“Que ninguno por ser joven vacile en filosofar, ni por llegar a la vejez se canse de filosofar. Pues no hay nadie demasiado prematuro ni demasiado retrasado en lo que concierne a la salud de su alma”
Epicuro, Carta a Meneceo
De las innumerables cosas que en mi paso por la facultad me enseñaron mis profesores, aprendí una que me ha sido de soberana utilidad para la vida: que la filosofía es algo más que un amor por el saber, que es una cierta sabiduría en sí misma.
También aprendí que la igualdad que es requisito inexcusable como valor político de “isonomía” en una sociedad democrática es cancelada, provisionalmente, por la asimetría que impone la desigualdad existente entre maestro y discípulo: que es menester reconocer y admirar el valor superior de quien es mejor que uno mismo, porque es ejemplo en algún sentido, argumentativo, moral, o en ambos. El olvido de esta enseñanza le costó la vida a Sócrates. Y, ahora, cuando ya son muchos los que la han olvidado (empezando por los propios poderes fácticos) nos encontramos con un proyecto de reforma educativa que pretende extirpar de la enseñanza secundaria dos tercios de la presencia de la filosofía en las aulas, con la eliminación de la “Ética” en cuarto de ESO y la supresión de la “Historia de la Filosofía” en segundo de bachillerato.
La sustitución de la Ética por una asignatura llamada “Valores éticos” que, para más inri, será alternativa a la asignatura de “Religión” (católica, por supuesto), es sin duda grave.
En primer lugar, porque la ética, en tanto que disciplina filosófica, es mucho más que un simple catálogo de “valores” (muchos de los cuales son -justo es reconocerlo- herencia cristina). La ética es, ante todo, una reflexión de segundo grado que puede elevarse por encima de los valores (contenidos morales) hasta alcanzar ciertos principios.
En segundo lugar, porque la venerable ética tiene una dignidad suficiente como para ser mucho más que la mera sustituta de un conjunto de dogmas privativos de una particular confesión religiosa dominada por unos señores de avanzada edad adictos a vestir extravagantes ropajes.
Ética y religión no son alternativas excluyentes: quien posee unas determinadas convicciones religiosas no está por ello eximido de tener un comportamiento ético y conocer, por tanto, el significado y función de la ética. La ética no es en ningún caso una especie de sucedáneo de la religión para los impíos que no creen en Dios o dudan de su existencia. La ética es, simplemente, el análisis crítico de los preceptos morales y los principios y valores resultantes de la reflexión llevada a cabo sobre dichos preceptos por parte de cada persona en el uso de su libertad. La ética se ocupa de organizar la convivencia humana allí donde hay presencia de sociedad y es, por tanto, una exigencia que se impone necesariamente para todo ser humano por el hecho de ser persona, independientemente de que tenga o no tenga creencias religiosas. Es un derecho de todo estudiante tener una formación en ética y un deber del Estado proporcionarle esa formación. La religión, en cambio, no es ninguna exigencia ni puede serlo. Es, a lo sumo, una invitación a un modo de vida basado en la creencia en la trascendencia. Religión y ética, globalmente entendidas, no se sustituyen la una a la otra; por tanto, no pueden ser alternativas. Cuando ya los planes de estudio habían dirimido semejante dilema ficticio y habían establecido la obligatoriedad de la asignatura de Ética en la secundaria, resulta que ahora el Ministro Wert, ignorando completamente toda argumentación racional, propone volver a estados de cosas que nos retrotraen a épocas francamente lamentables. Cuesta creer que la fuerza de la caverna sea todavía tan poderosa.
Igual de mal o peor están las cosas con la supresión de la “Historia de la filosofía”. No obstante, muchos se preguntarán, basándose en el argumento tan reiterado de que la filosofía “no vale para nada”, si no será únicamente un interés gremial el que lleva a los profesores de filosofía a rebelarse contra tal supresión. Voy a tratar de responder, en lo que sigue, a tamaña inquietud.
La filosofía es comunmente definida, partiendo de su etimología (“filia” y “sophos”), como “amor por la sabiduría”. Esta definición, bella y sugerente como metáfora, es no obstante insuficiente si de ella se intenta extraer algún contenido más positivo que delimite lo que es el campo de estudio y de aplicación de esa disciplina conocida como “filosofía”.
La indefinición característica de la filosofía provoca que muchas personas se sientan tentadas una y otra vez a preguntarse para qué sirve y cuál es su contenido, si es que tiene alguno; con más motivo en una sociedad como la nuestra que desde los albores de la modernidad ha visto expandirse exponencialmente los dominios de la ciencia y la técnica a través de un proceso imparable de positivización de los saberes que no parece dejar lugar alguno para la filosofía, convertida ahora en algo obsoleto, en un tipo de discurso dogmático y especulativo, inútil a fin de cuentas, perteneciente a un pasado ya totalmente “superado”.
