ENSAYO
NUSO Nº 256 / MARZO - ABRIL 2015
Tres
derroteros del marxismo: pseudociencia, historia, ontología
Una de
las paradojas de la trayectoria histórica del pensamiento de Karl Marx es,
además de su deformación e instrumentalización al servicio de los más feroces sistemas
de dominación y envilecimiento del ser humano, la enorme acumulación de
malentendidos que generaron las espurias construcciones doctrinarias conocidas
bajo el nombre de «marxismo», incluso en sus versiones supuestamente
heterodoxas. Más allá de lo que queda de válido en sus brillantes análisis de
las contradicciones del capitalismo y del devenir histórico, es necesario
entender y recuperar críticamente los parámetros y las fuentes de la
antropología filosófica y de la ontología del ser social esbozadas por Marx.
1. En su relato autobiográfico publicado bajo el título de Abendlicht [Luz de atardecer]1, el poeta comunista disidente nacido
en Alemania oriental Stefan Hermlin confiesa que, durante cerca de 40 años, un
extraño lapsus cognitivo le había impedido asimilar la formulación exacta de
una famosa frase de Karl Marx: «El libre desarrollo de cada uno es la condición
del libre desarrollo de todos» (MC)2. Inconsciente y sistemáticamente, su
mentalidad, forjada por el culto estalinista del colectivo orgánico encarnado
en el Partido-Estado, lo llevaba a leer esta frase al revés: «el libre
desarrollo de todos es la condición del libre desarrollo de cada uno».
Esta anécdota resume gran parte del destino trágico del pensamiento de
Marx: es decir, el modo en que una teoría del desarrollo «omnilateral» [vollseitig] de la libre individualidad en
ruptura con todos los organicismos fue distorsionada y sacrificada en honor a
la fetichización «marxista-leninista» de la Historia como ídolo colectivo y a
la mezcla de jesuitismo y populismo autoritario e inculto que caracterizó a la
izquierda «comunista» del siglo XX y gran parte de sus variantes radicales o
socialdemócratas.
2. El filósofo francés Michel Henry dijo una vez que el marxismo era «el
conjunto de los contrasentidos cometidos sobre Marx»3. Se trata de una caracterización
sumamente acertada. Sin embargo, tampoco hay que caer en un contrasentido
opuesto. No hay ilusión más estéril y acomodaticia que la de defender una
supuesta pureza e inocencia de Marx frente a unos «marxismos» impuros.
Comparado con Karl Kautsky o Gueorgui Plejánov, sin hablar de los miserables
teólogos del diamat estalinista, Marx es un gigante cuya sutileza y complejidad aún no
acabamos de descifrar en todas sus dimensiones. Eso no quiere decir que su
pensamiento sea una fuente incontaminada completamente ajena a su
desviación-instrumentalización ulterior. La transformación del pensamiento de
Marx en: a) pseudociencia positivista de la inevitable caída del capitalismo
devenido obstáculo del impulso vital transhistórico de las fuerzas productivas
y b) cuasi religión mesiánica de la misión histórica de la clase obrera
representada por un clérigo seglar ultracentralizado, cuasi militarizado y
colectivamente infalible, no es una conspiración perversa fomentada por una
pandilla de malvados, sino una posibilidad –no una necesidad– de mutación inscrita en el código genético de este mismo pensamiento.
3. Por supuesto, la raíz de esta posible mutación dogmática se puede
identificar en la concepción de la «ciencia» de Marx, mezcla de Wissenschaft especulativa hegeliana y
evolucionismo positivista típico del siglo XIX. Por un lado, el comunismo como
«enigma resuelto de la historia» y negación de la negación, o sea inversión
virtuosa de la socialización cooperativa operada bajo forma coercitiva y
enajenante por el sistema de producción capitalista y el despotismo fabril,
responde a la concepción hegeliana de la historicidad como teatro de una
progresiva universalización moral, odisea del Espíritu que pasa por «el dolor
del negativo» y desemboca en un apoteosis de reconciliación generalizada. En
Georg W.F. Hegel como en Marx, este grandioso relato metahistórico es la
transfiguración ideológica imperfectamente laicizada de concepciones religiosas
de la salvación y de la providencia cimentadas en un esquema «dialéctico»
creación-caída-redención. Sin embargo, como cualquier presupuesto metafísico
racionalmente explicitado, la dialéctica hegeliana ofrece una riqueza de
articulación categorial que permite ir más allá del empirismo vulgar y ofrecer
diagnósticos a menudo muy pertinentes sobre la sociedad burguesa en formación.
