The Independent
Traducido del inglés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos. |
¿Recuerdan toda aquella introspección y autoflagelación
nacional acerca del Imperio Británico y todos los horrores cometidos
en su nombre? No, yo tampoco. Pero este es el británico imaginario
que ha sido conjurado por nuestro Secretario de Exteriores, William
Hague. “Tenemos que quitarnos esta culpa postcolonial”, declaró
en Friday's Evening Standard. “Tenemos que tener confianza
en nosotros mismo”.
Esto es un eco de la afirmación hecha por Gordon Brown en 2005 de que “los días en que los británicos tenían que pedir perdón por su historia colonial han pasado”. Era una falacia del hombre de paja, porque nunca se ha pedido perdón por el imperialismo británico. Una amnesia colectiva ha borrado prácticamente el Imperio Británico, como un secreto embarazoso y sórdido que nunca se debe mencionar en una compañía educada. Se puede amonestar con toda razón a un país extranjero como Turquía por no aceptar una atrocidad como el genocidio armenio, pero se olvidan intencionadamente los momentos más aciagos de nuestra propia historia.
Consideremos India, la “joya de la corona” del Imperio Británico. A principios del siglo XVII, antes de que fuera conquistada, su participación en la economía mundial estaba muy por encima de una quinta parte, casi lo mismo que toda Europa junta. En el momento en el que el país obtuvo la independencia había bajado a menos de un 4%. Se trató a India como un generador de dinero: el Conde de Chatham describió los ingresos que afluían al Tesoro de Londres como “la redención de la nación […], el tipo de regalo de los cielos”. A finales del siglo XIX India era el principal comprador del mundo de las exportaciones británicas y proporcionaba un trabajo muy bien remunerado a los funcionarios británicos, todo a expensas de India.
Mientras India se volvía cada vez más decisiva para la prosperidad británica, millones de indios morían de muertes completamente innecesarias. Hace más de una década Mike Davis escribió un libro fundamental titulado Los holocaustos de la era victoriana tardía [*] [Late Victorian Holocausts]: el título está lejos de ser hiperbólico. A consecuencia de las políticas de laissez-faire económico que Gran Bretaña aplicó despiadadamente, entre 12 y 29 millones de indios murieron de hambre innecesariamente. Se exportaron a Gran Bretaña millones de toneladas de trigo incluso cuando el hambre hacía estragos. Cuando se establecieron campamentos de ayuda, apenas se alimentó a los habitantes y murieron casi todos ellos.
La última hambruna a gran escala que tuvo lugar en India fue bajo el dominio británico y desde entonces no ha tenido lugar ninguna otra. Más de cuatro millones de bengalíes murieron de hambre en 1943 después de que Winston Churchill desviara comida a los bien alimentados soldados ingleses y a países como Grecia. “El que mueran de hambre los ya desnutridos bengalíes es menos grave” que lo hagan “los robustos griegos”, argumentó. “Odio a los indios. Son un pueblo horroroso con una religión horrorosa”, le dijo a su secretario de Estado para India, Leopold Amery. En cualquier caso, el hambre era culpa de los indios por “reproducirse como conejos”. Churchill tenía antecedentes: ya en 1919 se declaró “completamente a favor de utilizar gas venenoso en contra de tribus no civilizadas” argumentando que “difundiría un terror vivo”.
Solemos asociar los “campos de concentración” con los nazis, pero el término entró en el vocabulario gracias a los británicos. Durante la Guerra de los Bóeres a principios del siglo XX más de una sexta parte de la población bóer, en su mayoría mujeres y niños, murió después de que los británicos los encarcelaran en campos. Sus casas, granjas y cosechas habían sido quemadas y sus ovejas y ganado matados en una política de tierra quemada.
En cualquier parte de África el dominio británico podía ser exactamente igual de cruel. Dos décadas antes de contribuir a enviar a la muerte a cientos de miles de soldados rasos británicos, Lord Kitchener dirigió una campaña brutal para apoderarse de Sudán. Como afirma el historiador Piers Brendon en su obra The Decline and Fall of the British Empire [La decadencia y caída del Imperio Británico], “las expediciones punitivas británicas en Sudán” fueron extremadamente brutales, “en ocasiones casi equivalentes a un genocidio”.
Este tipo de atrocidades no pertenece todas a un pasado distante. El pasado mes de julio tres supervivientes del levantamiento Mau Mau contra el dominio británico en Kenia en la década de 1959 pidieron indemnizaciones al gobierno por supuestas torturas. En la brutal ofensiva contra la insurgencia se llevó a miles de miembros de la tribu kikuyu a campos de detención, que la historiadora de Harvard Caroline Elkins describió como “el gulag británico”. Los cálculos de estas muertes varían enormemente: para el historiador David Anderson la cantidad de muertos fue de 20.000, pero Elkins cree que podrían haber muerto hasta 100.000 personas. A pesar de la valiente oposición de la laborista Barbara Castle y, cosa extraña, del Tory de derecha Enoch Powell, se ocultaron los crímenes británicos a la población británica a la que a cambio se ofreció una dieta diaria de atrocidades de los Mau Mau.
