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Robespierre: por una república democrática y social.
Da revista Sin Permiso |
Florence Gauthier · · · · · |
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23/07/05 |
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Robespierre es una de las figuras políticas más calumniadas de la historia, en particular en Francia. Estas calumnias, acumuladas a lo largo de dos siglos, tienen un efecto inmediato: el de impedir que se pueda hablar de modo claro y directo de lo que Robespierre fue, pensó e hizo. Dejaré de lado las calumnias, sin embargo, para tratar de ir derecho al objetivo. El objetivo no era otro que pensar y poner en práctica una democracia económica, social y política a escala mundial. Inventar, pues, una democracia partiendo de los tres problemas principales que en aquel momento había planteados: * La cuestión campesina. ¿Cómo inventar una democracia con los campesinos, quienes, en aquella época, representaban más del 85 % de la población? Los campesinos luchaban para liberarse de lo que el régimen feudal suponía, pero también contra el capitalismo agrario, todo ello con el fin de promover una agricultura que diese respuesta a las necesidades de la sociedad. * La Guerra del trigo. ¿ Cómo inventar una democracia con los artesanos y los trabajadores asalariados, que se hallaban enfrentados al capital comercial y a las nuevas formas de un capitalismo que manejaba las riendas de esta Guerra del trigo –lo que hoy se denomina el arma alimenticia-? * El derecho cosmopolita. ¿Cómo inventar relaciones fraternales con los otros pueblos, empezando por los vecinos europeos, potencias en disputa, pero también con las colonias heredadas del antiguo régimen en América –¡y qué colonias: esclavistas y segregacionistas!-? En aquel momento, los europeos ya habían venido y llevado a término la destrucción de las Indias, tal y como dijo con exactitud Bartolomé de las Casas, saqueándolas, queriendo reducir las poblaciones llamadas indias a la esclavitud; después, tras haber despoblado este continente, importando africanos cautivos para someterlos a la esclavitud también en las plantaciones –y con el objetivo, no lo olvidemos, de servir un café azucarado en las mesas de Europa-. Para satisfacer una necesidad facticia de este tipo, tres continentes fueron puestos a sangre y fuego: América, África y la fracción de los europeos involucrados en esta empresa. En resumidas cuentas, ¿cómo inventar relaciones fraternales con los otros pueblos, relaciones que pusieran fin a las políticas expansionistas y que respetaran la soberanía de todos los pueblos? Filosofía de las revoluciones de los derechos del hombre y del ciudadano. En esta época, la crítica de las diferentes formas de despotismo se hacía a través de unas estrategias de razonamiento particularmente interesantes y eficaces: las de la filosofía del derecho natural moderno. Esta corriente de pensamiento apareció en el siglo XVI, en el mismo momento en el que los crímenes cometidos en América contra los Indios y, después, contra los africanos cautivos sometidos a esclavitud suscitaron un movimiento de crítica de lo que se ha dado en llamar la barbarie europea. Esta conciencia humanista se desarrolló primero en España, con la Escuela de Salamanca, y luego se difundió por el mundo europeo de ambos lados del Atlántico. La Escuela de Salamanca sufrió las consecuencias del fracaso de los Humanistas, pero algunos de los elementos de la filosofía del derecho natural fueron retomados y redefinidos en el seno de la reforma protestante, primero, y en el de la contrarreforma católica después. Por su lado, las revoluciones holandesa e inglesa, del siglo XVII, aportaron su contribución a esta corriente de pensamiento que después iba a alimentar las Luces del siglo XVIII. Esta filosofía del derecho natural moderno dio lugar a una nueva concepción de la humanidad y de sus derechos. Su rechazo de la esclavización de los Indios le permitió redefinir la libertad humana por oposición, precisamente, a la esclavitud. Es esencial aclarar qué idea de libertad se está usando cuando se evocan revoluciones que tienen como objetivo el establecimiento de la libertad como el primero de los derechos del hombre. Insisto en esta cuestión porque el término “libertad” remite ,hoy, a concepciones que no sólo resultan diferentes, sino hasta opuestas a la que caracteriza la filosofía del derecho natural moderno. La filosofía del derecho natural moderno desarrolló una crítica radical a las políticas coloniales, afirmando que la humanidad era una, y no dividida en amos y esclavos; que, en consecuencia, los seres humanos nacían libres y no podían ser esclavizados; que cada ser humano tenía derechos naturales que los