En este sentido, el «hegelianismo» de Marx no es una fuerza unilateralmente
negativa, sino un necesario catalizador filosófico de su programa de investigación científica. Pero el carácter
providencialista de este metarrelato tiene un costo neto tanto para la propia
pertinencia heurística del pensamiento de Marx como para la lógica de su
recepción y de su transmisión ulterior.
4. Entre 1789 y 1848, la burguesía europea occidental ya se pensaba a
menudo como «clase universal» humanista y emancipadora, y no hay nada extraño
en el desplazamiento efectuado por el burgués liberal disidente Marx hacia un
nuevo sujeto aparentemente más prometedor, un sujeto portador a la vez de
«cadenas radicales» y de una dinámica de recomposición de las potencias
mentales de la producción (el «general intellect»), fuente tendencial de toda riqueza social –una fuente mágica
destapada y potenciada por el desarrollo capitalista, pero susceptible de ser
reapropiada y canalizada por la «libre asociación de los productores»–. En
Marx, este paradigma estaba entrelazado con la «ideología científica» por
excelencia del siglo XIX: el evolucionismo generalizado, reflejo de una
«necesidad inconsciente de acceso directo a la totalidad»4 y «espacio de intercambio entre
los programas de investigación científica y el imaginario teórico y social»5 –ello con independencia del valor
propiamente científico de los descubrimientos de Charles Darwin–. Es bien
conocida la admiración de Marx y Engels por el autor de El origen de las especies y su ambición
más o menos explícita de hacer para la evolución social lo que el científico
británico había hecho para la evolución natural. Sin embargo, la interpretación
de la selección natural por Marx era parcialmente defectiva. Reprochaba a
Darwin el rol excesivo otorgado al azar en su esquema de evolución y defendía a
veces en modo más bien implícito una especie de lamarckismo sociológico en el
que la supuesta función político-ideológica o económica crea inevitablemente el
órgano social adecuado en cada etapa del desarrollo de la humanidad. De ahí a
la teoría estalinista de los cinco estadios de la evolución histórica hay un
camino complejo y tortuoso, pero relativamente plausible.
5. Sin embargo, Marx no es ni Herbert Spencer ni Auguste Comte, y menos un
precursor del diamat soviético. El legado empírico y conceptual de su enorme y
fragmentaria producción escrita (de la que nunca hay que olvidar que la inmensa
mayoría era un work in progress no destinado a la publicación definitiva, con algunos textos claves
que no se conocieron hasta la mitad del siglo XX) sigue siendo el humus de
fecundas empresas hipotético-deductivas en el campo de las ciencias históricas
y sociales. Muchas de sus numerosas intuiciones, sistematizaciones y
«descripciones densas» –para retomar la fórmula de Clifford Geertz– de la
modernidad capitalista y de sus tensiones siguen asombrándonos por su
penetración conceptual y su calidad estilística. Más allá de esta fenomenología
de la modernidad capitalista, el aporte central de Marx es probablemente «la
articulación entre una problemática de los modos de producción y una
problemática del modo de sujeción»6,
entre el intercambio metabólico ser humano-naturaleza, la relación social entre
los seres humanos y la construcción material y simbólica de la subjetividad.
Sin embargo, esta misma configuración de problemas conlleva también las más
serias dificultades de interpretación.
La invención del
marxismo ortodoxo
6. La cristalización histórica de la formación discursiva etiquetada
como «marxismo» no es una manifestación espontánea y lineal de la influencia de
los escritos de los fundadores, sino que responde a un complejo proceso de
elaboración ideológica por toda una gama de partidarios y adversarios, desde
las adjetivaciones polémicas formuladas tanto por Mijaíl Bakunin como por la
prensa burguesa de la época hasta la formalización de la vulgata por Kautsky a
partir de 1883, coincidente con la creación de la revista Die Neue Zeit y la asunción más o menos
simultánea de la etiqueta «marxista» por los socialistas guesdistas franceses.