Nada de todo lo dicho tiene la intención de señalar a Gran Bretaña en particular: una conspiración del silencio permanece sobre el imperialismo europeo en su conjunto. La mayoría de la gente nunca ha oído hablar del rey Leopoldo II de Bélgica, pero debería ser considerado un tirano de la talla de Hitler y Stalin. Bajo su tirano gobierno de lo que es ahora la República Democrática de Congo aproximadamente 10 millones de personas o la mitad de la población murió de muertes horribles. Se obligó a millones de personas a recolectar la salvia del árbol del caucho; a quienes que no lograban cubrir las cuotas les cortaban las manos. Resulta difícil saber por dónde empezar con otros horrores europeos, con el olvidado genocidio alemán de los pueblos herero y nama en el África del sudoeste a principios del siglo XX o la matanza francesa durante la posguerra de cuentos de miles de personas en Indochina y Argelia.
A menudo se reivindica la superioridad moral europea a pesar del hecho de que las mayores atrocidades de la historia de la humanidad (el colonialismo, dos catastróficas guerras mundiales, el nazismo, el Holocausto) fueron todas ellas cometidas por europeos y se recuerdan vívidamente. Pero es demasiado tentador retocar la historia de la era colonial. Como dice Hague, “pertenece a un pasado muy lejano, la retirada del imperio”.
Con todo, a un agresor le resulta demasiado fácil decir “lo pasado, pasado está”. Cientos de millones de personas siguen padeciendo las consecuencias del colonialismo. Como afirmó en 2005 el entonces presidente de Sudáfrica Thabo Mbeki, el colonialismo dejó “un legado común y terrible de países profundamente divididos según la raza, el color, la cultura y la religión”. Por todo África, Oriente Próximo y el subcontinente indio permanecen los conflictos creados o exacerbados por el colonialismo.
Nosotros también podríamos aprender de nuestro pasado colonial. Las voces de sirena de los terroristas de salón, que piden a gritos la intervención a manos extranjeras, serían mucho menos atractivas si fuéramos conscientes de los horrores del pasado. En el siglo XIX Gran Bretaña se quedó empantanada en una guerra en Afganistán imposible de ganar y así la historia se repite.
Tanto William Hague como Gordon Brown quieren que creamos que ya nos hemos torturado bastante acerca del Imperio y que es el momento de avanzar. Pero ni siguiera ha empezado un debate nacional sobre ampliamente ignorada. Hace demasiado tiempo que se debería haber hecho.
Nota:
* Los holocaustos de la era victoriana tardía: el niño, las hambrunas y la formación del tercer mundo, Valencia, Universitat de València, 2006 (traducción al castellano de Aitana Guia i Conca e Ivano Stocco).
Esto es un eco de la afirmación hecha por Gordon Brown en 2005 de que “los días en que los británicos tenían que pedir perdón por su historia colonial han pasado”. Era una falacia del hombre de paja, porque nunca se ha pedido perdón por el imperialismo británico. Una amnesia colectiva ha borrado prácticamente el Imperio Británico, como un secreto embarazoso y sórdido que nunca se debe mencionar en una compañía educada. Se puede amonestar con toda razón a un país extranjero como Turquía por no aceptar una atrocidad como el genocidio armenio, pero se olvidan intencionadamente los momentos más aciagos de nuestra propia historia.
Consideremos India, la “joya de la corona” del Imperio Británico. A principios del siglo XVII, antes de que fuera conquistada, su participación en la economía mundial estaba muy por encima de una quinta parte, casi lo mismo que toda Europa junta. En el momento en el que el país obtuvo la independencia había bajado a menos de un 4%. Se trató a India como un generador de dinero: el Conde de Chatham describió los ingresos que afluían al Tesoro de Londres como “la redención de la nación […], el tipo de regalo de los cielos”. A finales del siglo XIX India era el principal comprador del mundo de las exportaciones británicas y proporcionaba un trabajo muy bien remunerado a los funcionarios británicos, todo a expensas de India.
Mientras India se volvía cada vez más decisiva para la prosperidad británica, millones de indios morían de muertes completamente innecesarias. Hace más de una década Mike Davis escribió un libro fundamental titulado Los holocaustos de la era victoriana tardía [*] [Late Victorian Holocausts]: el título está lejos de ser hiperbólico. A consecuencia de las políticas de laissez-faire económico que Gran Bretaña aplicó despiadadamente, entre 12 y 29 millones de indios murieron de hambre innecesariamente. Se exportaron a Gran Bretaña millones de toneladas de trigo incluso cuando el hambre hacía estragos. Cuando se establecieron campamentos de ayuda, apenas se alimentó a los habitantes y murieron casi todos ellos.