poderes públicos tenían el deber de proteger. Estos derechos naturales eran la vida, la libertad personal y la libertad de conciencia, pero también, gracias a la experiencia de los Levellers durante la Primera revolución de Inglaterra, la libertad política. Y aunque los Levellers hubieran fracasado, sus ideas fueron retomadas y puestas de nuevo en funcionamiento en otras revoluciones, entre ellas la Revolución francesa: la crítica radical de las políticas coloniales había conducido también a pensar los derechos de los pueblos, y en particular la soberanía, como el bien común de los individuos que constituyen dichos pueblos. Robespierre, artífice de la divisa libertad-igualdad-fraternidad. Robespierre fue un político que se alimentó de esta filosofía del derecho natural moderno, filosofía que contribuyó a enriquecer a través de la propia práctica de la revolución de los derechos del hombre y del ciudadano. Robespierre fue quien aunó, el 6 de diciembre de 1790, las tres palabras “libertad”, “igualdad” y “fraternidad” en la divisa que se convirtió en la de la República en Francia, pero también –y esto se dice menos a menudo- la de la República de Haití, que se independizó en 1804. La libertad se piensa aquí en los términos del derecho natural, tal y como éste ha sido presentado, esto es, como derecho a la vida, a la libertad personal y a la libertad en sociedad o ciudadanía. La igualdad significaba en esa época la reciprocidad del derecho: si soy libre, tengo el deber de respetar la libertad del otro –por ejemplo, no tengo el derecho de matarlo o de someterlo a esclavitud-. La fraternidad es lo que vincula a los humanos entre ellos, lo que hace que tengan los mismos derechos y los mismos deberes, un sentido común y una racionalidad sensible; se trata, en definitiva, de una noción que emana de las nuevas formas de humanismo que lograron desarrollarse gracias a los duros combates mantenidos después del siglo XVI y, de modo más reciente, por la Ilustración. La pertenencia al género humano se vivía y se pensaba, pues, como una identidad común a todos los seres humanos. Sin embargo, esta fraternidad del siglo XVIII se halla hoy abiertamente combatida, particularmente por las ideologías comunitaristas, que recurren a ciertas diferencias –color de la piel, religión, cultura, sexo, etc.- para dividir la humanidad y jerarquizarla. Un teórico del derecho a la existencia. El proyecto robespierriano supuso un desarrollo concreto de los principios de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, votada el 26 de agosto de 1789. A la luz de las experiencias del movimiento popular, Robespierre definió un nuevo derecho del hombre y completó la filosofía del derecho natural moderno. Veámoslo más de cerca. El movimiento campesino reclamaba la abolición del régimen feudal, sin posibilidad de rescate de los derechos feudales sobre las haciendas. Los campesinos decían claramente que ya no querían pagar rentas al señor y reclamaban que las haciendas que trabajaban les fueran reconocidas como bienes propios. Reclamaban también que los bienes comunales usurpados por los señores fueran restituidos a las comunidades lugareñas. Otro peligro amenazaba a los campesinos bajo la forma de las grandes granjas capitalistas consagradas a los monocultivos cerealistas que abastecían el mercado interior: la concentración de la explotación agrícola aceleraba la expropiación del campesinado, al mismo tiempo que la alianza entre los grandes productores y los vendedores de grano amenazaba a los mercados públicos, abastecidos por los pequeños productores. La formación de un mercado privado de bienes de subsistencia logró imponer una especulación al alza de los precios de los productos de primera necesidad. Y los salarios de los más pobres, obligados como estaban a comprar su grano, no alcanzaban a garantizar su alimentación. De este modo, las subidas de los precios comportaban aumentos considerables de la mortalidad entre la parte más vulnerable de la sociedad. Esta política de especulación al alza de los precios de los cereales había sido puesta en marcha por los economistas fisiócratas, primero, y, después, por los seguidores de las ideas de Turgot. En 1789, la Asamblea constituyente, dominada por estos partidarios de los economistas, había reeditado una experiencia de libertad ilimitada en el comercio del grano, para lo que había decretado la ley marcial contra los movimientos populares que intentaran oponerse. Esta política constituía una Guerra del trigo en toda regla. Robespierre se alineó con los movimientos populares en su crítica a lo que en su época se denominó la economía política tiránica. Y Robespierre teorizó acerca de dichas formas de resistencia por parte del pueblo en su concepción de este nuevo