El mismo Engels era consciente del peligro que acechaba a la divulgación
de la nueva teoría. En su correspondencia, escribía que «nuestra teoría [no es]
un dogma a aprender de memoria y a repetir mecánicamente»7, y alertaba en contra de los
vulgarizadores ignorantes y dogmáticos que hacen de ella «una simple frase para
clasificar sin necesidad de más estudio todo lo habido y por haber (…) una
palanca para levantar construcciones a la manera del hegelianismo»8, «algo así como un allein seligmachendes Dogma [un dogma de
salvación universal]»9. Engels observaba en modo profético
que en ninguna parte este peligro era más grande que en la «Santa Rusia», donde
«la Revolución se vuelve una especie de Virgen María, la teoría, una religión y
la actividad en el movimiento, un culto»10.
7. El terreno para la transición del dogma positivista de la II
Internacional a los delirios teológicos del estalinismo fue preparado por
Vladimir Illich Lenin cuando justificó en la necesaria disciplina del partido
sus violentas diatribas contra la libertad de crítica:
La «libertad de crítica» es la libertad de la tendencia oportunista en
el seno de la social-democracia, la libertad de hacer de la socialdemocracia un
partido demócrata de reformas, la libertad de introducir en el socialismo ideas
burguesas y elementos burgueses. (…) la famosa libertad de crítica no implica
la sustitución de una teoría por otra, sino la libertad de prescindir de toda
teoría coherente y meditada, significa eclecticismo y falta de principios.11
En 1913, el mismo Lenin describía el marxismo como una doctrina
«todopoderosa porque es exacta. Es completa y armónica y ofrece a los hombres
una concepción del mundo íntegra»12. Cegados por la luz deslumbrante de
la revolución bolchevique, después de la noche de sangre y destrucción en la
que había caído la civilización burguesa con el conflicto de 1914-1918, los
espíritus más sofisticados estaban dispuestos a sacrificar su independencia
espiritual en el altar de los fetiches de la ciencia marxista. El joven y
brillante Georg Lukács escribía en 1923 que «hay incluso en la ‘falsa’
conciencia del proletariado, incluso en sus errores de hecho, una intención orientada a lo verdadero»13. En su famoso «ensayo popular de
sociología marxista» de 192114, Bujarin hablaba de la irrefutable
superioridad de la «ciencia del proletariado», una noción desconocida por Marx
y cuyo contenido dogmático sería radicalmente demolido por Antonio Gramsci15. Pocos meses después de la muerte de
Lenin, el culto del dogma ya había sido proclamado como no solamente necesario,
sino obligatorio, en la revista doctrinal soviética El Bolchevique:
La lucha contra el marxismo «dogmático» fue siempre el lema de los
reformistas más alejados del marxismo (…). Todo lo que hay de mejor en el
movimiento obrero siempre luchó a favor del dogma de Marx, que unió a millones
de hombres y ha sido comprobado en el transcurso de más de cien años de lucha
de clases. Ya que, bajo el pretexto de la lucha contra el «dogmatismo» se
manifiesta en realidad el revisionismo, el deber de todo marxista es defender a
cualquier precio el dogma de Marx16.
8. Parece que Marx hubiese previsto la lógica de este delirio. En
efecto, a propósito de las ideologías de tipo religioso escribió que «tan
pronto como esta locura idealista se torna práctica, se pone inmediatamente de
manifiesto su carácter maligno: su ambición clerical de mando, su fanatismo religioso, su
charlatanería, su hipocresía pietista, su piadoso fraude» (IA). Cabe decir que
las consecuencias estrictamente intelectuales de esta «locura idealista» no son
nada al lado de las decenas de millones de muertos de la colectivización
forzada, de las purgas estalinistas y del gulag, sin hablar de los campos de
reeducación chinos, de la barbarie de la Revolución Cultural o del genocidio
camboyano. Sería idealista atribuir a una simple desviación doctrinal
catástrofes de esta dimensión y confundir, según los términos mismos de Marx,
la «fraseología» con los «intereses reales». Sin embargo, nuestro tema es la
evolución propiamente ideológica del discurso marxista, o sea la «fraseología».
