosofar en cada hombre. Puede saber qué promueve una causa del hombre en cuanto tal tan desinteresada que prescinde de toda cuestión de utilidad y nocividad mundanal, y que se realizará mientras vivan hombres. Ni siquiera las potencias que le son hostiles pueden prescindir de pensar el sentido que les es propio, ni por ende producir cuerpos de ideas unidas por un fin que son un sustitutivo de la filosofía, pero se hallan sometidos a las condiciones de un efecto buscado —como el marxismo y el fascismo. Hasta estos cuerpos de ideas atestiguan la imposibilidad en que está el hombre de esquivarse a la filosofía. Ésta se halla siempre ahí.
La filosofía no puede luchar, no puede probarse, pero puede comunicarse. No presenta resistencia allí donde se la rechaza, ni se jacta allí donde se la escucha. Vive en la atmósfera de la unanimidad que en el fondo de la humanidad puede unir a todos con todos.
En gran estilo, sistemáticamente desarrollada, hay filosofía desde hace dos mil quinientos años en Occidente, en China y en la India. Una gran tradición nos dirige la palabra. La multiformidad del filosofar, las contradicciones y las sentencias con pretensiones de verdad pero mutuamente excluyentes no pueden impedir que en el fondo opere una Unidad que nadie posee pero en torno a la cual giran en todo tiempo todos los esfuerzos serios: la filosofía una y eterna, la philosophia perennis. A este fondo histórico de nuestro pensar nos encontramos remitidos, si queremos pensar esencialmente y con la conciencia más clara posible.
LOS ORÍGENES DE LA FILOSOFÍA
La historia de la filosofía como pensar metódico tiene sus comienzos hace dos mil quinientos años, pero como pensar mítico mucho antes.
Sin embargo, comienzo no es lo mismo que origen. El comienzo es histórico y acarrea para los que vienen después un conjunto creciente de supuestos sentados por el trabajo mental ya efectuado. Origen es, en cambio, la fuente de la que mana en todo tiempo el impulso que mueve a filosofar. Únicamente gracias a él resulta esencial la filosofía actual en cada momento y comprendida la filosofía anterior.
Este origen es múltiple. Del asombro sale la pregunta y el conocimiento, de la duda acerca de lo conocido el examen crítico y la clara certeza, de la conmoción del hombre y de la conciencia de estar perdido la cuestión de sí mismo. Representémonos ante todo estos tres motivos.
Primero. Platón decía que el asombro es el origen de la filosofía. Nuestros ojos nos "hacen ser partícipes del espectáculo de las estrellas, del sol y de la bóveda celeste". Este espectáculo nos ha "dado el impulso de investigar el universo. De aquí brotó para nosotros la filosofía, el mayor de los bienes deparados por los dioses a la raza de los mortales". Y Aristóteles: "Pues la admiración es lo que impulsa a los hombres a filosofar: empezando por admirarse de lo que les sorprendía por extraño, avanzaron poco a poco y se preguntaron por las vicisitudes de la luna y del sol, de los astros y por el origen del universo."
El admirarse impele a conocer. En la admiración cobro
conciencia de no saber. Busco el saber, pero el saber mismo, no "para satisfacer ninguna necesidad común".
El filosofar es como un despertar de la vinculación a las necesidades de la vida. Este despertar tiene lugar mirando desinteresadamente a las cosas, al cielo y al mundo, preguntando qué sea todo ello y de dónde todo ello venga, preguntas cuya respuesta no serviría para nada útil, sino que resulta satisfactoria por sí sola.
Segundo. Una vez que he satisfecho mi asombro y admiración con el conocimiento de lo que existe, pronto se anuncia la duda. A buen seguro que se acumulan los conocimientos, pero ante el examen crítico no hay nada cierto. Las percepciones sensibles están condicionadas por nuestros órganos sensoriales y son engañosas o en todo caso no concordantes con lo que existe fuera de mí independientemente de que sea percibido o en sí. Nuestras formas mentales son las de nuestro humano intelecto. Se enredan en contradicciones insolubles. Por todas partes se alzan unas afirmaciones frente a otras. Filosofando me apodero de la duda, intento hacerla radical, mas, o bien gozándome en la negación mediante ella, que ya no respeta nada, pero que por su parte tampoco logra dar un paso más, o bien preguntándome dónde estará la certeza que escape a toda duda y resista ante toda crítica honrada.
La famosa frase de Descartes "pienso, luego existo" era para él indubitablemente cierta cuando dudaba de todo lo demás, pues ni siquiera el perfecto engaño en materia de conocimiento, aquel que quizá ni percibo, puede engañarme acerca de mi existencia mientras me engaño al pensar.
La duda se vuelve como duda metódica la fuente del examen
crítico de todo conocimiento. De aquí que sin una duda radical, ningún verdadero filosofar. Pero lo decisivo es cómo y dónde se conquista a través de la duda misma el terreno de la certeza.
Y tercero. Entregado al conocimiento de los objetos del mundo, practicando la duda como la vía de la certeza, vivo entre y para las cosas, sin pensar en mí, en mis fines, mi dicha, mi salvación. Más bien estoy olvidado de mí y satisfecho de alcanzar semejantes conocimientos.
La cosa su vuelve otra cuando me doy cuenta de mí mismo en mi situación.
El estoico Epiciclo decía: "El origen de la filosofía es el percatarse de la propia debilidad e impotencia." ¿Cómo salir de la impotencia? La respuesta de Epicuro decía: considerando todo lo que no está en mi poder como indiferente para mí en su necesidad, y, por el contrario, poniendo en claro y en libertad por medio del pensamiento lo que reside en mí, a saber, la forma y el contenido de mis representaciones.
Cerciorémonos de nuestra humana situación. Estamos siempre en situaciones. Las situaciones cambian, las ocasiones se suceden. Si éstas no se aprovechan, no vuelven más. Puedo trabajar por hacer que cambie la situación. Pero hay situaciones por su esencia permanentes, aun cuando se altere su apariencia momentánea y se cubra de un velo su poder sobrecogedor: no puedo menos de morir, ni de padecer, ni de luchar, estoy sometido al destino, me hundo inevitablemente en la culpa. Estas situaciones fundamentales de nuestra existencia las llamamos situaciones límites. Quiere decirse que son situaciones de las que no podemos salir y que no podemos alterar. La conciencia de estas
situaciones límites es después del asombro y de la duda el origen, más profundo aún, de la filosofía. En la vida corriente huimos frecuentemente ante ellas cerrando los ojos y haciendo como si no existieran. Olvidamos que tenemos que morir, olvidamos nuestro ser culpables y nuestro estar entregados al destino. Entonces sólo tenemos que habérnoslas con las situaciones concretas, que manejamos a nuestro gusto y a las que reaccionamos actuando según planes en el mundo, impulsados por nuestros intereses vitales. A las situaciones límites reaccionamos, en cambio, ya velándolas, ya, cuando nos damos cuenta realmente de ellas, con la desesperación y con la reconstitución: Llegamos a ser nosotros mismos en una transformación de la conciencia de nuestro ser.
Pongámonos en claro nuestra humana situación de otro modo, como la desconfianza que merece todo ser mundanal. Nuestra ingenuidad toma el mundo por el ser pura y simplemente. Mientras somos felices, estamos jubilosos de nuestra fuerza, tenemos una confianza irreflexiva, no sabemos de otras cosas que las de nuestra inmediata circunstancia. En el dolor, en la flaqueza, en la impotencia nos desesperamos. Y una vez que hemos salido del trance y seguimos viviendo, nos dejamos deslizar de nuevo, olvidados de nosotros mismos, por la pendiente de la vida feliz.
Pero el hombre se vuelve prudente con semejantes experiencias. Las amenazas le empujan a asegurarse. La dominación de la naturaleza y la sociedad humana deben garantizar la existencia.
El hombre se apodera de la naturaleza para ponerla a su servicio, la ciencia y la técnica se encargan de hacerla digna de confianza.
Con todo, en plena dominación de la naturaleza subsiste lo incalculable y con ello la perpetua amenaza, y a la postre el fracaso en conjunto: no hay manera de acabar con el peso y la fatiga del trabajo, la vejez, la enfermedad y la muerte. Cuanto hay digno de confianza en la naturaleza dominada se limita a ser una parcela dentro del marco del todo indigno de ella.
Y el hombre se congrega en sociedad para poner límites y al cabo eliminar la lucha sin fin de todos contra todos; en la ayuda mutua quiere lograr la seguridad.
Pero también aquí subsiste el límite. Sólo allí donde los Estados se hallaran en situación de que cada ciudadano fuese para el otro tal como lo requiere la solidaridad absoluta, sólo allí podrían estar seguras en conjunto la justicia y la libertad. Pues sólo entonces si se le hace injusticia a alguien se oponen los demás como un solo hombre. Mas nunca ha sida así. Siempre es un círculo limitado de hombres, o bien son sólo individuos sueltos, los que se asisten realmente unos a otros en los casos más extremados, incluso en medio de la impotencia. No hay Estado, ni iglesia, ni sociedad que proteja absolutamente. Semejante protección fue la bella ilusión de tiempos tranquilos en los que permanecía velado el límite.
Pero en contra de esta total desconfianza que merece el mundo habla este otro hecho. En el mundo hay lo digno de fe, lo que despierta la confianza, hay el fondo en que todo se apoya: el hogar y la patria, los padres y los antepasados, los hermanos y los amigos, la esposa. Hay el fondo histórico de la tradición en la lengua materna, en la fe, en la obra de los pensadores, de los poetas y artistas.
Pero ni siquiera toda esta tradición da un albergue seguro, ni
siquiera ella da una confianza absoluta, pues tal como se adelanta hacia nosotros es toda ella obra humana; en ninguna parte del mundo está Dios. La tradición sigue siendo siempre, además, cuestionable. En todo momento tiene el hombre que descubrir, mirándose a sí mismo o sacándolo de su propio fondo, lo que es para él certeza, ser, confianza. Pero esa desconfianza que despierta todo ser mundanal es como un índice levantado. Un índice que prohíbe hallar satisfacción en el mundo, un índice que señala a algo distinto del mundo.
Las situaciones límites —la muerte, el destino, la culpa y la Desconfianza que despierta el mundo— me enseñan lo que es fracasar. ¿Qué haré en vista de este fracaso absoluto, a la visión del cual no puedo sustraerme cuando me represento las cosas honradamente?
No nos basta el consejo del estoico, el retraerse al fondo de la propia libertad en la independencia del pensamiento. El estoico erraba al no ver con bastante radicalidad la impotencia del hombre. Desconoció la dependencia incluso del pensar, que en sí es vacío, está reducido a lo que se le da, y la posibilidad de la locura. El estoico nos deja sin consuelo en la mera independencia del pensamiento, porque a éste le falta todo contenido propio. Nos deja sin esperanzas, porque falla todo intento de superación espontánea e íntima, toda satisfacción lograda mediante una entrega amorosa y la esperanzada expectativa de lo posible.
Pero lo que quiere el estoico es auténtica filosofía. El origen de ésta que hay en las situaciones límites da el impulso fundamental que mueve a encontrar en el fracaso el camino que lleva al ser.
Es decisiva para el hombre la forma en que experimenta el
fracaso: el permanecerle oculto, dominándole al cabo sólo fácticamente, o bien el poder verlo sin velos y tenerlo presente como límite constante de la propia existencia, o bien el echar mano a soluciones y una tranquilidad ilusorias, o bien el aceptarlo honradamente en silencio ante lo indescifrable. La forma en que experimenta su fracaso es lo que determina en qué acabará el hombre.
En las situaciones límites, o bien hace su aparición la nada, o bien se hace sensible lo que realmente existe a pesar y por encima de todo evanescente ser mundanal. Hasta la desesperación se convierte por obra de su efectividad, de su ser posible en el mundo, en índice que señala, más allá de éste.