derecho del hombre que era el derecho a la existencia y a los medios para conservarla: “Artículo 1. El objetivo de toda asociación política es el mantenimiento de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre y el desarrollo de todas sus facultades. Art. 2. Los principales derechos del hombre son los que garantizan la conservación de su existencia y la libertad.” (“Proyecto de declaración de los derechos” presentado a la Convención el 24 de abril de 1793). Los partidarios de una economía política tiránica justificaban la libertad ilimitada del comercio de los bienes de primera necesidad a través de la reivindicación del derecho del propietario de disponer de sus posesiones como se le antoje. Sin embargo –responde Robespierre-, los productos de primera necesidad no pueden ser definidos como propiedades solamente privadas, puesto que resultan socialmente necesarios. Es preciso, pues, que se les reconozca dicho carácter social: “Los alimentos necesarios para el hombre son tan sagrados como la vida misma. Todo lo que es indispensable para la conservación constituye una propiedad común a la sociedad entera.” (“Sobre los bienes de subsistencia”, intervención en la Convención de 2 de diciembre de 1792). Para materializar el derecho a la existencia y reconocer el carácter social de los bienes de primera necesidad, Robespierre propuso someter el ejercicio del derecho de propiedad al derecho a la existencia, imponiendo al primero límites por ley. Asimismo, para controlar el comercio del grano, propuso llevar a cabo una reforma agraria con el objetivo de procurar tierras a los campesinos sin tierra y a los asalariados rurales, fortalecer los mercados públicos abastecidos por los pequeños productores y crear graneros comunales controlados por representantes elegidos por el pueblo. Esta reforma agraria empezó a realizarse en 1793, una vez que la Convención hubo votado finalmente la supresión del régimen feudal, sin contraprestaciones por parte de los campesinos, reconocido la propiedad municipal de los bienes comunales y restituido dichos bienes comunales, que habían sido usurpados por los señores 40 años antes. Esta revolución instituyó la propiedad campesina libre en Francia y reconoció los bienes comunales a los municipios. De este modo quedaba reconocida la propiedad colectiva en Francia. Así, la crítica de la economía política tiránica había permitido a Robespierre completar la noción de libertad: a los derechos naturales a la vida, a la libertad personal y a la libertad en sociedad, Robespierre añadió el derecho a la existencia, que debía impedir que el poder económico rehusara dar respuesta a las necesidades de la sociedad. El concepto de economía política tiránica data, pues, del siglo XVIII. Robespierre, que calificaba las prácticas especulativas de asesinato, denominó su proyecto de democracia económica, social y política con el muy notable término de “economía política popular”. Cabe notar que, en esa época, la crítica de la economía política tiránica y, en particular, de la concepción de la libertad a ella asociada, habían sido articuladas claramente por oposición a la esclavitud o a las múltiples formas de despotismo y que, por ello, dicha noción de libertad no se confundía con la restrictiva definición de libertad como libertad negativa o como libertad del propietario de disponer sin límite de sus bienes, sean éstos los que sean y los entienda aquél como los entienda. Preparar una cosmopolítica de la libertad de los pueblos. Otro aspecto de la economía política tiránica criticado por Robespierre fueron las políticas expansionistas, conquistadoras en Europa y colonialistas fuera del continente. A partir de 1789, Robespierre se unió a la Sociedad de los ciudadanos de color, que estaba formada por hombres libres de color venidos de América. El rey había reclutado soldados de sus posesiones en las Antillas para dar apoyo a la Independencia de los Estados Unidos, y esta Sociedad de los ciudadanos de color contaba entre sus filas con cierto número de estos militares. Uno de los activistas de estos ciudadanos de color era Julien Raimond, un rico colono mestizo de Santo Domingo que luchaba contra la política del prejuicio por razones de color. Julien Raimond había comprendido que este prejuicio por razones de color era una consecuencia de la esclavización de cautivos africanos deportados a América, y que, por lo tanto, sólo se podría acabar con dicho prejuicio suprimiendo la esclavitud, que era su causa. Los ciudadanos de color, quienes escogieron denominarse así porque reivindicaban su color, elaboraron un proyecto de revolución en el seno de las colonias, donde también estaba todo por inventar. Dicha revolución debería pasar por la destrucción de las relaciones de