Eso nos obliga a descuidar la enormidad de los crímenes cometidos, así como la
sociología de la dominación burocrática y los aspectos propiamente sistémicos
del fracaso generalizado de las economías de tipo soviético más allá de la fase
de acumulación extensiva (y sanguinaria), la que el propio Lenin definía en
1918 como una «tarea [que] consiste en aprender de los alemanes el capitalismo
de Estado, en implantarlo con todas las fuerzas, en no escatimar métodos
dictatoriales para acelerar su implantación más aún que Pedro I aceleró la
implantación del occidentalismo por la bárbara Rusia, sin reparar en medios
bárbaros de lucha contra la barbarie»17.
9. Cierta continuidad del socialismo soviético y asiático con siglos de
«despotismo oriental» está bien documentada. Sin embargo, sería a la vez
ilusorio y etnocentrista creer que esta catástrofe del espíritu se explica solo
por un oscurantismo secular y un relativo subdesarrollo cultural. Fracciones
enteras de la inteligencia occidental vivieron también de esta narrativa
grandiosa, hasta tal punto que el dirigente comunista italiano Palmiro
Togliatti tuvo que definir así la desestalinización ideológica: «Hay que
reaprender una vida democrática normal, reaprender a tomar iniciativas en el
terreno de las ideas y de la práctica, en la búsqueda del debate apasionado,
reaprender este grado de tolerancia hacia los errores que es imprescindible
para descubrir la verdad, reaprender la plena independencia del juicio y del
carácter»18. Este proceso de reaprendizaje se
desarrolló muy lenta, tímida y desigualmente según los países durante las tres
décadas que siguieron al choque traumático del Informe Jrushchov y de la
revuelta húngara. Mientras los partidos comunistas occidentales se despertaban
con dificultad de su sueño dogmático, muchos de sus intelectuales descubrían
apresuradamente –a menudo antes de ahogarse en el pragmatismo
liberal-positivista o el desencanto posmoderno– los tesoros prohibidos de los
varios marxismos heterodoxos y de las ciencias sociales «burguesas». En los
países del «campo socialista» del Este europeo, después de un tímido e ilusorio
repunte desdogmatizante en Polonia, Checoslovaquia y Hungría en el inicio de
los años 60, el discurso marxista-leninista oficial, bajo los auspicios de
Leonid Brezhnev y Mijaíl Suslov, llegó a un grado de imbecilidad inaudita que
no podía ser siquiera «redimido» por la convicción religiosa fanática de los
años heroicos. La fase de distensión relativa seguida por una osificación
terminal que sucedió al fin del terror estalinista fomentó una atmosfera de
hipocresía y de ignorancia generalizada que consumió en modo vergonzoso la
liquidación del marxismo por los regímenes marxistas-leninistas. A pocos años
del derrumbe final del imperio soviético, la tragedia ideológica acababa en
farsa cínica.
10. En lo que queda del campo «socialista», incluso en Cuba, nadie más
cree seriamente en la ideología marxista-leninista oficial fuera de las
declaraciones ceremoniales de circunstancia. En la China Popular, un secretario
provincial del Partido Comunista no tiene reparos en explicar a un corresponsal
de The New York Times que «su economista preferido es Milton Friedman»19. En varios países de la periferia
capitalista, subsisten sectas marxistas-leninistas que a veces siguen
predicando en el desierto y a veces manejan una cuota de representación en las
instituciones gremiales y la esfera política sobre la base de una curiosa
síntesis de izquierdismo infantil y cretinismo parlamentario (¡una paradoja que
hubiera asombrado a Lenin!). En algunas universidades públicas de América
Latina, en particular, se sigue llenando la cabeza de los estudiantes de
filosofía o de ciencias sociales con el contenido indigente de vetustos
manuales de materialismo histórico y dialéctico adaptados del ruso o del chino.