Dicho de otra manera: el hombre busca la salvación. Ésta se la brindan las grandes religiones universales de la salvación. La nota distintiva de éstas es el dar una garantía objetiva de la verdad y realidad de la salvación. El camino de ella conduce al acto de la conversión del individuo. Esto no puede darlo la filosofía. Y sin embargo, es todo filosofar un superar el mundo, algo análogo a la salvación.
Resumamos. El origen del filosofar reside en la admiración, en la duda, en la conciencia de estar perdido. En todo caso comienza el filosofar con una conmoción total del hombre y siempre trata de salir del estado de turbación hacia una meta.
Platón y Aristóteles partieron de la admiración en busca de la esencia del ser.
Descartes buscaba en medio de la serie sin fin de lo incierto la certeza imperiosa.
Los estoicos buscaban en medio de los dolores de la existencia
la paz del alma.
Cada uno de estos estados de turbación tiene su verdad, vestida históricamente en cada caso de las respectivas ideas y lenguaje. Apropiándonos históricamente éstos, avanzamos a través de ellos hasta los orígenes, aún presentes en nosotros.
El afán es de un suelo seguro, de la profundidad del ser, de eternizarse.
Pero quizá no es ninguno de estos orígenes el más original o el incondicional para nosotros. La patencia del ser para la admiración nos hace retener el aliento, pero nos tienta a sustraernos a los hombres y a caer presos de los hechizos de una pura metafísica. La certeza imperiosa tiene sus únicos dominios allí donde nos orientamos en el mundo por el saber científico. La imperturbabilidad del alma en el estoicismo sólo tiene valor para nosotros como actitud transitoria en el aprieto, como actitud salvadora ante la inminencia de la caída completa, pero en sí misma carece de contenido y de aliento.
Estos tres influyentes motivos —la admiración y el conocimiento, la duda y la certeza, el sentirse perdido y el encontrarse a sí mismo— no agotan lo que nos mueve a filosofar en la actualidad.
En estos tiempos, que representan el corte más radical de la historia, tiempos de una disolución inaudita y de posibilidades sólo oscuramente atisbadas, son sin duda válidos, pero no suficientes, los tres motivos expuestos hasta aquí. Estos motivos resultan subordinados a una condición, la de la comunicación entre los hombres.
En la historia ha habido hasta hoy una natural vinculación de hombre a hombre en comunidades dignas de confianza, en
instituciones y en un espíritu general. Hasta el solitario tenía, por decirlo así, un sostén en su soledad. La disolución actual es sensible sobre todo en el hecho de que los hombres cada vez se comprenden menos, se encuentran y se alejan corriendo unos de otros, mutuamente indiferentes, en el hecho de que ya no hay lealtad ni comunidad que sea incuestionable y digna de confianza.
En la actualidad se torna resueltamente decisiva una situación general que de hecho había existido siempre. Yo puedo hacerme uno con el prójimo en la verdad y no lo puedo; mi fe, justo cuando estoy seguro de mí, choca con otras fes; en algún punto límite sólo parece quedar la lucha sin esperanza por la unidad, una lucha sin más salida que la sumisión o la aniquilación; la flaqueza y la falta de energía hace a los faltos de fe o bien adherirse ciegamente o bien obstinarse tercamente. Nada de todo esto es accesorio ni inesencial.
Todo ello podría pasar si hubiese para mí en el aislamiento una verdad con la que tener bastante. Ese dolor de la falta de comunicación y esa satisfacción peculiar de la comunicación auténtica no nos afectarían filosóficamente como lo hacen, si yo estuviera seguro de mí mismo en la absoluta soledad de la verdad. Pero yo sólo existo en compañía del prójimo; solo, no soy nada.
Una comunicación que no se limite a ser de intelecto a intelecto, de espíritu a espíritu, sino que llegue a ser de existencia a existencia, tiene sólo por un simple medio todas las cosas y valores impersonales. Justificaciones y ataques son entonces medios, no para lograr poder, sino para acercarse. La lucha es una lucha amorosa en la que cada cual entrega al otro todas las armas. La certeza de ser propiamente sólo se da en esa comunicación en que la libertad está con la libertad en franco enfrentamiento en plena solidaridad, todo trato
con el prójimo es sólo preliminar, pero en el momento decisivo se exige mutuamente todo, se hacen preguntas radicales. Únicamente en la comunicación se realiza cualquier otra verdad; sólo en ella soy yo mismo, no limitándome a vivir, sino llenando de plenitud la vida. Dios sólo se manifiesta indirectamente y nunca independientemente del amor de hombre a hombre; la certeza imperiosa es particular y relativa, está subordinada al todo; el estoicismo se convierte en una actitud vacía y pétrea.
La fundamental actitud filosófica cuya expresión intelectual he expuesto a ustedes tiene su raíz en el estado de turbación producido por la ausencia de la comunicación, en el afán de una comunicación auténtica y en la posibilidad de una lucha amorosa que vincule en sus profundidades yo con yo.
Y este filosofar tiene al par sus raíces en aquellos tres estados de turbación filosóficos que pueden someterse todos a la condición de lo que signifiquen, sea como auxiliares o sea como enemigos, para la comunicación de hombre a hombre.
El origen de la filosofía está, pues, realmente en la admiración, en la duda, en la experiencia de las situaciones límites, pero, en último término y encerrando en sí todo esto, en la voluntad de la comunicación propiamente tal. Así se muestra desde un principio ya en el hecho de que toda filosofía impulsa a la comunicación, se expresa, quisiera ser oída, en el hecho de que su esencia es la coparticipación misma y ésta es indisoluble del ser verdad.
Únicamente en la comunicación se alcanza el fin de la filosofía, en el que está fundado en último término el señuelo de todos los fines: el interiorizarse del ser, la claridad del amor, la plenitud del reposo.
XI LA VIDA FILOSÓFICA
Si nuestra vida no ha de perderse en la disipación, tiene que entrar en algún orden. Tiene que estar sustentada a diario por algo circunvalante, que cobrar coherencia en la estructura integrada por el trabajo, la riqueza de contenidos y los altos momentos, tiene que ahondarse en la reiteración. Entonces resulta la vida, incluso en medio de los trabajos de una actividad siempre igual, empapada de un temple que se sabe referido a un sentido. Entonces estamos como albergados en una conciencia del mundo y de nosotros mismos, tenemos nuestros cimientos en la historia a que pertenecemos y en la propia vida mediante el recuerdo y la lealtad.
Semejante orden puede venirle al individuo del mundo en que ha nacido, de la iglesia, que informa y anima los grandes pasos desde el nacimiento hasta la muerte y los pequeños de la vida diaria. El individuo adquiere entonces mediante la propia espontaneidad lo que es para él a diario visible y presente en su mundo circundante. Distinto es en un mundo en descomposición en que cada vez se cree menos en lo tradicional, y en un mundo que sólo existe como orden externo, que carece de simbolismo y trascendencia, que deja el alma vacía, que no satisface al hombre, sino que allí donde lo deja libre lo entrega a sí mismo, a sus apetitos y tedios, a la angustia y la indiferencia. Entonces está el individuo reducido a sí mismo. En la vida filosófica trata de edificarse por sus propias fuerzas lo que ya no le aporta el mundo, circundante.
La voluntad de vida filosófica mana de la oscuridad en que se encuentra el individuo, del sentirse perdido cuando sin amor se petrifica, por decirlo así, en el vacío, mana del olvido de sí mismo que hay en el ser devorado por los impulsos, cuando el individuo de repente
despierta, se estremece y te pregunta: ¿qué soy?, ¿qué estoy dejando de hacer?, ¿qué debo hacer?
Ese olvido de sí mismo resulta fomentado por el mundo técnico. Este mundo reglamentado por el reloj, dividido en trabajos absorbentes o que corren vacíos y que cada vez llenan menos al hombre en cuanto hombre, llega al extremo de que el hombre se siente parte de una máquina, que es llevada o traída alternativamente de aquí para allá, y que cuando queda en libertad no es nada ni sabe qué hacer de sí misma. Y cuando empieza justamente a volver en sí, el coloso de este mundo le hundirá de nuevo en la omnidevoradora maquinaria del trabajo vacío y de un vacuo goce del tiempo libre.
Pero la inclinación a olvidarse de sí mismo reside ya en el hombre en cuanto tal. Es menester tirar de sí mismo para no perderse en el mundo, en los hábitos, en las trivialidades sin sentido, en los carriles fijos.
Filosofar es resolverse a hacer que despierte el origen, retroceder hasta el fondo de sí mismo y ayudarse a sí mismo con una acción interior en la medida de las propias fuerzas.
Cierto que en la vida lo primero que es tangible es obedecer a los deberes materiales, al requerimiento del día. Pero no darse por satisfecho con ello, antes bien sentir que el mero trabajar, que el absorberse en los fines, es ya el camino del olvido de sí mismo, y con ello de la omisión y la culpa, tal es la voluntad de vida filosófica. Y en seguida el tomar en serio la experiencia de la convivencia con los demás hombres, de la dicha y de la enfermedad, del éxito y del fracaso, de la oscuridad y de la confusión. No olvidar, sino apropiarse íntimamente; no desviarse, sino trabajar hasta la perfección
íntimamente; no dar por despachado, sino iluminar hasta el fondo: tal es la vida filosófica.
Sigue esta vida dos caminos: en la soledad, la meditación en todos los modos de la reflexión —y en compañía de los demás hombres, la comunicación en todos los modos del comprenderse mutuamente en el obrar, hablar y callar unos con otros.
Indispensables nos son a nosotros los hombres algunos momentos diarios de profunda reflexión. Con ello nos cercioramos de que no desaparece del todo la presencia del origen en la inevitable disipación del día.
Lo que las religiones llevan a cabo en el culto y la oración, tiene su paralelo filosófico en el expreso sumirse y profundizar en sí hasta llegar al ser mismo. Esto no puede tener lugar sino en momentos y tiempos en que no estamos ocupados en el mundo con los fines del mundo, y en que sin embargo no vivimos vacíos, sino que justamente tocamos a lo esencial, sea al empezar el día, al caer el día, o en momentos intermedios.
La reflexión filosófica no tiene, a diferencia del culto, un objeto sagrado, ni un lugar consagrado, ni una forma fija. El orden que para ella nos imponemos no se convierte en regla, se queda en posibilidad dentro de un libre movimiento. Esta reflexión es, a diferencia de la comunidad que practica el culto, una reflexión solitaria.
¿Cuál es el posible contenido de semejante reflexión?
Primero la autorreflexión. Me represento lo que durante el día he hecho, pensado, sentido. Examino lo que era falso, aquello en que fui insincero conmigo mismo, aquello que quise evitar, aquello en que no fui franco con los demás. Veo aquello en que estoy de acuerdo
conmigo y con lo que pudiera realzarme. Tengo conciencia del control que ejerzo sobre mí mismo y cómo lo mantengo a lo largo del día. Me juzgo a mí mismo —en lo que se refiere a mi conducta individual, no en lo que se refiere al todo inaccesible para mí que soy yo mismo—, encuentro principios por los que quiero dirigirme, me repito quizá palabras que quiero decirme en la ira, en la desesperación, en el tedio y en otras ocasiones en que me pierdo a mí mismo como conjuros que me hagan recordar (por ejemplo, tener moderación, pensar en los otros, esperar, Dios existe). Aprendo de la tradición que va desde los pitagóricos, pasando por los estoicos y los cristianos, hasta Kierkegaard y Nietzsche, con su requerir a la autorreflexión y a hacer la experiencia de que es inacabable y el engaño siempre posible.
Segundo la reflexión trascendente. Siguiendo el hilo conductor de la ideación filosófica, me cercioro del verdadero ser, de la Divinidad. Leo las cifras del ser con ayuda de la poesía y del arte. Me las hago comprensibles mediante la representación filosófica. Trato de cerciorarme de lo intemporal o de lo eterno en el tiempo, trato de tocar al origen de mi libertad y a través de ésta al ser mismo, trato de descender a las profundidades, por decirlo así, de una ciencia coincidente con el acto de creación.