La última hambruna a gran escala que tuvo lugar en India fue bajo el dominio británico y desde entonces no ha tenido lugar ninguna otra. Más de cuatro millones de bengalíes murieron de hambre en 1943 después de que Winston Churchill desviara comida a los bien alimentados soldados ingleses y a países como Grecia. “El que mueran de hambre los ya desnutridos bengalíes es menos grave” que lo hagan “los robustos griegos”, argumentó. “Odio a los indios. Son un pueblo horroroso con una religión horrorosa”, le dijo a su secretario de Estado para India, Leopold Amery. En cualquier caso, el hambre era culpa de los indios por “reproducirse como conejos”. Churchill tenía antecedentes: ya en 1919 se declaró “completamente a favor de utilizar gas venenoso en contra de tribus no civilizadas” argumentando que “difundiría un terror vivo”.
Solemos asociar los “campos de concentración” con los nazis, pero el término entró en el vocabulario gracias a los británicos. Durante la Guerra de los Bóeres a principios del siglo XX más de una sexta parte de la población bóer, en su mayoría mujeres y niños, murió después de que los británicos los encarcelaran en campos. Sus casas, granjas y cosechas habían sido quemadas y sus ovejas y ganado matados en una política de tierra quemada.
En cualquier parte de África el dominio británico podía ser exactamente igual de cruel. Dos décadas antes de contribuir a enviar a la muerte a cientos de miles de soldados rasos británicos, Lord Kitchener dirigió una campaña brutal para apoderarse de Sudán. Como afirma el historiador Piers Brendon en su obra The Decline and Fall of the British Empire [La decadencia y caída del Imperio Británico], “las expediciones punitivas británicas en Sudán” fueron extremadamente brutales, “en ocasiones casi equivalentes a un genocidio”.
Este tipo de atrocidades no pertenece todas a un pasado distante. El pasado mes de julio tres supervivientes del levantamiento Mau Mau contra el dominio británico en Kenia en la década de 1959 pidieron indemnizaciones al gobierno por supuestas torturas. En la brutal ofensiva contra la insurgencia se llevó a miles de miembros de la tribu kikuyu a campos de detención, que la historiadora de Harvard Caroline Elkins describió como “el gulag británico”. Los cálculos de estas muertes varían enormemente: para el historiador David Anderson la cantidad de muertos fue de 20.000, pero Elkins cree que podrían haber muerto hasta 100.000 personas. A pesar de la valiente oposición de la laborista Barbara Castle y, cosa extraña, del Tory de derecha Enoch Powell, se ocultaron los crímenes británicos a la población británica a la que a cambio se ofreció una dieta diaria de atrocidades de los Mau Mau.
Nada de todo lo dicho tiene la intención de señalar a Gran Bretaña en particular: una conspiración del silencio permanece sobre el imperialismo europeo en su conjunto. La mayoría de la gente nunca ha oído hablar del rey Leopoldo II de Bélgica, pero debería ser considerado un tirano de la talla de Hitler y Stalin. Bajo su tirano gobierno de lo que es ahora la República Democrática de Congo aproximadamente 10 millones de personas o la mitad de la población murió de muertes horribles. Se obligó a millones de personas a recolectar la salvia del árbol del caucho; a quienes que no lograban cubrir las cuotas les cortaban las manos. Resulta difícil saber por dónde empezar con otros horrores europeos, con el olvidado genocidio alemán de los pueblos herero y nama en el África del sudoeste a principios del siglo XX o la matanza francesa durante la posguerra de cuentos de miles de personas en Indochina y Argelia.
A menudo se reivindica la superioridad moral europea a pesar del hecho de que las mayores atrocidades de la historia de la humanidad (el colonialismo, dos catastróficas guerras mundiales, el nazismo, el Holocausto) fueron todas ellas cometidas por europeos y se recuerdan vívidamente. Pero es demasiado tentador retocar la historia de la era colonial. Como dice Hague, “pertenece a un pasado muy lejano, la retirada del imperio”.
Con todo, a un agresor le resulta demasiado fácil decir “lo pasado, pasado está”. Cientos de millones de personas siguen padeciendo las consecuencias del colonialismo. Como afirmó en 2005 el entonces presidente de Sudáfrica Thabo Mbeki, el colonialismo dejó “un legado común y terrible de países profundamente divididos según la raza, el color, la cultura y la religión”. Por todo África, Oriente Próximo y el subcontinente indio permanecen los conflictos creados o exacerbados por el colonialismo.
Nosotros también podríamos aprender de nuestro pasado colonial. Las voces de sirena de los terroristas de salón, que piden a gritos la intervención a manos extranjeras, serían mucho menos atractivas si fuéramos conscientes de los horrores del pasado. En el siglo XIX Gran Bretaña se quedó empantanada en una guerra en Afganistán imposible de ganar y así la historia se repite.
Tanto William Hague como Gordon Brown quieren que creamos que ya nos hemos torturado bastante acerca del Imperio y que es el momento de avanzar. Pero ni siguiera ha empezado un debate nacional sobre ampliamente ignorada. Hace demasiado tiempo que se debería haber hecho.
Nota:
* Los holocaustos de la era victoriana tardía: el niño, las hambrunas y la formación del tercer mundo, Valencia, Universitat de València, 2006 (traducción al castellano de Aitana Guia i Conca e Ivano Stocco).
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