Pero se trata de fenómenos esencialmente residuales.
Existe también en el mundo toda una gama de organizaciones partidarias y
de movimientos sociales de izquierda cuyo zócalo identitario más o menos
pluralista comprende fuertes referencias a Marx y al marxismo.
Desgraciadamente, a menudo el eclecticismo postsoviético à la carte juega más como una estrategia
ideológica acomodaticia que permite no enfrentar los dilemas políticos y
epistemológicos del patrimonio marxiano, que como un verdadero estímulo al
pensamiento crítico racional. En América Latina, lo más parecido a la
involución dogmática del marxismo-leninismo son las síntesis a geometría
variable de pseudomarxismo mecanicista, populista y moralista con versiones
rudimentarias de la Teología de la Liberación, del indigenismo o del
nacionalismo revolucionario, terrenos donde los elementos teleológicos y
mesiánicos pueden prosperar sin control. Sin embargo, la mayor difusión de una
cultura democrática en la izquierda, así como la ausencia de un centro
político-carismático reconocido y/o de un cuerpo sacerdotal unificado de
codificadores del dogma, hace que estas formaciones ideológicas sean mucho más
fluctuantes e inocuas que el marxismo-leninismo tradicional y tengan menos
consecuencias fatales en la práctica política concreta.
Marxismo, ciencias
sociales e historicismo
11. La cuestión de la herencia científica del marxismo conlleva varias
paradojas. Según los criterios epistemológicos forjados por Imre Lakatos, si se
considera como «núcleo duro» la ley de la caída tendencial de la tasa de
ganancia y la teoría de la plusvalía, la suerte está echada: más de 100 años de
controversias sobre la heterogeneidad extrínseca e intrínseca del trabajo
«socialmente necesario», la transformación del valor en precios, el rol del
progreso técnico y de la ciencia aplicada a la producción, la desvalorización
del capital constante, el papel anticíclico del Estado, el desarrollo del
trabajo indirectamente productivo, la financiarización de las actividades, el
carácter endógeno o exógeno de la varias tendencias y contratendencias, etc.,
han debilitado profundamente la fuerza y la pertinencia de los argumentos
marxistas ortodoxos. Si uno se limita, como Engels en su definición de la
concepción materialista de la historia, a ver «las últimas causas de todos los
cambios sociales y de todas las revoluciones políticas», así como de «la
división social de los hombres en clases o estamentos», en «las
transformaciones operadas en el modo de producción y de cambio» (SU/SC), surge
el problema de saber qué son exactamente una «causa última», un «cambio
social», una «revolución política» y, sobre todo, cómo se articulan en el
relato marxista las líneas narrativas a menudo divergentes del desarrollo de
las fuerzas productivas y de la lucha de clases. Aun suponiendo que estos
dilemas queden sin resolver, no se puede negar que Marx y Engels han abierto un
nuevo y fecundo campo de problemas dentro de las ciencias sociales. Sin
embargo, en este nivel de generalidad, se trata más bien de un «núcleo blando»
que de un «núcleo duro».
12. No menos paradójico es el comportamiento del «cinturón protector» de
«hipótesis y teorías auxiliares» que deberían expandir y preservar la potencia
explicativa de los postulados nucleares del materialismo histórico. Algunas
hipótesis auxiliares, como la de la «aristocracia obrera» para explicar la
ausencia de dinamismo revolucionario del proletariado europeo, caen por la
simple evidencia de que otras fracciones de las clases obreras, incluso en los
países en desarrollo, tampoco demuestran tal dinamismo, y que la domesticación
y pacificación institucional del conflicto de clases es un fenómeno generalizado.