Tercero, reflexionamos sobre lo que hay que hacer en el presente. El recuerdo de la propia vida en comunidad es el fondo sobre el cual se ilumina la tarea presente hasta el detalle de las minucias de este día, cuando en la indispensable intensidad del pensar enderezado a un fin pierdo el sentido circunvalante.
Lo qué en la reflexión gano para mí solo, es —aun si fuese todo— como si no lo ganase.
Lo que no se realiza en la comunicación, aún no existe; lo que no se funda últimamente en ella, carece de fundamento o razón suficiente. La verdad empieza a dividirse.
Por eso requiere la filosofía buscar constantemente la comunicación, osarla sin miramientos, renunciar a mi obstinada autoafirmación que se impone una y otra vez bajo distintos disfraces, vivir en la esperanza de que de la entrega sacaré incontables beneficios para mí mismo.|
Por eso tengo que ponerme constantemente en duda a mí mismo, no debo estar seguro, ni aferrarme a un presunto punto fijo en mí que me parece con toda seguridad evidente y juzgo .verdadero. Semejante certeza de sí mismo es la forma más tentadora de la autoafirmación falta de veracidad.
Si llevo a cabo la reflexión en la triple forma —de la autorreflexión, de la reflexión trascendente, de la representación de la tarea— y me abro a una irrestricta comunicación, se me hace incalculablemente presente lo que no puedo lograr nunca por la fuerza: la claridad de mi amor, el requerimiento oculto y siempre inseguro de la Divinidad, la patencia del ser —y con ello quizá la quietud en medio de la permanente inquietud de nuestra vida, la confianza en el principio fundamental de las cosas a pesar de los espantosos infortunios, lo inconmovible de la resolución en medio de la fluctuación de las pasiones, la estabilidad de la lealtad en medio de los momentos de tentación propios de este mundo.
Si en la reflexión me interiorizo de lo circunvalante de que vivo y puedo vivir mejor, irradia la reflexión como el básico temple que me sustenta a lo largo del día en medio de las infinitas actividades e incluso
del encontrarme arrastrado y sumido en el aparato técnico. Pues tal es el sentido de los momentos en que por decirlo así retorno a mi morada íntima; el lograr una actitud básica que sigue aún presente por detrás de todos los sentimientos y movimientos del día, sujetándome y no dejándome caer del todo en un abismo sin fondo, a pesar de los muchos deslices, confusiones y emociones. Pues gracias a ella hay en el seno de lo presente a la vez el recuerdo y el futuro, algo que mantiene compacto y tiene duración.
Entonces es el filosofar a una aprender a vivir y saber morir. A causa de la inseguridad del existir en el tiempo es la vida constantemente un ensayar.
En este ensayar se trata de osar un ahondamiento de la vida, de exponerse incluso a los mayores extremos sin velárselos a uno mismo, hacer que impere sin restricciones la honradez en el ver, el preguntar y el responder. Y luego seguir su camino sin conocer el todo; sin haber puesto la mano en lo que realmente existe; sin encontrar por medio de falsas argumentaciones o de engañosas experiencias el res- quicio, por decirlo así, que permite ver desde el mundo objetiva y directamente en el fondo de la trascendencia; sin oír la palabra de Dios que debiera alcanzarnos directa e inequívoca, sino más bien las cifras del lenguaje siempre equívoco de las cosas, y viviendo empero con la certeza de la trascendencia.
Partiendo de aquí y únicamente partiendo de aquí, resulta en medio de esta problemática existencia la vida buena, el mundo bello y la existencia misma satisfactoria.
Si filosofar es aprender a morir, este saber morir es justamente la condición de la vida recta. Aprender a vivir y saber morir es uno y lo
mismo.
La reflexión enseña el poder del pensamiento.
Pensar es comenzar a ser hombre. Conociendo con justeza los
ya no se dirige desenfrenado a un objeto, sino que es en la intimidad de mi esencia el acto en que el pensar y el ser se vuelven la misma cosa. Este pensar del obrar interno es, medido con el poder externo de lo
técnico, como si no fuese nada, ni cabe lograrlo por la aplicación de un
objetos, hago la experiencia del poder de lo racional, como en las operaciones del cálculo, en el saber empírico de la naturaleza, en la planificación técnica. La fuerza imperiosa de la lógica en los raciocinios, la comprensión de las secuencias causales, la tangibilidad de la experiencia, son tanto mayores cuanto más puro se vuelve el método.
Pero el filosofar empieza en los límites de este saber del intelecto. La impotencia de lo racional en aquello que verdaderamente nos importa, en la fijación de metas y de últimos fines, en el conocimiento del Sumo Bien, en el conocimiento de Dios y de la libertad humana, despierta un pensar que con los medios del intelecto es más que intelecto. Por eso impulsa el filosofar hasta los límites del conocimiento intelectual para encenderse.
Quien cree penetrarlo todo con la vista ya no filosofa. Quien toma el modesto saber científico por un conocimiento del ser mismo y en su totalidad sucumbe a una superstición científica. Quien ya no se asombra, tampoco pregunta ya. Quien ya no conoce ningún misterio, tampoco busca ya. El filosofar conoce, en el básico y modesto detenerse en los límites de las posibilidades científicas, la plena franquía para lo que se muestra en los límites del saber como algo no susceptible de ser sabido.
En estos límites cesa sin duda el conocer, pero no el pensar. Con mi saber puedo obrar externamente en aplicaciones técnicas, pero en el no saber es posible un obrar interno con el que me transformo. Aquí se muestra un nuevo y más profundo poder del pensamiento, que
saber, ni llevarlo a cabo según designio y plan, pero es la verdadera iluminación y esencialización a una.
El intelecto (la ratio) es el gran amplificador que fija los objetos, despliega el contenido de los entes y que hace incluso de cuanto no es apresable por el intelecto algo poderoso y claro como él mismo. La claridad del intelecto hace posible la claridad de los límites, se convierte en el despertador de los verdaderos impulsos, que son pensar y hacer a la vez, obrar interno y externo a una.
Se requiere del filósofo que viva de acuerdo con su doctrina. Esta frase expresa mal lo que se quiere decir con ella. Pues el filósofo no tiene una doctrina en el sentido de preceptos bajo los cuales pudieran subsumirse los distintos casos de la existencia real, como las cosas bajo los géneros empíricamente conocidos, los hechos bajo las normas jurídicas. Las ideas filosóficas no son susceptibles de aplicación, antes son las realidades de las que cabe decir que en el pensar de estas ideas vive el hombre mismo, o bien que la vida está penetrada por la idea. De aquí la imposibilidad de separar el ser hombre y el filosofar (a diferencia de la posibilidad de separar al hombre de su conocimiento científico) y la necesidad no sólo de repensar por propia cuenta una idea filosófica, sino de interiorizarse a la vez que de esta idea del ser mismo del filósofo que la pensó.
La vida filosófica amenaza constantemente con perderse en falseamientos en justificación de los cuales pueden usarse las tesis filosóficas mismas. Las ambiciones de la voluntad de vivir se disfrazan
bajo fórmulas de iluminación de la "existencia".
La quietud se convierte en pasividad, la confianza en engañosa fe en la armonía de todas las cosas, el saber morir en huir del mundo, la razón en una indiferencia que todo lo deja ir. Lo mejor se falsea en lo peor.
La voluntad de comunicación se engaña cubriéndose de velos contradictorios. Se quiere ser respetado, y sin embargo se mantiene en pie la pretensión de estar absolutamente cierto de sí mismo en una plena iluminación de sí mismo. Se ansia la exculpación invocando los nervio» y, sin embargo, se pretende la consideración de hombre libre. Se practica la cautela, el silencio y la oculta defensa, a la vez que se habla de estar pronto a una comunicación sin miramientos. Se piensa en sí mismo, mientras que se cree hablar de las cosas.
La vida filosófica, que quiere descubrir y superar estos falseamientos, se sabe en la inseguridad, la cual anda por lo mismo constantemente buscando con los ojos una crítica, pidiendo el adversario y anhelando que la pongan en cuestión, queriendo oír cómo lo hagan, no para someterse, sino para encontrarse empujada hacia adelante gracias a la propia auto iluminación. Esta vida halla la verdad y una corroboración no buscada en la abnegada armonía con otra, cuando hay en la comunicación toda franqueza y desinterés.
El filosofar tiene que dejar en la inseguridad incluso la posibilidad de una plena comunicación, aun cuando vive de la fe en la comunicación y osa practicar ésta. Se puede creer en ella, pero no saberla. Se la ha perdido cuando se cree poseerla.
Pues hay espantosos límites, que sin embargo nunca han sido reconocidos como definitivos por el filosofar: el dejar caer en el olvido,
el admitir y el reconocer lo no iluminado. Ah, hablamos tanto allí donde es tan fácil dar en lo que importa, sin duda no con una fórmula universal, pero sí con algún símbolo de la situación concreta.
Cuando se producen los falseamientos y los enredos y las confusiones, el hombre moderno acude al psiquiatra. De hecho hay enfermedades corporales y neurosis que están en relación con nuestra constitución psíquica. Percibirlas, conocerlas es propio de una conducta realista. No hay que prescindir de la instancia humana del médico allí donde éste sabe y puede hacer realmente algo sobre la base de la experiencia crítica. Pero hoy ha crecido en el suelo de la psicoterapia algo que ya no pertenece al dominio de la ciencia médica, sino que es filosófico y que por tanto ha menester del examen ético y metafísico, como todo esfuerzo filosófico.
La meta de la vida filosófica no es formulable como un estado que fuese asequible y luego perfeccionado. Nuestros estados sólo son la manifestación del constante esforzarse de nuestra "existencia" o del fracaso de ésta. Nuestra esencia es ir de camino. Quisiéramos atravesar el tiempo. Esto sólo es posible en ciertas polaridades.
Sólo "existiendo" íntegramente en este tiempo de nuestra historicidad tenemos alguna experiencia de un eterno presente.
Sólo en cuanto cada uno de nosotros es un hombre determinado bajo cierta forma llegamos a estar absolutamente ciertos del ser del hombre.
Sólo cuando hacemos la experiencia de la propia época como de la realidad que nos circunvala podemos adueñarnos de esta época en la unidad de la historia y en ésta de la eternidad.
Al remontarnos tocamos, por detrás de nuestros estados, al
origen que se aclara, pero que está siempre en peligro de oscurecerse.
Este remontarse de la vida filosófica es siempre el de este hombre. Éste tiene que practicar como individuo la comunicación en que no cabe achacar nada a los demás.
Remontarnos sólo lo conseguimos en los actos de elección de nuestra vida históricamente concretos, no eligiendo una de las llamadas concepciones del mundo comunicadas en proposiciones.
Caractericemos mediante una imagen, para concluir, la situación filosófica de nuestro tiempo.
Desde que el filósofo ha buscado su orientación en el seguro suelo de la tierra firme —en la experiencia realista, en las ciencias especiales, en la teoría de las categorías y la metodología— y en los límites de esta tierra ha recorrido por tranquilas rutas el mundo de las ideas, acaba por aletear sobre la costa del océano como una mariposa, aventurándose sobre el agua, acechando un navío con el que poder emprender el viaje de descubrimiento y exploración de aquella cosa única que como trascendencia le está presente en la "existencia". Acecha el navío —el método del pensar filosófico y de la vida filosófica—-, el navío que ve, pero que no ha alcanzado definitivamente, por lo cual se agita haciendo quizá los más vertiginosos y extraños movimientos.
Nosotros somos semejantes lepidópteros y estamos perdidos cuando dejamos de buscar la orientación de la tierra firme. Pero no nos contentamos con permanecer en ella. Por eso es nuestro aletear tan inseguro y quizá tan ridículo para aquellos que están bien sentados en la tierra firme y satisfechos, y sólo somos comprensibles para aquellos de quienes se ha apoderado la inquietud. Para éstos se convierte el
mundo en punto de partida de ese vuelo del que todo depende, que cada cual tiene que iniciar por sí y osar en comunidad, y que en cuanto tal nunca puede volverse objeto de una doctrina propiamente dicha.