dominación colonial, de la esclavitud y del prejuicio por razones de color. Debería suprimirse la plantación azucarera y, en su lugar, inventarse una nueva economía orientada hacia la satisfacción de las necesidades sociales. Los ciudadanos de color que se encontraban en París hallaron gran ayuda en la filosofía del derecho natural moderno, que inspiraba la revolución que acababa de empezar en Francia. Buscaron amigos y aliados entre los revolucionarios franceses, a quienes informaron acerca de la realidad de las colonias, que era de difícil conocimiento porque los colonos no osaban revelar todo lo que allá hacían. Los ciudadanos de color comprendieron que debían involucrarse también en la promoción de una política revolucionaria en Francia que, a su vez, rompiera con la política expansionista de los estados europeos del momento. Los primeros aliados que los ciudadanos de color encontraron fueron Cournand y Grégoire, quienes los introdujeron en la Sociedad de los Amigos de la Constitución, el llamado club de los Jacobinos, donde se unieron a Milscent, Robespierre y otros. Los ciudadanos de color y el ala izquierda de la Sociedad de los Jacobinos realizaron un enorme trabajo común de información acerca de la realidad de las colonias. A raíz de ello, Robespierre desarrolló una crítica del derecho de propiedad ejercido sobre seres humanos. Los partidarios de la esclavitud habían negado la humanidad de sus esclavos, a quienes reducían a la categoría de meros bienes muebles, del mismo modo que, a los ojos de los economistas, cabían también dentro de la concepción que éstos tenían de la propiedad mobiliaria. La economía política tiránica admitía, pues, la suspensión de la humanidad de los esclavos. Sin embargo, los amigos de los derechos de la humanidad rechazaron tales operaciones conceptuales. En su proyecto de declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, Robespierre dejó expresa la prohibición de la esclavitud, lo que limitaba el ejercicio del derecho exclusivo e ilimitado de la propiedad que los colonos reivindicaban. En mayo de 1791, con ocasión de un amplio y largo debate sobre las colonias que se extendió entre los días 11 y 15, Robespierre criticó abiertamente la política colonial como violación de los derechos de las gentes y de los pueblos. El lema “perezcan las colonias antes que un principio”, que hizo célebre en esa época, debe ser situado en este contexto de rechazo del colonialismo. Y fue la Convención de la Montaña la que, el 16 del mes Pluvioso –el 4 de febrero de 1794-, abolió la esclavitud de las colonias y decidió dar apoyo a la Revolución de Santo Domingo, que había abierto, tras la insurrección de los esclavos que se inició la noche del 22 al 23 de agosto de 1791, un proceso particularmente difícil de abolición de la esclavitud y de ruptura con el colonialismo. Pero volvamos un poco hacia atrás. El 29 de agosto de 1793, el gobierno municipal de Cabo Haitiano había decidido la abolición de la esclavitud y los nuevos hombres libres habían procedido a la elección de una delegación de Santo Domingo, encargada de solicitar su apoyo al pueblo francés. La elección de dicha delegación pone de manifiesto el proyecto de esta revolución: fueron elegidos seis diputados según el principio de igualdad de la epidermis: dos negros, dos blancos y dos mestizos. El fuerte simbolismo de esta elección daba fe de la entrada de los africanos, despreciados hasta el momento y reducidos a la condición de esclavos, en el género humano nacido libre y poseedor de derechos. La bandera viva de la igualdad de la epidermis, pues, ensanchaba el género humano y reafirmaba, en la vida concreta en las Américas, la humanidad-una en su diversidad. Para los revolucionarios, la revolución de los derechos del hombre y del ciudadano era un proceso que concernía a la humanidad en su conjunto, por donde fuera que ésta se hallara oprimida, por donde fuera que ésta pudiese –y debiese- ejercer su derecho de resistencia a la opresión. Grégoire, Thomas Paine, Julien Raimond, los esclavos de Santo Domingo, Kant, los campesinos franceses y muchos más todavía, tenían una concepción cosmopolita de los derechos de la humanidad: se trataba de un asunto que interesaba al mundo entero, puesto que los crímenes contra la humanidad cometidos representaban una amenaza general para la propia humanidad. Robespierre, demócrata. Veamos ahora la concepción robespierriana de la democracia. Robespierre había sido elegido por los zapateros de la ciudad de Arras, uno de los gremios más pobres, para los Estados Generales de 1789. En una época en la que el pueblo era despreciado hasta el cinismo –pero, ¿ha cambiado esto realmente?