Elaboraciones más complejas, como la teoría del imperialismo, conocen distintas
metamorfosis. Si bien varios de sus postulados (como la supuesta necesidad de
exportación de capitales excedentarios) han revelado su débil poder
explicativo, la teoría del imperialismo, cuando escapa a la repetición
dogmática, tiende a metabolizarse con campos de debate teórico no estrechamente
marxistas, como la teoría del sistema-mundo, las teorías de la dependencia y
los estudios subalternos y poscoloniales. Otras elaboraciones, como la
teorización gramsciana de la hegemonía, tienen una curiosa propensión a migrar
desde el rudo terreno de la lucha de clases hacia los horizontes exóticos y
glamorosos de los estudios culturales o, más seriamente, a fusionarse con la
sociología de la dominación y de la violencia simbólica.
13. Se puede describir la dinámica ideológico-científica de los
marxismos posteriores a la Primera Guerra Mundial como sigue:
- Entre la década de 1920 y la desestalinización, se observa una nítida
escisión entre un marxismo soviético esterilizado y un marxismo occidental
ecléctico de corte más bien filosófico y ensayístico, y siempre más alejado de
la praxis política (con Lukács en una posición intermedia, incómoda e incluso
peligrosa). Al mismo tiempo, existe una relativa desconexión entre los varios
marxismos y el desarrollo de las ciencias sociales «burguesas». En el espacio
cominterniano, solo Gramsci y, en menor medida, José Carlos Mariátegui escapan
a este esquema, aunque su desaparición prematura no permite extrapolar cuál
hubiese sido su destino respectivo.
- Entre los años 60 y 70, se manifiesta un ciclo corto de
«hipermarxismo», variablemente distribuido entre neoortodoxia y heterodoxia
relativa, cuyo radicalismo abstracto se agotó rápidamente. A la postre, sus
protagonistas más destacados vacilarían entre la conversión al orden
establecido, la búsqueda de nuevos paradigmas (ecología, «nuevos» movimientos
sociales, etc.) y una normalización académica vinculada a la dinámica del ciclo
más largo descrito aquí abajo.
- Entre el fin de los años 50 y la caída del Muro de Berlín, se produce
un complejo proceso de renovación-complejización-dilución tendencial del
marxismo más creativo, en estrecha interacción con el desarrollo de las
ciencias sociales. El choque de 1956 tendría un papel clave en la
cristalización de la actividad de la escuela histórica marxista británica
(Christopher Hill, Rodney Hilton, Eric Hobsbawm, Edward P. Thompson, etc.), que
se emancipa completamente del materialismo histórico fosilizado y publica en
los años posteriores una serie continua de obras brillantes que siguen
alimentando los debates actuales. Más o menos una década después de esta
renovación de la historia social (que tendrá también sus efectos en la
sociología y los estudios culturales), empieza a consolidarse una
macrosociología histórica comparativa en la que autores neomarxistas o
influenciados por Marx, como Barrington Moore, Immanuel Wallerstein (también
influenciado por Fernand Braudel y la escuela francesa de los Annales) o Perry Anderson juegan un papel
destacado, en diálogo denso y permanente con los herederos de Max Weber. Entre
los años 70 y 80, varios economistas neomarxistas generalmente franceses, pero
con fuertes conexiones científicas en Estados Unidos, Japón y América Latina,
convergen en la Escuela de la Regulación, que sintetiza aportes de Marx, de
John Maynard Keynes y de la economía institucionalista, y ofrece uno de los
principales puntos de reagrupamiento o de tránsito a los adversarios del
paradigma neoclásico dominante. Mientras tanto, alrededor de la figura de
Pierre Bourdieu se cristaliza un potente paradigma sociológico que pretende,
con cierto éxito, fusionar orgánicamente lo mejor de Marx, Émile Durkheim y
Weber en una teoría general de la dominación.
La cuestión del estatuto de Weber es sintomática. Hasta los años 50,
predomina un uso de Weber en contra de Marx. Del lado de la ortodoxia, Weber es excomulgado como
enemigo de clase y pensador idealista, mientras Lukács y la Escuela de
Fráncfort reciben su influencia sin tematizarla siempre abiertamente. El
sociólogo radical estadounidense Charles Wright Mills escribe en 1946 (en
colaboración con Hans H. Gerth) que «una parte de la obra de Weber puede
entonces ser percibida como una tentativa de ‘completar’ el materialismo
económico por un materialismo político y militar», y que «la aproximación
weberiana a las estructuras políticas es muy similar a la aproximación marxiana
a las estructuras económicas»20, con lo cual anticipa con perspicacia
la evolución ulterior predominante en los campos de la historia social, de la
macrosociología histórica y de la sociología política.