XII LA HISTORIA DE LA FILOSOFÍA
La filosofía es tan antigua como la religión y más antigua que todas las iglesias. Gracias a la altura y la pureza dé sus aislados representantes humanos, y gracias a la veracidad de su espíritu, ha estado a la altura del mundo de las iglesias, que afirma como lo distinto de ellas, si no siempre, las más de las veces. Pero frente a ese mundo está en la impotencia por falta de una forma sociológica propia. La filosofía vive bajo la protección accidental de las potencias del mundo, incluso las eclesiásticas. Ha menester de situaciones sociológicas felices para presentarse objetivamente en funciones. Su verdadera realidad está abierta a todo hombre en todo tiempo, en alguna forma está presente en todos los lugares donde viven hombres.
Las iglesias son para todos, la filosofía para algunos. Las iglesias son organizaciones visibles del poder de las masas humanas en el mundo. La filosofía es la expresión de un reino de los espíritus que están unidos unos con otros a través de todos los pueblos y épocas, sin instancia en el mundo que excluya o acoja.
Mientras las iglesias están vinculadas a lo eterno, su poder exterior está lleno a la vez de la intimidad del alma. Cuanto más ponen lo eterno al servicio de su poder en el mundo, tanto más siniestramente se manifiesta este poder, que se vuelve malo como cualquier otro poder.
Mientras la filosofía toca a la verdad eterna, da alas sin violencia, aporta al alma un orden sacado de su más profundo origen. Pero cuanto más pone su verdad al servicio de los poderes temporales, tanto más tienta a engañarse a sí misma con los intereses vitales y la anarquía del alma. Cuanto más, por último, no quiere ser sino ciencia,
tanto más vacía se vuelve, como un juguete que ni es ciencia, ni es filosofía.
La filosofía independiente no le cae en suerte de suyo a ningún hombre. Nadie nace en su seno. Tiene que adquirirse siempre de nuevo. Sólo se hace dueño de ella quien la ve desde su propio origen. La primera mirada, aún fugacísima, que se le hecha, puede ya inflamar al individuo. Al inflamarse por obra de la filosofía sigue el estudio de ella.
Este estudio es triple: práctico, todos los días, en el obrar interior; objetivo, en la experiencia de los contenidos, mediante el estudio de las ciencias, de las categorías, de los métodos y de los sistemas; histórico, apropiándose la tradición filosófica. Lo que en la iglesia es la autoridad, eso es para el filosofante la realidad que le habla desde la historia de la filosofía.
Si nos volvemos hacia la historia de la filosofía en interés del propio y presente filosofar, no podemos tomar con bastante amplitud el horizonte.
La multiplicidad de las manifestaciones de la filosofía es extraordinaria. Los Upanichads se pensaron en las aldeas y bosques de la India, en una soledad apartada del mundo, o en la íntima convivencia de maestros y discípulos; Kautilya pensó siendo un ministro que fundó un reino; Confucio, siendo un maestro que quería educar a su pueblo enseñándole la verdadera realidad política; Platón, siendo un aristócrata a quien le parecía imposible la actividad política a que estaba destinado por su nacimiento en su comunidad, a causa de la corrupción moral de ésta; Bruno, Descartes, Spinoza, siendo hombres independientes que querían desnudar la verdad para ellos en
un pensar solitario; Anselmo, siendo el cofundador de una realidad aristocrático-eclesiástica; Tomás, siendo un miembro de la iglesia; Nicolás de Cusa, el cardenal, en medio de la unidad de su vida eclesiástica y filosófica; Maquiavelo, siendo un avisado estadista; Kant, Hegel, Schelling, que eran profesores, en conexión con su actividad docente.
Tenemos que librarnos de la idea de que el filosofar sea en sí y esencialmente una incumbencia de profesores. Es una cosa del hombre tal cual es, en todas las condiciones y circunstancias, del esclavo lo mismo que del señor. Únicamente comprendemos las manifestaciones históricas de la verdad dentro del mundo en que brotaron y del destino de los hombres que las concibieron. Si estas manifestaciones son lejanas y extrañas a las nuestras, justamente por ello nos resultan ilustrativas. Tenemos que escrutar el pensamiento filosófico y al pensador en la viva realidad de ambos. La verdad no se cierne flotando suelta en el aire de la abstracción, sustentándose a sí misma.
El contacto con la historia de la filosofía lo obtenemos allí donde, al estudiar a fondo una obra junto con el mundo en que surgió, nos acercamos a una y otro lo más posible.
Pero partiendo de ahí buscamos aspectos que nos pongan delante de los ojos la totalidad histórica del filosofar, en una articulación problemática sin duda, pero que sirve de hilo conductor para orientarse en tan amplios espacios.
La totalidad de la historia de la filosofía, que abarca dos milenios y medio, es como un solo gran momento del volverse el hombre consciente de sí mismo. Este momento es a la vez una
discusión infinita. Revela las fuerzas que chocan entre sí, las cuestiones que parecen insolubles, las altas obras y las caídas, una profunda verdad y un remolino de errores.
En el saber histórico-filosófico buscamos el esquema de un marco en que tienen lugar histórico las ideas filosóficas. Sola una historia universal de la filosofía enseña cómo llega la filosofía a manifestarse históricamente en los más diversos estados sociales y políticos y situaciones personales.
Desarrollos del pensamiento independientes en sí tienen lugar en China, la India y Occidente. A pesar de algún enlace ocasional, es la separación de estos tres mundos, hasta el tiempo del nacimiento de Cristo, tan tajante que cada uno de ellos tiene que comprenderse esencialmente por él solo. Más tarde es la influencia más fuerte la del budismo oriundo de la India en China, comparable a la del cristianismo de Occidente.
En los tres mundos presenta el desarrollo una curva análoga. Después de una prehistoria difícilmente iluminable por la historia, surgen las ideas fundamentales en todas partes durante el tiempo axial (800 y 200 antes de Jesucristo). Entonces sigue una disolución y la consolidación de las grandes religiones de salvación, siguen renovaciones siempre reiteradas, siguen grandes síntesis sistemáticas (escolásticas) y especialmente especulaciones lógicas de un sublimado sentido metafísico llevadas hasta los últimos extremos.
Esta articulación típica y sincrónica del triple desarrollo histórico tiene en Occidente un carácter específico, primero por obra de un movimiento mucho más fuerte que se renueva en crisis y desenvolvimientos del espíritu, segundo por la variedad de lenguas y
pueblos que dan expresión a sus ideas, tercero por el desarrollo sui generis de la ciencia.
La filosofía occidental se articula históricamente en cuatro sectores sucesivos.
Primero, la filosofía griega. Recorrió el camino que va del mito al logos, creó los conceptos fundamentales de Occidente, las categorías y las posiciones fundamentales posibles en la esfera del pensar la totalidad del ser, del mundo y del hombre. Para nosotros sigue siendo el reino de los tipos de línea sencilla apropiándonos los cuales tenemos que lograr la claridad.
Segundo, la filosofía cristiano-medieval. Recorrió el camino que va desde la religión bíblica hasta la comprensión intelectual de ésta, o de la revelación a la teología. En ella no sólo brotó la escolástica que conserva y educa. Con sus pensadores creadores salió a la luz un mundo que es originariamente religioso y filosófico a una, ante todo en Pablo, Agustín y Lutero. A nosotros toca mantener vivo para nosotros el misterio del cristianismo en este vasto reino del pensamiento.
Tercero, la filosofía europea moderna. Surgió en unión con la ciencia natural moderna y la nueva independencia personal del hombre frente a toda autoridad. Kepler y Galileo por un lado, Bruno y Spinoza por otro, representan los nuevos caminos., A nosotros toca percatarnos allí del sentido de la verdadera ciencia —que se falseó ya desde un principio— y del sentido de la libertad personal del alma.
Cuarto, la filosofía del idealismo alemán. Desde Lessing y Kant hasta Hegel y Schelling va una línea de pensadores que en profundidad contemplativa quizá superan cuanto hasta entonces se había pensado en Occidente. Sin el fondo de una gran realidad política y social, en una
oscura vida privada, llenos de la totalidad de la historia y del cosmos, ricos en el arte especulativo del pensamiento y en visiones de las cosas humanas, erigieron, mundiales sin verdadero mundo, sus grandes obras. A nosotros toca sacar de ellos la posible hondura y anchura que se habría perdido sin ellos.
Hasta el siglo XVII y aún después estuvo todo el pensamiento de Occidente bajo la directiva de la antigüedad, de la Biblia y de Agustín. Esto cesa lentamente desde el siglo XVIII. Se cree poder apoyarse sin historia en la propia y sola razón. Mientras desaparecía como fuerza operante el pensamiento tradicional, aumentó un erudito saber histórico de la historia de la filosofía, pero restringido a los círculos más estrechos. Es hoy posible llegar a conocer todo el pensar tradicional, y tenerlo a la propia disposición en ediciones y obras de consulta, más fácilmente que en ninguna época anterior.
Desde el siglo XX se intensificó el olvido de aquellas bases milenarias, en favor de un disperso saber y poder técnico, de una superstición científica, de ilusorias metas del más acá, de una pasiva ausencia de pensamiento.
Ya desde la mitad del siglo XIX emerge la conciencia del final y la cuestión de cómo seguirá siendo posible la filosofía. La continuidad de la filosofía moderna en los países occidentales, la filosofía profesoral de Alemania, que cultivaba históricamente la gran herencia, no bastaban para hacerse ilusiones acerca del final de una forma milenaria de manifestación de la filosofía.
Los filósofos que hacen época son Kierkegaard y Nietzsche, figuras de un tipo como no las había antes, en evidente relación con la crisis de esta época; a gran distancia espiritual de ellos también Marx,
que los superó a todos en influencia sobre las masas.
En último extremo es posible un pensar que todo lo ponga en cuestión para llegar al más profundo origen, que todo lo sacuda para dejar limpia la mirada que se dirige a la "existencia", lo incondicional, la presencia, en un mundo radicalmente transformado por la edad de la técnica.
Semejantes sinopsis se bosquejan dirigiendo la mirada a la totalidad de la historia de la filosofía. Son superficiales. Se quisiera rastrear relaciones más profundas en el conjunto. Se plantean, por ejemplo, las siguientes cuestiones.
Primera, la cuestión de la unidad de la historia de la filosofía. Esta unidad no es un hecho, sino una idea. Buscamos esta unidad, pero sólo alcanzarnos unidades particulares.
Vemos, pongo por caso, el despliegue de distintos problemas (por ejemplo, del problema de la relación del alma y el cuerpo), pero los hechos históricos sólo parcialmente coinciden en el tiempo con una construcción intelectualmente consecuente. Se presentan series de sistemas como, por ejemplo, la construcción de la filosofía alemana, luego de toda la filosofía, desembocando en Hegel, tal como la veía éste. Pero semejante construcción es violenta, no advirtiendo lo que en el filosofar anterior es mortal para el pensamiento hegeliano, y por lo mismo es para éste como si no existiera, o sea, dejando fuera lo que era justamente lo esencial para los otros pensadores. No hay construcción de la historia de la filosofía como serie de posiciones consecuente y con sentido que coincida con los hechos históricos.
Todo marco constructivo de un esbozo de unidad salta en pedazos por fuerza de la genialidad del filósofo individual. En medio de
la real vinculación a conjuntos bien comprobados subsiste lo incomparable de todo lo grande, que siempre esta ahí como un milagro frente al desarrollo comprensible.
La idea de la unidad de la historia de la filosofía quisiera acertar con aquella filosofía eterna que, como vida coherente consigo misma, se crea históricamente sus órganos e instrumentos, sus vestiduras y atuendos, pero no se agota en ellos.