Sin embargo, pese a las apariencias en contrario, la filosofía seguirá siendo necesaria mientras en medio del caudal prácticamente infinito de información que nos desborda cada día haya un deseo de ordenar esa información según criterios que vayan más allá de lo puramente ideológico/dogmático. La acumulación de datos, por sí misma, no implica conocimiento si esos datos no son presentados y elaborados como parte de un sistema organizado de ideas y creencias.
La ciencia se caracteriza por la demarcación de un campo categorial, un ámbito acotado de la realidad en el que es posible aplicar unos métodos de observación y experimentación y formular modelos explicativos para dar cuenta de los hechos que en el seno de ese campo acontecen. La filosofía no tiene un campo específico de objetos. Mientras las ciencias son saberes positivos, de primer grado , saberes que están en contacto directo con los objetos materiales del mundo, la filosofía es un saber de segundo grado, una disciplina cuyo material no son los objetos mismos sino las “ideas” que emanan de los saberes positivos ya constituidos como tales, una vez éstos han alcanzado un grado suficiente de madurez en su desarrollo.
Según una concepción materialista de la filosofía (desde la que está planteada este artículo), una filosofía crítica ha de estar en contacto permanente con los saberes científicos, a veces para aportar luz donde no la hay, a veces para corregir sus excesos y dibujar sus límites, pero siempre concediendo que sin ciencia no podría haber verdadera filosofía. Una verdadera filosofía tiene que ser una filosofía implantada en su presente , que es tanto como decir: perfectamente al corriente de los constantes desarrollos científico-tecnológicos. Pero la filosofía tiene un discurso propio (polémico y reflexivo) no reductible a ciencia, ni tampoco a mera yuxtaposición enciclopédica de datos científicos. La filosofía no es una ciencia ni puede llegar a serlo, puesto que bebe, además, de otras fuentes también importantes que no son científicas: la moral o el arte, por ejemplo.
Cabe introducir una distinción fundamental para el asunto que nos traemos entre manos. Se trata de la distinción entre filosofía mundana y filosofíaacadémica . Habría, por un lado, una filosofía mundana que sería la que se ejercita al margen de la Academia, es decir, al margen de los lugares institucionales en los que se enseña y difunde la filosofía como saber “experto”. Esta filosofía mundana está constituida por una serie de ideas casi siempre confusas, imprecisas y organizadas generalmente según criterios ideológicos o dogmáticos. La filosofía académica, por el contrario, como disciplina crítica y abstracta, tiene como cometido organizar las ideas según criterios de tipo lógico, científico, metacientífico, estableciendo distinciones, oposiciones, paralelismos, concomitancias, análisis, síntesis, valoraciones, etc. con el fin de crear undiscurso coherente. Los contenidos de la filosofía académica provienen siempre de la filosofía mundana. La filosofía académica no se puede nutrir a sí misma de ideas y se limita, por tanto, única y exclusivamente a dar forma a los contenidos que la filosofía mundana le proporciona.
La filosofía académica tiene como función esclarecer, precisar, sistematizar, lo que en la filosofía mundana se presenta deslavazado, impreciso y oscuro. La filosofía tiene una finalidad fundamentalmente crítica: ésta es su esencia. La crítica significa principalmente discernimiento, jerarquización, valoración. Y la crítica va unida a la emancipación, puesto que la búsqueda de la verdad es ella misma una exigencia ética de la misma forma que la búsqueda de la felicidad es la finalidad última de toda teoría verdadera.
Conocer las diferentes respuestas que cada época ha proporcionado, en perspectiva histórica, y someter esas respuestas a una crítica razonada desde el conocimiento del presente, es una parte esencial del razonar filosófico . Y en tanto que la filosofía siga siendo una conquista irrenunciable de nuestro modo civilizatorio (basado en la constante crítica del mito), tratar de prescindir de ese conocimiento es una torpeza mayúscula: es tanto como querer renunciar a la propia historia, a lo que somos (porque somos también historia), querer hacer saltar por los aires los mejores valores que nos ha legado la tradición y tratar de reinventar el mundo y la vida desde la nada, cosa imposible. La masa enorme de reflexión que otros muchos, antes que nosotros, nos han transmitido a lo largo de los siglos, no es ociosa ni prescindible: forma parte del bagaje con el que caminamos por la vida y, en cierta medida, nos ayuda a transitar por ella.
Aunque fuera en la forma de un saber histórico, la filosofía estaría cumpliendo con una tarea, creo, imprescindible, en la enseñanza secundaria, en la medida en que contribuye a que el ciudadano medio se familiarice con el conocimiento de las diversas alternativas de pensamiento que se le presentan a propósito de cada asunto de importancia en su vida diaria. Ser consciente de que no hay una respuesta única para cada problema, saber valorar cada una de las respuestas posibles, son tareas que todo ciudadano mínimamente formado debe saber acometer para poder afrontar con plenitud su vida, siendo algo más que un mero voto para apoyar lo que la mayoría decida. La formación del juicio es un proceso en el que la educación reglada interviene en una forma muy pequeña: son las experiencias personales, sociales, profesionales, de cada uno las que irán conformando ese juicio, su “filosofía personal”. Sin embargo, no pueden obviarse los efectos que una educación reglada en filosofía puede tener sobre los ciudadanos. Una sociedad se cualifica como mejor o peor dependiendo del porcentaje de ciudadanos que están al tanto de las alternativas posibles ante cada problema y que son capaces de argumentar incorporando en sus razonamientos las razones de los demás. La ignorancia es síntoma de la debilidad de una sociedad. Conocer el alcance de las ideas que se manejan en los discursos corrientes es muestra de potencia argumental.