-, Robespierre fue el defensor infatigable de sus derechos y de su dignidad. Su amistad con el pueblo, ese pueblo menudo de las ciudades y del campo, le valió la hostilidad de todos los que lo despreciaban, en particular de los que trataban de reducir la nación a una aristocracia de la riqueza, los que aspiraban a una democracia sin el pueblo. Robespierre quería que los mandatos de los elegidos fueran revocables por el pueblo, según el principio que estableció: “el pueblo es bueno, sólo el magistrado es corruptible” –y no a la inversa-. Los ciudadanos reunidos en asamblea elegían a los diputados y otros funcionarios públicos –comisarios de policía, jueces de paz, oficiales de la guardia nacional, etc.- y conservaban una capacidad de control sobre éstos. Si un elegido perdía la confianza del pueblo, podía ser objeto de un voto de desconfianza y perder su mandato. Este control de los elegidos estuvo en vigor durante el período 1792-1794. De hecho, hasta una revolución tuvo lugar según este principio: la Revolución que estalló entre el 31 de marzo y el 2 de junio de 1793, que vio al pueblo sitiar el lugar de reunión de la Convención con tal de revocar el mandato a los veintidós diputados de la Gironda, que habían perdido la confianza del pueblo. Estos veintidós mandatarios infieles -así los denominó el pueblo entonces- terminaron perdiendo su mandato y tuvieron que volver a sus casas. Es preciso percatarse de lo que una historiografía incapaz de concebir que los ciudadanos puedan ejercer un voto de desconfianza de este tipo ha podido producir en forma de hipótesis fantasiosas, absurdas o calumniosas en relación con estos episodios. El hecho de que la Revolución del 31 de mayo al 2 de junio de 1793 no comportara ni un solo muerto ni un solo herido es algo que generalmente los historiadores ocultan bajo el manto del silencio. Robespierre quería también que los ciudadanos participaren en la elaboración de la ley, según la siguiente definición de ciudadanía: se es libre en sociedad cuando se obedece a leyes en cuya elaboración se ha participado y a las que se ha dado el consentimiento. Los ciudadanos, pues, participaban en la elaboración de la ley eligiendo sus diputados, pero también redactando peticiones y presentándolas al cuerpo legislativo, el cual consagraba entonces sus mañanas a tomar conciencia de tales proposiciones. De este modo, el ejercicio del poder legislativo se hallaba verdaderamente repartido entre el pueblo soberano y sus representantes. Asimismo, Robespierre insistió en la necesidad de instituir una administración pública descentralizada. La aplicación de las leyes se hacía al nivel más próximo a la gente: el del municipio. Las competencias de estos poderes locales eran muy amplias: incluían la policía, la justicia de paz, la administración de los impuestos locales, la gestión de los bienes comunales y de los derechos de uso de los habitantes, la administración de los productos de primera necesidad, el abastecimiento de los mercados y la gestión de los graneros públicos. El control se llevaba a cabo a través de rendiciones de cuentas frecuentes ante las asambleas generales de los ciudadanos del municipio. Estas cuentas eran enviadas enseguida, cada diez días, por correo regular, a las instancias superiores, que eran asimismo elegidas por los ciudadanos: las del distrito y el departamento, primero, y, después, las de los ministerios. No había, pues, centralización administrativa ni agentes del poder central. De hecho, no la hubo desde 1789 hasta la restauración de la monarquía en Francia por parte de Napoleón Bonaparte, con el Imperio. Por otro lado, Robespierre no pensaba que todo tuviese que ser sometido a las leyes, que todo lo que interesa al ser humano dependiese del ejercicio de los poderes públicos. Al contrario, los individuos y las familias debían, en la medida de lo posible, esto es, sin lesionar a las personas, encontrar soluciones a sus problemas. Del mismo modo, tal y como se ha visto, los municipios se veían investidos de una parte del poder en la medida en que se encargaban de regular las cuestiones que afectaban al ámbito local. Escuchémoslo: “Huid de la manía antigua de los gobiernos de gobernar demasiado; dejad a los individuos, dejad a las familias el derecho de hacer lo que no daña a los demás; dejad a los municipios el poder de regular por sí mismos sus propios asuntos, en todo lo que no incumba esencialmente a la administración general de la República. En una palabra, devolved a la libertad individual todo lo que no pertenece por naturaleza a la autoridad pública, y así dejaréis con muchos menos recursos a la ambición y a lo arbitrario.” (“Sobre la Constitución”, 10 de mayo de 1793, en la Convención). Esta concepción de la política, así como la práctica que de ella se deriva, tuvieron vigencia, en Francia, durante todo este período de democracia y de derechos del hombre y del ciudadano, pero luego fueron olvidadas o deformadas de formas ridículas u odiosas: todo lo que se ha venido recordando es, todavía hoy, demasiado frecuentemente presentado bajo la forma de un jacobinismo transformado en centralismo estatal. Durante la primera mitad del siglo XX, la vulgata marxista estaliniana añadió a esta visión deformada del período analizado sus ingredientes preferidos: partido único y dictadura. Después, durante la década de 1970, la vulgata liberal empeoró todavía más las cosas al presentar la Revolución francesa como la matriz de los totalitarismos -¡en plural!