Segunda, la cuestión del comienzo y de la significación de éste. Comienzo es el pensar que empieza en cierto momento del tiempo. Origen es la verdad que está en la base en todo tiempo.
De las malas inteligencias y falseamientos del pensamiento necesitamos retornar en todo momento al origen. En lugar de buscar éste siguiendo el hilo conductor de los significativos textos tradicionales por el camino del propio filosofar original, surge la confusión consistente en pensar que es en el comienzo del tiempo donde debe hallarse el origen: así, en los primeros filósofos presocráticos, en el cristianismo primitivo, en el budismo primitivo. El camino del origen, camino necesario en todo tiempo, toma falsamente la forma del camino de descubrimiento de los comienzos.
Los comienzos aún asequibles para nosotros son sin duda de un gran encanto. Pero un comienzo absoluto es realmente indescubrible. Lo que es comienzo para nuestra tradición es un comienzo relativo, habiendo sido siempre ya un resultado de antecedentes.
Es, por ende, un principio de la ciencia histórica el que nos atengamos a aquello que está realmente ahí en los auténticos textos tradicionales. La intuición histórica es lo único que garantiza el
engolfarse en lo conservado. Es vano esfuerzo el de completar lo perdido, reconstruir lo anterior y rellenar los huecos.
Tercera, la cuestión de la evolución y el progreso en filosofía. En la historia de la filosofía pueden observarse series de figuras, por ejemplo, el camino que va de Sócrates a Platón y Aristóteles, el camino desde Kant hasta Hegel, desde Locke hasta Hume. Pero semejantes series son falsas tan pronto como se cree que el posterior en cada caso ha conservado y superado la verdad del anterior. Lo nuevo en cada caso tampoco se comprende por lo antecedente dentro de semejantes series coherentes de generaciones. Lo esencial en lo antecedente queda con frecuencia abandonado, quizá ni siquiera resulta ya comprendido.
Hay mundos de trueque espiritual que se mantienen por un momento y dentro de los cuales dice su palabra el pensador individual, así la filosofía griega, la escolástica, el "movimiento filosófico alemán" desde 1760 hasta 1840. Son épocas de viva comunicación en el pensar original. Hay también otras épocas en que la filosofía perdura como un fenómeno cultural y otras en que parece haber casi desaparecido.
Engañoso es el aspecto de una evolución total de la filosofía como un proceso progresivo. La historia de la filosofía se asemeja a la historia del arte en lo insustituible y único de sus más altas obras. Se asemeja a la historia de la ciencia en que son crecientes categorías y métodos los instrumentos que necesita emplear conscientemente. Se parece a la historia de la religión en ser una serie de creencias originales que en ella se enuncian intelectualmente.
También la historia de la filosofía tiene sus épocas creadoras. Pero la filosofía es en todo tiempo un rasgo esencial del hombre.
Discrepando en esto de otros sectores de la historia del espíritu, puede en presuntos tiempos de decadencia aparecer repentinamente un filósofo de primer orden. Plotino en el siglo III y Escoto Eríugena en el IX son figuras aisladas y cumbres únicas. Se hallan con el material de sus ideas dentro de la cadena de la tradición, son quizá dependientes en todas sus ideas particulares y sin embargo aportan en conjunto una nueva y grande determinación fundamental del pensamiento.
Por eso en filosofía no está permitido decir nunca, refiriéndose a su esencia, que ha llegado a su término. En cada catástrofe subsiste quizá la filosofía, siempre corno pensar efectivo de algunos individuos, incalculablemente en obras solitarias procedentes de tiempos por lo demás infecundos espiritualmente. La filosofía existe, como la religión, en todo tiempo.
El punto de vista de la evolución es para la historia de la filosofía tan sólo un punto de vista inesencial también porque toda gran filosofía vive acabada en sí, íntegra, independiente, sin referencia a una verdad históricamente más amplia. La ciencia sigue un camino en el que cada paso resulta superado por otro posterior. La filosofía tiene, por su mismo sentido, que realizarse cada vez íntegramente en un solo hombre. Por eso es un contrasentido subordinar a los filósofos como pasos de un camino, como etapas previas.
Cuarta, la cuestión del orden jerárquico. El filosofar, así en el pensador individual como en las intuiciones típicas de una edad, tiene conciencia de estar sometido a un orden jerárquico. La historia de la filosofía no es un campo nivelado de innumerables e iguales obras y pensadores. Hay complejos significativos que sólo alcanzan pocos. Ante todo hay puntos cimeros, soles en el ejército de las estrellas. Pero no hay nada de esto de tal modo que se dé un orden jerárquico único,
definitivo y válido para todos. Hay una poderosa distancia entre lo que en una época piensan todos y el contenido de las obras filosóficas creadas en la misma época. Lo que encuentra comprensible de suyo el intelecto de todos puede llamarse filosofía exactamente lo mismo que lo que hay de interpretable hasta el infinito en las obras de los grandes filósofos. La quietud de la visión limitada y contenta con el mundo que ve, el impulso a ensancharlo todo, el detenerse dubitativo en el límite— todo esto se llama filosofía.
Llamamos a la historia de la filosofía algo paralelo a la autoridad de la tradición religiosa. En el filosofar no tenemos sin duda libros canónicos como los que poseen las religiones, ni una autoridad a la que haya que seguirse simplemente, ni validez definitiva de una verdad que esté ahí. Pero la totalidad de la tradición histórica del filosofar, este depósito de inagotable verdad, enseña los caminos al filosofar actual. La tradición es la hondura, divisada con una expectativa que no cesa jamás, de la verdad ya pensada; es el fondo insondable de las pocas grandes obras; es la realidad de los grandes pensadores aceptada con veneración. La esencia de esta autoridad es que no cabe obedecerla inequívocamente. La tarea es llegar a través de ella, pero en un cerciorarse propio, hasta sí mismo; es volver a encontrar en su origen el propio origen.
Sólo filosofando actualmente con toda seriedad puede lograrse entrar en contacto con la filosofía eterna en sus manifestaciones históricas. Éstas son el medio de vinculación en la hondura de un presente común.
La investigación histórica tiene lugar, por lo mismo, en distintos grados de lejanía y cercanía. El que filosofa a conciencia sabe con qué se las ha en cada caso cuando estudia los textos. Los primeros
términos tienen que resultar claros y segura posesión de un saber comprensivo. Pero el sentido y la cumbre de la penetración histórica son los momentos de unanimidad en el origen. Entonces se ilumina todo lo que da y aquello que únicamente da a todas las investigaciones de primer término su sentido y a la vez su unidad. Sin este centro del origen filosófico no pasa de ser la historia entera de la filosofía la narración de una cadena de errores y curiosidades.
Así es como la historia se convierte, una vez que ha despertado, en el espejo de lo propio: en la imagen veo lo que pienso yo mismo.
La historia de la filosofía —espacio en que respiro pensando— presenta ejemplos a la busca propia, ejemplos de inimitable perfección. Pone en cuestión con aquello mismo que en ella se intentó, logró y fracasó. Anima con el espectáculo del ser de algunos hombres incondicionalmente entregados a seguir su camino.
Hacer de una filosofía pasada la nuestra es tan imposible como producir por segunda vez una antigua obra de arte. Sólo se puede engañosamente copiarla. No tenemos, como los lectores piadosos de la Biblia, un texto en que poseamos la verdad absoluta. Por eso amamos los viejos textos como amamos las viejas obras de arte, hundiéndonos en la verdad de los unos como en la verdad de las otras, acudiendo a ellos; pero siempre queda una lejanía, algo inasequible y algo inagotable, con lo que sin embargo constantemente vivimos, y por último algo en que nos encontramos con el manantial del filosofar actual.
Pues el sentido del filosofar es la actualidad. No tenemos más que una realidad, aquí y ahora. Lo que por esquivez omitimos, nunca
retorna, pero si nos dilapidamos, también perdemos el ser. Todo día es precioso: un instante puede serlo todo.
Pecamos contra nuestra misión cuando nos perdemos en el pasado o en el futuro. Sólo a través de la realidad actual es accesible lo intemporal, sólo adueñándonos del tiempo llegamos allá donde se ha extinguido todo tiempo.
APÉNDICE
Las doce conferencias por radio publicadas aquí son producto del encargo que me hizo el estudio de Basilea.
Si la filosofía afecta al hombre en cuanto hombre, ha de poder ser uNIversalmente comprensible. No, sin duda, los difíciles desarrollos de la sistematización filosófica, pero sí algunas ideas fundamentales serían comunicables concisamente. He querido hacer sentir algo de la filosofía que afecta a todo el mundo. Pero lo he intentado sin renunciar a lo esencial, aun cuando esto resulta difícil de suyo.
Sólo de inicios podía tratarse aquí y de una pequeña sección de las posibilidades del pensar filosófico. Muchas grandes ideas ni siquiera inicialmente se han rozado. La meta era incitar a reflexionar por cuenta propia.
Al lector que busque hilos conductores para su reflexión filosófica, le doy en lo que sigue una orientación más amplia acerca de sus estudios.
1. SOBRE EL ESTUDIO DE LA FILOSOFÍA
En el filosofar se trata de lo incondicional, verdadero y propio que se hace presente en la vida real. Todo hombre en cuanto hombre filosofa.
Pero intelectualmente y con coherencia es imposible adueñarse de la esencia de la filosofía rápidamente. El pensar filosófico sistemático requiere un verdadero estudio. Este estudio encierra en sí tres caminos.
Primero, el tomar parte en la investigación científica. Ésta tiene
sus dos raíces en la ciencia natural y en la filología y se ramifica en una casi inabarcable multitud de especialidades científicas. La experiencia de las ciencias, de sus métodos y de su pensar crítico hace adquirir una actitud científica que es supuesto indispensable de la veracidad en el filosofar.
Segundo, el estudio de grandes filósofos. No se llega a la filosofía sino por el camino de su historia. Este camino es para el individuo un trepar, digámoslo así, por el troncó de grandes obras originales. Pero este trepar sólo tiene éxito cuando parte del impulso original de un interés actual, cuando parte del propio filosofar que se despierta en el estudio.
Tercero, el vivir a conciencia diariamente, la seriedad de las resoluciones decisivas y la responsabilidad de lo hecho y experimentado.
Quien omite uno de los tres caminos no llega a un claro y verdadero filosofar. Por eso es la cuestión para cada cual, principalmente para cada joven, la forma determinada en que' recorrerá estos caminos; pues sólo una pequeña parte de lo asequible a lo largo de ellos logra conseguir él mismo. La cuestión se divide en éstas:
¿qué determinada ciencia intentaré llegar a dominar hasta el fondo como un especialista?
¿cuál de los grandes filósofos voy no sólo a leer, sino a estudiar a fondo?
¿cómo voy a vivir?
La respuesta sólo puede encontrarla cada uno por sí mismo. No puede fijarse como si fuese un contenido determinado, ni puede
tener una precisión definitiva, ni venir desde fuera. Principalmente la juventud debe mantenerse en estado de posibilidad y de ensayos.
Por eso el consejo es éste: decidirse con resolución, pero no inmutable, sino examinando y corrigiendo, pero tampoco esto al azar y capricho, sino con la gravedad propia de la continuidad en lo intentado que hace del trabajo sucesivo una construcción.
2. SOBRE LECTURAS FILOSÓFICAS
Cuando leo, lo primero que quiero es entender lo que ha querido decir el autor. Mas para entender lo que se quiere decir, es necesario entender no sólo el lenguaje, sino también el asunto. La inteligencia depende del conocimiento del asunto.
De lo anterior resultan algunos hechos esenciales y fundamentales en el sentido de la filosofía.
Queremos adquirir con la inteligencia de los textos el conocimiento del asunto. Por ende tenemos que pensar en el asunto mismo y a la vez en lo que el autor ha querido decir. Cualquiera de las dos cosas sin la otra hace infructuosa la lectura.