14. En las últimas dos décadas, paralelamente a esta relativa dilución
en el seno de varias corrientes críticas de las ciencias sociales, lo que se
observa es una explosión de «marxismos posmarxistas» abocados a una serie de
matrimonios teóricos con los más variados paradigmas, y un desplazamiento del
centro de gravedad de la producción neomarxista desde la Europa latina –que
había sucedido a la Europa germánica– hacia los países anglosajones. Por un
lado, se consolida una importante corriente de investigación sociológica y
filosófica dedicada a la reconciliación del marxismo con las exigencias de
rigor, coherencia y racionalidad de la filosofía analítica anglosajona: el
«marxismo analítico», cuya confrontación con la metodología de la economía
neoclásica o las teorías normativas liberales de la justicia social ha
producido resultados interesantes, aunque controvertidos21. Por otro lado, florece una asombrosa
cantidad de abigarradas hibridaciones del léxico marxista con teorías
«críticas» de cuño posmoderno, poscolonial, deconstruccionista,
feminista, queer, psicoanalítico, biopolítico, estético e incluso neorreligioso y
espiritualista.
15. El hecho de que el marxismo ya no sea reconocible como fortaleza
teórica en estado de resistencia permanente contra las seducciones perversas de
la «ciencia burguesa» es un problema para el narcisismo identitario de los
creyentes, no para el investigador o el militante racional. Sin embargo, este
simpático eclecticismo tiene sus limitaciones. Primero, las 100 flores del marxismo
en su edad posteológica son esencialmente flores de invernadero académico. No
solo su vínculo con la práctica de los movimientos reales es tenue, sino que
los marxismos universitarios y parauniversitarios son a menudo víctimas de los
movimientos erráticos de las modas intelectuales. Segundo, la dilución del
proyecto marxiano en un historicismo y un constructivismo social generalizados
–que pueden ser políticamente agnósticos o socialmente comprometidos y
moderadamente teleológicos (con nuevos sujetos emancipadores, aunque sean
«plurales» y «descentrados»)– alimenta una relación acrítica con la doxa epistemológica minimalista y la
relativa rusticidad filosófica de las ciencias sociales contemporáneas. En la
noche del constructivismo social generalizado, por loables que sean sus
motivaciones ético-ideológicas (evitar la «naturalización» subrepticia de las
relaciones de poder), todas las vacas son negras, y bajo la bandera de la
«deconstrucción» y del «antiesencialismo» se perfila una indiferenciación entrópica
de los varios niveles ontológicos de la realidad social.
16. Para relegitimar un proyecto reco-nociblemente inspirado por la
problemática de Marx, no basta solo con propugnar una mayor inflexión económica
o clasista de este historicismo-constructivismo social generalizado. Es
necesario tratar de reconstruir sin temor una auténtica ontología del ser
social a partir de la genealogía antropológico-filosófica del proyecto
marxiano. Lo que supone plantear problemas tabúes o informulables en la doxa
del historicismo-constructivismo social generalizado: ¿qué es la naturaleza
humana?; ¿cuáles son las capacidades y las necesidades cognoscitivas, afectivas
y praxeológicas del ser humano en cuánto animal político y simbólico?; ¿en qué
podría sostenerse una ética minimal universalizable que no sea tan formal y
abstracta como las de Jürgen Habermas o John Rawls? Solo así se puede
discriminar entre los varios marxismos, neomarxismos y «teorías críticas» que
nos propone el mercado ideológico-académico.
De la libertad como
autorrealización
17. El proyecto marxiano de salir de la filosofía y superarla/cumplirla
[aufheben] en la praxis revolucionaria
fracasó. Eso no implica un simple retorno a la filosofía, ya que la operación marxiana desplazó
irreversiblemente el centro de gravedad del pensamiento filosófico: ya no se
puede interpretar el mundo sin aceptar ser interpelado y cuestionado desde el
mundo y la práctica. Lo que sí cumplió este fracaso relativo, que es también un
éxito paradójico, es liberar a Marx para la filosofía. Una filosofía posmarxista inspirada por Marx debería
ser ante todo una crítica de los reflejos condicionados y de los estereotipos
vehiculados por el marxismo sedimentado.