- del siglo XX. Debemos esta proeza a la pluma del François Furet de Penser la Révolution française... Pero hagamos justicia a este autor que alcanzó a pensar, algo más tarde, que había ido demasiado lejos y mudó de parecer: autocrítica intrépida que es preciso celebrar. Concluiré abordando la forma como se hacía política en la época de la Revolución. La ciudadanía se concebía y se practicaba en el marco de una soberanía popular real que la mayoría de las sociedades han perdido en la actualidad, en gran medida por el efecto de las formas de dependencia que caracterizan a las sociedades contemporáneas. Este es un punto fundamental: si la soberanía popular no existe o ya no existe, ¿cómo podemos seguir hablando de ciudadanía? En el siglo XVIII, la ciudadanía acompañaba la soberanía popular, lo que aquí ha sido recordado a través del caso de Robespierre y de su intento de poner en funcionamiento una cosmopolítica fundada en la alianza entre los pueblos para fundar jurídicamente la paz y renunciar activamente a las políticas expansionistas. Principalmente, la ciudadanía se practicaba, no dentro de los partidos políticos, sino en el seno de las asambleas generales de ciudadanos en el nivel municipal. En el ámbito nacional de la legislación, los ciudadanos contaban con el derecho a la elección de sus representantes, sobre los cuales ejercían –lo hemos visto ya- un control real a través del voto de confianza. El objetivo de esta actividad ciudadana era, a través de la instrucción política que estas asambleas generales permitían, crear un espacio público democrático que fuera ensanchándose a medida que la participación del pueblo se ampliara también. Este espacio público democrático daba vida a una práctica real de ese reparto del ejercicio de los poderes legislativo y ejecutivo entre los ciudadanos y sus elegidos e impedía, asimismo, que un partido, una clase o una autoridad se incautara del ejercicio de estos poderes públicos. En otras palabras, esta práctica política impedía la apropiación del espacio público, el cual debía, precisamente, conservar su carácter público. Y es a este espacio público democrático en el que el ejercicio de los poderes legislativo y ejecutivo se hallaba repartido entre los ciudadanos y sus elegidos al que Robespierre había dado forma teórica y contribuido a poner en práctica: una re-pública o una democracia de los derechos del hombre y del ciudadano. Referencias bibliográficas. Historia general de la Revolución francesa: Alphonse AULARD, Histoire politique de la Révolution française, Paris, 1901. Albert MATHIEZ, La Révolution française, Paris, 1927. Sobre la revolución de los derechos del hombre y del ciudadano: Bernard GRŒTHUYSEN, Philosophie de la Révolution française, Paris, 1956. Jean-Pierre FAYE, Dictionnaire politique portatif en cinq mots, Paris, Gallimard, 1982. Florence GAUTHIER, Triomphe et mort du droit naturel en révolution, 1789-1795-1802, Paris, 1992. Sobre la revolución campesina y urbana: Henry DONIOL, La Révolution française et la féodalité, Paris, 1876. Philippe SAGNAC, La législation civile de la Révolution française, Paris, 1898. Georges LEFEBVRE, La Grande Peur de juillet 1789, Paris, 1932. Albert SOBOUL, Les sans-culottes parisiens, Paris, 1968. F. GAUTHIER et G. IKNI éd., La Guerre du blé au XVIIIe siècle, Paris, Éditions de la Passion, 1988. Jean-Pierre GROSS, Égalitarisme jacobin et droits de l’homme, Paris, 2000. Sobre Robespierre:Albert MATHIEZ, Études sur Robespierre, Paris, 1973. Florence GAUTHIER éd., Périssent les colonies plutôt qu’un principe ! Contributions à l’histoire de l’abolition de l’esclavage, 1789-1804, Paris, Société des Études Robespierristes, 2002. ROBESPIERRE, Pour le bonheur et pour la liberté. Discours, La Fabrique, Textes choisis, Paris, 2000. __________________________________________ Versión castellana de David Casassas __________________________________________ (*) Florence Gauthier es catedrática de Historia de la Revolución Francesa en la Université Paris 7 - Denis Diderot. Miembro del Consejo editorial de |
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