Cuando al estudiar el texto mismo pienso en el asunto, tiene lugar en la inteligencia una transformación involuntaria. Por eso para una inteligencia justa son necesarias dos cosas: ahondamiento del asunto y retorno a la clara inteligencia del sentido mentado por el autor. Por el primer camino logro la filosofía, por el segundo la comprensión histórica.
En la lectura es requisito indispensable ante todo una actitud fundamental que partiendo de la confianza en el autor y del amor al
asunto tratado por él, empieza por leer como si todo lo dicho en el texto fuese verdad. Únicamente cuando me he dejado arrastrar totalmente, interesándome a fondo, para emerger, por decirlo así, del centro del asunto, puede empezar una crítica que tenga sentido.
En qué sentido estudiamos la historia de la filosofía y nos hacemos dueños de la filosofía pasada, es tema que puede dilucidarse siguiendo el hilo conductor de los tres requisitos kantianos, pensar por sí mismo; pensar en lugar de cualquier otro; pensar de acuerdo consigo mismo. Estos requisitos representan tareas infinitas. Toda solución anti- cipada como si ya se la poseyera o supiera, es una ilusión; siempre estamos en camino hacia ella. La historia ayuda a andar por este camino.
El -pensar -for si no se logra desde el vacío. Lo que pensamos por nosotros mismos tiene que sernos en realidad mostrado. La autoridad de la tradición despierta en nosotros los orígenes en que se creyó anteriormente, mediante el contacto con ellos en los comienzos y en las cumbres del filosofar históricamente dado. Todo estudio ulterior presupone esta confianza. Sin ella no cargaríamos con el trabajo de estudiar a Platón o a Kant.
El filosofar propio trepa, digámoslo así, por las figuras históricas. Entendiendo los textos de ellas llegamos a ser nosotros mismos filósofos. Pero este hacernos dueños de ellas no es, al seguirlas con confianza, pura obediencia. Sino que al caminar de su mano las ponemos a prueba en nuestro propio ser. "Obediencia" quiere decir aquí confiarse a la dirección, empezar por tener por verdadero; no debemos empezar por no tener por verdadero; no debemos empezar ni avanzar haciendo reflexiones críticas en todo momento, ni paralizando con ellas la verdadera marcha propia sometida a la dirección.
Obediencia quiere decir además el respeto que no se permite una crítica barata, sino sólo una que partiendo del trabajo propio y total, se acerca paso a paso al asunto y como resultado se alza hasta su nivel. La obediencia encuentra sus límites en no reconocer como verdadero sino lo que logró convertirse en convicción propia en el pensar por sí. Ningún filósofo, ni siquiera el mayor, está en posesión de la verdad. Amicus Plato, magis amica veritas.
Sólo se llega a la verdad en el pensar por sí cuando se hace el esfuerzo incesante de femar en lugar de cualquier otro. Es necesario llegar a saber lo que es posible al hombre. Cuando se intenta seriamente pensar lo que ha pensado el otro, se amplían las posibilidades de la propia verdad, incluso cuando se rehúsa asentir al pensamiento ajeno. Sólo se llega a conocer éste cuando se tiene el denuedo de sumirse totalmente en él. Lo lejano y extraño, lo extremo y la excepción, incluso lo extravagante, atraen para no dejar de dar con la verdad por omisión de algo original, por ceguera o por pasar de largo con la vista. Por eso quien filosofa no se vuelve sólo hacia el filósofo elegido en primer lugar, aquel al que como suyo estudia íntegra e ince- santemente, sino también a la historia universal de la filosofía, para saber directamente qué pasó y se pensó.
El volverse hacia la historia trae consigo la dispersión en lo múltiple e inconexo. El requisito de pensar de acuerdo consigo mismo en todo momento pone en guardia contra la tentación de entregarse, ante el espectáculo de lo pintoresco, a la avidez de novedades y al goce de la contemplación por demasiado tiempo. Lo que se recoge históricamente debe resultar un estímulo; debe o bien llamarnos la atención y despertarnos o bien hacernos poner en cuestión. No debe pasar por delante indiferentemente. Aquello que no ha entrado en
relación y trueque recíproco realmente en la historia, debemos confrontarlo entre sí nosotros mismos. Lo más extraño entre sí debe cobrar una referencia mutua.
Todo entra en conexión al quedar recogido en el yo singular del que entiende. Llegar a estar de acuerdo consigo mismo quiere decir verificar el propio pensar reduciendo a unidad lo separado, lo opuesto y lo que no estaba en contacto. La historia universal, dominada con sentido, se convierte en una unidad, aun cuando siempre abierta. La idea de la unidad de la historia de la filosofía, que fracasa cons- tantemente en la realidad, es lo que impulsa hacia adelante en el hacernos dueños de ella.
3. EXPOSICIONES DE LA HISTORIA DE LA FILOSOFÍA
Las exposiciones tienen fines muy diversos.
Colecciones de toda la tradición, simples indicaciones de los textos existentes, de los datos biográficos de los filósofos, de las realidades sociológicas, de las cadenas de hechos relativos a la difusión y conocimiento de los autores, a la discusión, a los desarrollos o evoluciones demostrables o en pasos determinables. Además, la reproducción, a título de información, de los contenidos de las obras, la reconstrucción de los motivos, sistematizaciones y métodos operantes en ellas.
Luego, caracterización del espíritu o de los principios de filósofos sueltos y edades enteras. Finalmente, pintura de la imagen histórica total o hasta llegar a la historia universal de la filosofía en su totalidad.
La exposición de la historia de la filosofía ha menester tanto de la comprensión filológica como del propio co-filosofar. La interpretación histórica más verdadera es necesariamente a la vez un filosofar propio.
Hegel es el filósofo que desarrolló por primera vez filosóficamente, a conciencia y en toda su amplitud, la historia de la filosofía. Su Historia de la Filosofía es, debido a este espíritu, el más grandioso producto de la disciplina hasta hoy. Pero es también un proceder que en virtud de los propios principios hegelianos, acabó simultáneamente con toda comprensión profunda; Todas las filosofías del pasado brillan un momento a la luz de Hegel como bajo un proyector maravillosamente luminoso; pero de repente hay que reconocer que el pensamiento de Hegel arranca, por decirlo así, el corazón a todas esas filosofías y sepulta el resto como un cadáver en el gigantesco cementerio de la historia. Hegel despacha prestamente todo lo pasado, porque cree abarcarlo con su mirada. Su comprensión e interpretación de las filosofías no es un desprevenido abrirse a ellas, sino una operación aniquiladora, no un permanente preguntar, sino un subyugador conquistar, no un convivir, sino un dominar.
Es de aconsejar el leer siempre paralelamente varias exposiciones de la historia, para guardarse por -anticipado de sucumbir a una interpretación como presuntamente comprensible de suyo. Si se lee sólo una exposición, se impone involuntariamente su esquema.
Es de aconsejar, además, no leer ninguna exposición sin hacer al menos lecturas comprobatorias de los textos originales correspondientes a lo expuesto.
Finalmente, utilícense Historias de la Filosofía como obras de consulta para orientarse bibliográficamente. Ante todo el Überweg.
Como obras de consulta son utilizables los diccionarios.
4. TEXTOS Y ASOMO A LA HISTORIA
Todos los textos existentes de la filosofía occidental, sus ediciones, comentarios y traducciones, se encuentran indicados en el Überweg; una selección más breve pero útil en Vorlander.
Para el estudio personal hay que hacerse una biblioteca limitada de los textos realmente esenciales. Una lista de semejante biblioteca experimentará variaciones personales. Un núcleo es, sin embargo, casi universalmente válido. También en él es distinta la acentuación, de suerte que el acento principal, absoluta y universalmente válido no cae en ninguna parte.
Es bueno elegir ante todo un filósofo capital. Es ciertamente deseable que sea uno de los mayores filósofos. Sin embargo es posible encontrar el camino partiendo de un filósofo de segundo o tercer orden con el que por casualidad se tropezó primero e hizo una impresión profunda. Todo filósofo, estudiado a fondo, conduce paso a paso a la filosofía entera y a la historia entera de la filosofía.
Una lista de los textos capitales se reduce para la antigüedad a lo conservado, en especial a las pocas obras completas conservadas. Para los siglos modernos es tal la masa de textos que aquí es la dificultad la contraria, la selección de lo poco indispensable.
Como primera caracterización arriesgo una serie de ob- servaciones totalmente insuficientes. En ningún momento pienso con ellas clasificar o juzgar decisivamente a ningún filósofo, aunque las frases suenen inevitablemente así. Ruego que se entiendan mis frases
como cuestiones. Sólo se proponen llamar la atención. Quien aún no sepa bastante quizá deba anotar por dónde podría empezar de acuerdo con sus propias inclinaciones.
SOBRE LA FILOSOFÍA ANTIGUA
Los presocráticos tienen el encanto único que reside en los comienzos. Son extraordinariamente difíciles de comprender tales cuales fueron realmente. Hay que intentar prescindir de toda "formación filosófica", que nos vela, con los modos de pensar y hablar corrientes, esa su pristinidad. En los presocráticos se abre paso el pensamiento partiendo de la intuición de una experiencia original del ser. En ellos presenciamos cómo se produjo por primera vez la iluminación intelectual. Una unidad de estilo nunca vuelta a ver domina la obra de cada uno de estos grandes pensadores como exclusiva de él. Como sólo se nos han transmitido fragmentos, sucumbe casi, cada intérprete rápidamente a la tentación de interpretarlos a su manera. Todo está aquí aún lleno de enigmas.
Las obras de Platón, Aristóteles y Plotino son las únicas de la filosofía griega que se han conservado relativamente completas. Estos tres filósofos ocupan el primer lugar en todo estudio de la filosofía antigua.
Platón enseña las eternas experiencias filosóficas fundamentales. En el movimiento de su pensar está recogida toda la riqueza de la filosofía griega anterior. Se alza, en medio de las conmociones de su edad, en el límite de los tiempos. Con su espíritu abierto de la manera más independiente divisa lo inteligible. Logra comunicar con la mayor claridad los movimientos de su pensar, pero de
tal suerte que el misterio del filosofar se vuelve lenguaje, mientras que sigue constantemente presente como misterio. Todos sus materiales están perfectamente fundidos. Llevar a cabo el trascender es lo único esencial. Platón ha ascendido hasta la cumbre más allá de la cual no parece que pueda llegar el pensamiento humano. De él han partido los más profundos impulsos del filosofar hasta hoy. Se le ha comprendido mal en todo tiempo, pues no enseña ninguna doctrina que pueda aprenderse y tiene que conquistársele siempre de nuevo. En el estudio de Platón, lo mismo que en el de Kant, no se aprende una cosa fija, sino que se llega al propio filosofar. El pensador posterior se revela en la forma en que comprende a Platón.
En Aristóteles se aprenden las categorías que dominan desde él el pensamiento entero de Occidente. Aristóteles ha determinado el lenguaje (la terminología) del filosofar, sea que se piense con él o contra él o superando todo este plano del filosofar.
Plotino utiliza la tradición entera de la filosofía antigua como medio para formular una maravillosa metafísica que, de un temple original, marcha desde entonces a través de los tiempos como la verdadera metafísica. La quietud mística se ha vuelto comunicable en la música de una especulación que sigue siendo insuperable y resuena en alguna forma siempre que desde entonces se ha pensado metafísicamente. Los estoicos, epicúreos y escépticos más los pla- tónicos y aristotélicos (los prosélitos de la Academia nueva y los peripatéticos) crean una filosofía general de las capas cultas de los últimos tiempos de la antigüedad, para las que también escribieron Cicerón y Plutarco. Con toda su oposición de posiciones racionales, y a pesar de una constante polémica mutua, hay aquí un mundo común. Participar universalmente en él es lo que hizo al ecléctico, pero lo que
también hizo la actitud fundamental específicamente limitada de estos siglos de la antigüedad, la dignidad personal, la continuidad de lo esencialmente sólo repetido, la peculiar rotundidad e infecundidad, pero también la comprensibilidad general. Aquí está la base de la filosofía para todo el mundo corriente hasta hoy. La última figura interesante es Boecio, cuya Consolatio Philosophiae pertenece por su tono, belleza y autenticidad a los libros fundamentales del hombre que filosofa.