En la medida en que muchos jóvenes nunca más tendrán la oportunidad de tener contacto con la filosofía académica una vez abandonen las aulas de la enseñanza media, es fácil deducir que, tras la supresión de la Historia de la Filosofía en segundo de bachillerato, miles de jóvenes españoles no conocerán ya el Mito de la Caverna de Platón o el famoso prólogo de la Contribución a la crítica de la economía política de Marx, auténticos hitos culturales de la historia de nuestra civilización en los que se condensan gran parte de las ideas que todavía a día de hoy impregnan nuestra visión general del mundo. No conocer estos textos ni tener noticia de su importancia para entender lo que somos como personas constituye un déficit de conocimiento profundamente grave para cualquier ciudadano que quiera comprender siquiera un poco el mundo en el que vive.
La consecuencia de la eliminación de la filosofía de los planes de estudio es que la función que ésta debería cumplir en la sociedad, como “tribunal superior de la razón”, será desempeñada por otras instancias, tales como los medios de comunicación de masas en su condición de generadores de opinión pública. La responsabilidad de promover estados de opinión recaerá por entero en personas cuya formación filosófica es prácticamente nula o muy deficiente: por ejemplo, periodistas iletrados convertidos en “opinadores” profesionales que contribuyen, en el ejercicio de su tarea, a la mistificación ideológica, la demagogia y la falsedad.
En realidad, el intento de arrinconar a la filosofía en los márgenes del saber políticamente administrado tiene que ver con la idea de que los saberes verdaderamente importantes son los económicamente productivos. El saber ha sucumbido al mandato neoliberal: solo tiene valor lo que proporciona algún beneficio, lo que es funcional al sistema capitalista. Los saberes que preparan a los jóvenes para medrar en un mercado laboral cada vez más agresivo e inhóspito: ésos son los saberes socialmente considerados útiles. Y solamente en la medida en que puedan probar que coadyuvan, de hecho, al rendimiento del gran capital: la investigación en tecnología armamentística será privilegiada, por ejemplo, frente a la investigación en ciencia básica, aun cuando ésta pudiera tener, a la larga, mejor provecho para el conjunto de la sociedad.
La filosofía, como crítica incesante de las ideas en el orden teórico y actividad transformadora de la realidad social en el orden práctico, resulta incómoda para el mantenimiento del sistema. Coopera en contra del establecimiento del pensamiento uniformizador y acrítico que sirve de superestructura ideológica al capitalismo. Obliga a revisar los conceptos habituales que manejamos. Plantea preguntas dolorosas. Exige autonomía, independencia y creatividad. Conviene a un buen número de personas, por tanto, luchar contra ella.
Quien no sepa organizar sus ideas con coherencia y de forma crítica, quien no sepa ni un ápice de filosofía académica, puede vivir sin grandes preocupaciones, no cabe duda. Pero su vida no se diferenciaría mucho de la vida de una oveja, claro. Un mundo donde no hubiera filosofía sería un mundo difícilmente habitable, lo más parecido a ese futuro deshumanizado, tecnificado y terroríficamente disciplinado que nos presentaron distopías como las de “Un mundo feliz” y “1984”. Es un mundo posible, pero solamente con enorme carga de cinismo podríamos presentarlo como “deseable”.
No obstante, hay que admitir que, muy probablemente, quien no siente dentro de sí la necesidad de buscar la respuesta a ciertas preguntas que se le plantean a toda persona en el transcurso de su vida (¿qué es la verdad?, ¿qué es la libertad?, ¿qué es la justicia? y muchísimas más), no va a encontrar en la filosofía ningún tipo de satisfacción, consuelo ni utilidad para su vida corriente. De la misma forma que, quien no siente en su propia carne el desgarro de la vida cuando ésta le sitúa ante la experiencia del sufrimiento, la enfermedad, la contradicción y la muerte, no sentirá jamás la necesidad de plantearse cuál es el sentido de su existencia. No será a estas personas, desde luego, a quienes seduzca el argumento de Epicuro con el que he querido comenzar este texto, pues, de acuerdo con Spinoza, la razón por sí misma es impotente ante la fuerza de las pasiones, de tal modo que ni el mejor y más ejemplar de los argumentos podrá nunca convencer al necio.
Y siendo esto así, es evidente que el ínclito Ministro de Educación, Cultura y Deporte hará caso omiso a todo lo que podamos decir en su contra y seguirá obstinado en privar a miles de jóvenes españoles de la posibilidad de conocer una parte fundamental de su propio ser. Algo que, quiérase o no, repercutirá negativamente en su capacidad de constituirse como personas libres.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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