Capas de comunidad filosófica por su formación, conceptos, lenguaje y actitud son en tiempos posteriores los clérigos de la Edad Media, los humanistas desde el Renacimiento, ya más débilmente la atmósfera especulativamente idealista de la filosofía alemana en el mundo culto entre 1770 y 1850 desde Riga hasta Zurich, desde Holanda hasta Viena. Ocuparse con estas capas es interesante bajo el punto de vista de la historia de la cultura y de la sociología. Es importante comprender la distancia que hay desde las grandes creaciones filosóficas hasta esta forma crecientemente divulgada del pensar. En especial es importante el humanismo, porque su origen propio no es una gran filosofía, sino una actitud del espíritu que se apropia la tradición, comprende sin prejuicios y practica una libertad humana sin la cual sería imposible nuestra vida occidental. El humanismo (sólo consciente de sí desde el Renacimiento y que aún hoy compensa conocer en Pico, Erasmo, Marsilio Ficinio) recorre todos los tiempos desde la consciente paideia griega y desde que los romanos lo realizaron por primera vez bajo la influencia griega en tiempo de los Escipiones. En nuestros días se ha debilitado. Sería una fatalidad de incalculables consecuencias espirituales y humanas que desapareciese.
SOBRE LA FILOSOFÍA CRISTIANA
Entre los Padres de la Iglesia se alza con sobresaliente grandeza Agustín. Con el estudio de su obra se conquista el filosofar cristiano entero. Aquí se encuentran las numerosas e inolvidables fórmulas en que se hace palabra la intimidad que falta aún en la filosofía antigua con este alto grado de reflexión y pasión. La obra, inmensamente rica, está llena de repeticiones, a veces de una hinchazón retórica; en conjunto, quizá sin belleza; en detalle, de la perfecta concisión y fuerza de verdades profundas. Se consigue conocer a sus adversarios por sus citas y referencias en la polémica con ellos. Agustín es con sus obras la fuente de donde mana hasta hoy todo pensar que indaga el alma en sus profundidades.
Escoto Erígena concibe un edificio del ser integrado por Dios, la naturaleza y el hombre, en categorías neopla-tónicas, pero con libertad dialéctica en el desarrollo. Da un nuevo tono de franquía, consciente de sí, para el mundo. Docto, conocedor de la lengua griega, traductor de Dionisio Areopagita, esboza con un material de conceptos tradicionales su grandioso sistema que por la actitud hace efecto.de original. Erígena avizora la naturaleza divina y resulta el neofundador de una mística especulativa cuya repercusión llega hasta el presente. Se alza solitario en una época alejada de la filosofía. Su obra es el producto cultural de la apropiación rememorativa de una alta tradición partiendo de una forma de vida religiosa y filosófica.
El pensar metódico de la Edad Media es original por primera vez en Anselmo. Bajo las ásperas formas del pensar lógico y jurídico hay directas y seductoras revelaciones intelectuales de lo metafísico. Lejano y extraño a nosotros en lo que toca a la presunta fuerza de convicción del curso de las ideas y a las tesis dogmáticas especiales,
es actual y digno de fe en la revelación de los contenidos, en tanto tomamos éstos en su universalidad humana, como los de Parménides, no en su veste histórica, la del dogma cristiano.
Abelardo enseña la energía de la reflexión, los caminos de lo lógicamente posible, el método de las antítesis dialécticas como camino para discutir los problemas. Oponiendo lo contradictorio y preguntando sin cejar, resulta el fundador del método escolástico, que alcanza su cumbre en Tomás, pero trae también consigo el peligro de la disolución de la sustancia cristiana, hasta entonces ingenuamente fundamental.
Tomás edifica el grandioso sistema descollantemente válido, que hace casi autoridad, en el mundo católico hasta hoy, y en el cual el reino de la naturaleza y el reino de la gracia, lo concebible racionalmente y lo inconcebible pero que debe creerse, lo profano y lo sagrado, las posiciones heréticas refutadas y el punto de verdad que hay en ellas, resultan integrados en una unidad y desplegados en una forma que se han comparado, no sin razón, a las grandes catedrales de la Edad Media. Tomás ha reunido cuanto ha producido el pensar medieval. Vistos desde él, han llevado a cabo todos ellos un trabajo previo, por lo que se refiere a la aportación ordenadora de todo el material y al método de apropiación de Aristóteles, incluso el último anterior, Alberto Magno. A éste sólo lo supera Tomás quizá en claridad, mesura y concisión del pensamiento. Afectiva e intuitivamente debe hacerse conocimiento con esta perfecta realidad filosófica de la Edad Media mediante la "Divina Comedia" de Dante.
Duns Scoto y Ockham son, casi en el momento en que parece acabado el perfecto edificio del pensar medieval, el derrumbamiento. Duns Scoto, todavía en una forma que pasa por ortodoxa, estimula con profundas dificultades que descubre en la voluntad y en la
individualidad singular de aquí y ahora. Ockham lleva la actitud fundamental del conocimiento hasta una catástrofe que resulta el fundamento del conocimiento moderno; éste a la vez se modera y ensancha extraordinariamente el alcance de sus dominios. Políticamente destruye las pretensiones de la Iglesia como publicista al servicio de Luis de Baviera. También él es, como todos los pensadores medievales de los que hemos conservado las obras, un fiel cristiano (los incrédulos, escépticos y nihilistas sólo son conocidos las más de las veces por refutaciones y citas). No hay hasta hoy ninguna edición moderna de las obras de Ockham. No están traducidas al alemán. Quizá el único gran hueco en la elaboración de la historia de la filosofía hasta aquí.
Nicolás Cusano es el primer filósofo de la Edad Media con el que nos encontramos en una atmósfera que nos parece la propia. Sin duda es aún pura Edad Media en su fe, pues aquí está aún intacta la unidad de la fe de la Iglesia, la confianza en la unidad universal de la Iglesia católica, en trance de acabar abarcando todos los pueblos, de cualquier religión que sean. Pero su filosofar ya no esboza el sistema uno, como Tomás, ni se sirve ya del método escolástico, que se apropia por vía lógica lo tradicional en sus antítesis contradictorias, sino que se vuelve derechamente hacia las cosas, sean éstas metafísicas (trascendentes) o empíricas (inmanentes). Sigue, pues, en cada caso caminos metódicos especiales procedentes de su propia intuición, ante la cual se alza un maravilloso ser de Dios, que se descubre de un modo nuevo en estas especulaciones. En este ser de la Divinidad ve todas las realidades del mundo, pero de tal manera que en él la especulación abre el camino a las intuiciones empíricas y los conocimientos empíricos lo mismo que los matemáticos sirven de medios a la intuición
de la Divinidad. Hay en él un pensar que todo lo abarca, que a la vez se acerca amorosamente a todo lo real y lo rebasa. No se esquiva el mundo, sino que éste destella a la luz de la trascendencia. Aquí está pensada una metafísica que ha permanecido hasta hoy irremplazable. Pasearse por ella cuenta entre las horas felices del que filosofa.
Lutero es otra cosa. Estudiarlo es indispensable. Es sin duda el pensador teológico que desprecia la filosofía, que habla de la ramera de la razón, pero que concibe las ideas existenciales básicas sin las cuales apenas sería posible el filosofar actual. La mescolanza de fe grave y apasionada y de prudencia presta a la adaptación, de profundidad y de ánimo rencoroso, de luminoso y seguro acierto y de bronco escandalizar, hace del estudio, a la vez que un deber, también un tormento. La atmósfera que emana de este hombre es extraña y filosóficamente perniciosa.
Calvino tiene una forma disciplinada, metódica, la grandiosidad de las últimas consecuencias, la lógica férrea, el mantenimiento de los principios sin condiciones. Pero en su intolerancia sin amor, lo mismo en la actividad teórica que en la práctica, es el triste contrapolo del filosofar. Es bueno haberle mirado a la cara, para reconocer este espíritu siempre que se presente en el mundo velado y fragmentario. Calvino es la cumbre de esa encarnación de la intolerancia cristiana contra la cual no hay nada más que la intolerancia.
SOBRE LA FILOSOFÍA MODERNA
La filosofía moderna es, en comparación de la antigua y medieval, una filosofía carente de una totalidad que la abarque, antes bien dispersa en los intentos más heterogéneos y faltos de relación
entre sí; llena sin duda de grandiosos edificios sistemáticos, pero sin que se haya impuesto un sistema dominante de hecho. Es extraordinariamente rica; está llena de lo concreto y se muestra libre en la abstracción especulativa de denodadas empresas mentales; permanece en constante referencia a la ciencia moderna; se encuentra diferenciada nacionalmente en cuanto escrita en lengua italiana, alemana, francesa e inglesa, además de las obras en lengua latina que siguen aún los hábitos de la Edad Media, casi exclusivamente latina.
Caracterizamos siguiendo el esquema de los siglos. El siglo XVI es rico en creaciones directamente cautivadoras, heterogéneas entre sí e insólitamente personales. Son fuentes que siguen emanando hasta hoy.
Políticamente son Maquiavelo y Moro creadores de la moderna falta de prevenciones en la indagación de las circunstancias reales. Sus escritos siguen siendo aún hoy, bajo su veste histórica, tan intuitivos e interesantes como entonces.
Paracelso y Böhme introducen en el mundo, igualmente rico en profundidad y superstición, en clarividencia y confusión aerifica, de lo que hoy se llama teosofía, antroposofía, cosmosofía. Poderosamente intuitivos y pictóricos de imágenes, conducen a un laberinto encantado. Hay que poner de relieve la estructura racional, que brilla en parte bajo la extravagancia racionalista, en parte, y especialmente en Böhme, bajo la profundidad dialéctica.
Montaigne es el hombre que ha llegado a ser absolutamente independiente y que no tiene el afán de realizar nada en el .mundo. Su actitud y sus meditaciones, su honradez y su prudencia, su falta escéptica de prevenciones y su buen sentido práctico, se encuentran
expresados en una forma moderna. La lectura encadena inmediatamente; bajo el punto de vista filosófico es, para esta forma de vida, una perfecta expresión, pero a la vez como una parálisis. Sin grandes vuelos, es esta autosuficiencia una tentación.
Bruno es, por el contrario, el filósofo de luchas infinitas que se consume en Ja insatisfacción. Sabe de los límites y cree en lo más alto. Su diálogo sobre los "eroici furori" es un libro básico de la filosofía del entusiasmo.
Bacon pasa por ser fundador del empirismo moderno y de las ciencias. Ambas cosas sin razón. Pues la verdadera ciencia moderna
—la ciencia matemática de la naturaleza—, no la comprendió Bacon, que vive en los comienzos de su edad, ni ella hubiera llegado a producirse nunca por los caminos que él traza. Pero Bacon se entregó, en un entusiasmo por lo nuevo muy peculiar del Renacimiento, a las
¡deas del saber como poder, de las inmensas posibilidades técnicas, del abandono de las ilusiones en favor de la comprensión intelectual de la realidad.
El siglo XVII trae la filosofía de la construcción racional. Surgen grandes sistemas en un limpio desarrollo lógico. Es como si se llegase al aire puro, pero en cambio desaparece tácitamente la plenitud intuitiva, el mundo de eficaces imágenes. La ciencia moderna está ahí. Se vuelve modelo.
Descartes es el fundador de este nuevo mundo filosófico, y junto con él Hobbes. Descartes ha resultado, fatal por su errónea concepción de la ciencia y la filosofía. Por las consecuencias que tuvo y por el error fundamental que radica en la cosa misma, hay que estudiarlo aún hoy, para conocer el camino que debe evitarse. Hobbes
esboza sin duda un sistema del ser, pero su grandeza está en la cons- trucción política, cuya consecuencia grandiosa traza líneas de la existencia que con tal claridad se tornan conscientes por primera vez aquí para siempre.
Spinoza es el metafísico que con conceptos tradicionales y cartesianos da expresión a una fe filosófica, pero es original en el temple metafísico, que en su época fue exclusivo de él y que le ha dado una grey filosófica que él t-s el único de su siglo en tener y que llega hasta hoy.
Pascal es el adversario del absolutismo de la ciencia y del sistema. Su pensar domina ambas cosas, tiene la misma nitidez, pero mayor veracidad y profundidad.
Leibniz, universal como Aristóteles, más rico que todos los filósofos de su siglo en contenidos e invenciones, siempre creando, siempre ingenioso, carece sin embargo en su metafísica del gran rasgo de una concepción fundamental profundamente humana.
El siglo XVlll presenta por primera vez una ancha corriente de literatura filosófica para el gran público. Es el siglo de la ilustración.
La ilustración inglesa tiene en Loche su primera figura representativa. Locke dio al mundo inglés que brotó de la revolución de 1688 la base espiritual, también en el pensamiento político. Hume es el eminente analítico cuya sensatez, a pesar de toda su prolijidad, no nos resulta hoy vulgar. Su escepticismo es la dureza y la honradez de un espíritu que osa, al llegar al límite donde empieza lo inconcebible, mira de hito en hito a éste, sin hablar de él. En Francia y también en Inglaterra hubo los escritos aforísticos y ensayísticos de los conocedores del mundo y del hombre que se llaman "moralistas". El
conocerlos educa por medio de la psicología en la actitud filosófica. En el siglo xvn y el gran mundo de la corte escriben La Rochefoucauld y La Bruyére, en el siglo XVIII Vauvenargues y Chamfort. Shaftesbury es el filósofo de la disciplina estética de la vida.
La gran filosofía alemana tiene, con la energía sistemática y el espíritu abierto para lo más profundo y para lo más lejano, perfección lógica y plenitud de contenido en una medida tal, que es hasta hoy indispensable base y educación de todo pensar filosófico serio. Kant, Fichte, Hegel, Schelling.
Kant: el paso decisivo para nosotros de la conciencia del ser, la exactitud en la efectuación mental del trajcender, la iluminación del ser en sus dimensiones fundamentales, el ethos de la insuficiencia de nuestro ser, el ideal del ancho espacio y de la humanidad; en común con Lessing, la claridad de la razón misma. Un hombre aquilino.
Fichte: la especulación llevada hasta el fanatismo, el intento violento de lo imposible; constructor genial, moralista patético. Mana de él un fatal ejemplo de extremismo e intolerancia.
Hegel: dominio pleno y elaboración total de las formas dialécticas del pensamiento, interiorización de los contenidos de toda índole en el pensamiento, la rememoración más amplia de la historia occidental.
Schelling: incansable cavilación sobre !as cosas últimas, revelación de misteriosos arcanos, fracaso en la sistematización, apertura de nuevas vías.
El siglo XIX es tránsito, disolución y conciencia de la disolución, riqueza de material, amplitud científica. La fuerza de la filosofía se hace cada vez más débil en los filósofos docentes, convirtiéndose en
sistemas pálidos y arbitrarios sin validez y en Historia de la Filosofía, que por primera vez hace accesible el material histórico en todo su volumen. La fuerza de la filosofía misma vive en excepciones que apenas cuentan para los contemporáneos y en la ciencia.
La filosofía de profesores alemanes es instructiva, diligente, celosa, universal, y sin embargo ya no vive de hecho de la energía del ser del hombre, sino del mundo universitario de la cultura burguesa con su valor educativo, su seriedad y buena voluntad y sus límites. Se estudiará a manifestaciones relativamente más importantes, como Fichte hijo, Lotze y otros, más por instruirse que por la sustancia.
Los filósofos originales de la época son Kierkegaard y Nietzsche. Los dos carecen de sistema, los dos son excepciones y víctimas. Tienen conciencia de la catástrofe, dicen verdades nunca oídas y no enseñan ningún camino. Ellos son la prueba documental de que la época se caracteriza por la más inexorable autocrítica que se haya llevado a cabo jamás en la historia de la humanidad.
Kierkegaard: formas de la actividad interna, la gravedad del pensar en vista de la decisión personal, el volverse fluido todo, en especial el pensamiento hegeliano petrificado. Cristianismo violento.
Nietzsche: reflexión sin fin, golpearlo y discutirlo todo, cavar sin encontrar fondo, de no ser en nuevos absurdos. Anticristianismo violento.
Las ciencias modernas no resultan soportes de una actitud filosófica en el ancho campo de su cultivo, sino en personalidades aisladas pero numerosas. He aquí algunos nombres sólo a título det ejemplo.
Filosofía del estado y de la sociedad: Tucqueville capta la
marcha del mundo moderno hacia la democracia mediante el conocimiento sociológico del antiguo régimen, de la Revolución francesa, de los Estados Unidos de América. Su preocupación por la libertad, su sentido de la dignidad del hombre y de la autoridad, le hacen preguntar de un modo realista por lo inevitable y lo posible. Es un hombre y un investigador de primer orden. Lorenzo von Stein ilumina, sobre la base de los hechos y las ideas políticas de los franceses desde 1789, la serie de los acontecimientos hasta pleno cuarto decenio del siglo dentro de la polaridad de Estado y sociedad. Su mirada se dirige a la cuestión del destino de Europa. Marx utilizó estos conocimientos, los desplegó en construcciones económicas, les imbuyó el odio contra todo lo existente y los llenó de metas milenaristas. Para los desdichados y desesperados proletarios de todos los países se encendió una luz de esperanza que los une en un poder capaz de derrocar la situación económico-sociológico-política a fin de crear un mundo de justicia y de libertar para todos.
Filosofía de la historia: Ranke desarrolla los métodos histórico- críticos al servicio de una visión de la historia universal que, respirando la atmósfera de Hegel y Goethe, es, a pesar de una aparente repulsa de la filosofía, una verdadera filosofía. Jacobo Burckhardt se siente, por decirlo así, el sacerdote de la cultura histórica, muestra lo que tiene de grandioso y dichoso la rememoración histórica, de malo y de bueno la actitud fundamentalmente pesimista de pertenecer al final de un mundo al que en definitiva sólo en semejante rememoración le es dispensada la magnificencia. Max Weber afloja todas las cadenas del pensamiento, investiga con todos los medios lo real de la historia, pone en claro las conexiones de un modo tal que la mayor parte de la historiografía anterior parece pálida e insuficiente debido a la imprecisión de las
categorías con que concibe su objeto. Weber desarrolla teórica y prácticamente la tensión entre valorar y conocer, crea justamente mediante el modesto examen del conocimiento real, renunciando a lo vago y a lo total, un espacio libre para todas las posibilidades.
Filosofía de la naturaleza: K. E. von Baer proporciona por los caminos de la investigación y del descubrimiento una grandiosa visión del mundo de la vida en sus caracteres fundamentales. Darwin, su contrapolo, busca en esta visión determinados nexos causales cuyas consecuencias aniquilan la visión de la vida propiamente tal.
Filosofía psicológica: Techner funda una investigación metódica y experimental de la relación entre lo físico y lo psíquico en la percepción sensible (psicofísica), pero como miembro de una construcción llevada a cabo por medio de conceptos, pero que en realidad es un sueño, de la animación de toda vida y de todas las cosas. Freud cultiva la psicología del desenmascaramiento en forma que ejerce gran influencia, pero que (vuelve naturalistas y triviales las ideas expuestas en forma más alta por Kierkegaard y por Nietzsche. Una visión del mundo bajo la forma de la amistad por el hombre, pero en realidad animada por el odio y de efectos devastadores, era propia de una época cuyas mendacidades se destruyen aquí sin misericordia, pero también como si este mundo fuese el mundo en general.
5. LAS GRANDES OBRAS
Unas pocas obras filosóficas son por el sentido del pensa- miento que encierran tan infinitas como las grandes obras de arte. En ellas está pensado más de lo que sabía el propio autor. Sin duda que en todo pensamiento profundo hay un depósito de consecuencias que
no abarca en seguida con su mirada el pensador. Pero en las grandes filosofías es la totalidad misma la que alberga en sí lo infinito. Es lo que hay de asombrosamente concordante en medio de todo lo contradictorio, de tal suerte que las mismas contradicciones resultan expresión de la verdad. Es un entretejimiento de ideas que en la claridad de los primeros términos dejan trasparentar un abismo sin fondo. Son maravillas lo que se ve cuanto más pacientemente se interpreta. Así son, por ejemplo, las obras de Platón, las obras de Kant, la Fenomenología del Espíritu de Hegel —pero con diferencias. En Platón, con la más clara conciencia la forma bien ponderada, la perfección, el más claro saber del método, el empleo del arte para comunicar la verdad filosófica sin pérdida del rigor ni plenitud del pensamiento. En Kant la máxima honradez, lo digno de confianza en cada frase, la más bella claridad. En Hegel lo indigno de confianza en el permitirse pasar de largo, pero en cambio la riqueza de los contenidos, la fuer/a creadora que muestra la profundidad en los contenidos sin realizarla en el propio filosofar. Éste se halla más bien transido de violencia y falacia, tiene la tendencia a la escolástica de los esquemas dogmáticos y a la contemplación estética.
Los filósofos son de índole y rango extraordinariamente distintos. Es un destino de la vida filosófica el que en la juventud me entregue al estudio de uno de los grandes filósofos y a cuál.
Puede decirse que en cualquiera de las grandes obras está todo. En cualquiera de los grandes se entra uno por el reino entero de la filosofía. Penetrando a fondo en la alta obra de una vida, conquisto el centro desde el cual se ilumina y en el cual se refleja todo lo demás. Al estudio de esta obra se incorpora todo lo demás. En relación con él se adquiere una orientación sobre la historia entera de la filosofía, se
aprende en ella siquiera lo indispensable, surgen impresiones de las citas de los textos originales, se presiente lo demás que hay ahí. A consecuencia de la ilimitada profundidad de un pasaje se practica la autocrítica sobre la medida del saber que sólo gradualmente se va ad- quiriendo de las otras creaciones filosóficas.
Al joven le resultaría bien venido un consejo acerca de qué filósofo elegir. Pero esta elección tiene que hacerla cada uno por sí mismo. Sólo cabe hacer indicaciones y llamar la atención. La elección es una decisión esencial. Tiene lugar quizá después de variados intentos y tanteos. Puede experimentar su ampliación en el curso de los años. A pesar de todo hay consejos que dar. Un viejo consejo es el de estudiar a Platón y a Kant, con lo cual se habrá alcanzado todo lo esencial. Estoy de acuerdo con este consejo.
No es ninguna elección dejarse arrebatar por lecturas de las que encadenan, como por ejemplo las de Schopenhauer o Nietzsche. Elección significa un estudio hecho con todos los medios disponibles. Por tanto significa un ahondar en la historia entera de la filosofía partiendo de una de sus grandes manifestaciones. Una obra que no lleva por este camino es una elección desventajosa, bien que al fin y al cabo toda obra filosófica tiene que resultar fecunda de algún modo si se la estudia de veras.
La elección de algún gran filósofo para estudiar sus obras no significa, pues, el limitarse a él. Al contrario, al estudiar un grande hay que fijar la vista a la vez y lo más pronto posible en lo más opuesto a él. La prevención es la consecuencia del limitarse a un filósofo, aunque sea el más libre de prevenciones. No sólo no tiene en el filosofar cabida ninguna divinización de un hombre, ningún hacer de uno el único, ningún maestro exclusivo. Antes bien, el sentido del filosofar está en
abrirse a la verdad en su totalidad, no como la nivelada y abstracta verdad en general, sino como la multiplicidad de la verdad en sus altas realizaciones.
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