18. Marx no es un filósofo de la igualdad y de la supremacía del bien
público sobre el interés privado, sino un filósofo de la libertad y de la
individualidad. La relativa igualación de las condiciones (que no puede ser una
nivelación o una homogeneización, ya que los seres humanos, en muchas de sus
características y capacidades, son «individuos desiguales [y no serían
distintos individuos si no fuesen desiguales]» [CPG]) no es un fin en sí mismo,
una exigencia de uniformización moralizadora de las costumbres y de represión
de la originalidad individual, tal como ha sido entendido a menudo en el
«socialismo real». Es solo una condición necesaria del florecimiento
individual, en cuanto reduce la acumulación del poder de las cosas sobre el ser
humano y la transformación de la diferencia en dominación del hombre sobre el
hombre. 19. Sobre la relación entre individuo y totalidad social, Marx afirma
que «es solamente con la comunidad, con otros, donde cada individuo tiene los
medios para desarrollar sus facultades en todos sentidos; así pues, es solo en
la comunidad donde la libertad personal resulta posible», pero solo en la
medida en que tal comunidad no adquiera «una existencia propia e independiente
frente a ellos [los individuos]» (IA). Aunque dispersas y nunca interconectadas
en una exposición sistemática, las numerosas afirmaciones de Marx acerca de la
prevalencia de la libertad individual como autorrealización no tienen
ambigüedades. La crítica marxiana del egoísmo mercantil no es crítica del
individualismo, sino crítica de la limitación y de la unilateralidad mutilante
del desarrollo individual sometido a la división del trabajo y al fetichismo de
la mercancía. El comunismo no es una sociedad de altruistas sacrificados, sino
que «es precisamente la base real para hacer imposible cuanto existe
independientemente de los individuos» (IA). En la sociedad comunista, «la
conciencia de los individuos acerca de sus relaciones mutuas (…) no será (…) ni
el principio del amor o la abnegación, ni tampoco el egoísmo» (IA). Inclusive,
desde este punto de vista individualista, la forma enajenada de socialización
creada por el dinero y el intercambio mercantil es preferible a la comunidad
primitiva o al orden estamental: «Y, por cierto, esta conexión objetiva es
preferible a la carencia de toda conexión, o a meramente una conexión local
basada en lazos de sangre, o en relaciones señor-siervo primitivas y naturales»
(G). Lo que importa es el vínculo entre desarrollo del individuo y
universalización de las interacciones sociales:
Las relaciones de dependencia personal (al comienzo sobre una base del
todo natural) son las primeras fuerzas sociales, en las que la productividad
humana se desarrolla solamente en un ámbito restringido y en lugares aislados.
La independencia personal fundada en la dependencia respecto a las cosas es la segunda forma
importante en la que llega a constituirse un sistema de metabolismo social
generalizado, un sistema de relaciones universales, de necesidades universales
y de capacidades universales. La libre individualidad, fundada en el desarrollo
universal de los individuos y en la subordinación de su productividad
colectiva, social, como patrimonio social, constituye el tercer estadio. (G)
20. Sin embargo, la libertad de Marx, el desarrollo libre y polifacético
de las capacidades individuales, no es la libertad optativa del homo oeconomicus, del individuo maximizador de
placeres y de consumos. Para Marx, la vida buena no es un supermercado donde el
consumidor ejerce sus «preferencias» ordenadas jerárquicamente. La libertad
marxiana tampoco es la simple autodeterminación y autonomía moral kantiana,
aunque se trate de una condición necesaria del libre desarrollo de la
individualidad (Marx habla muy kantianamente del «imperativo categórico de
subvertir todas las relaciones en las cuales el hombre es un ser envilecido,
humillado, abandonado, despreciado» [CFDH]). La libertad, para Marx, es
autorrealización, actividad multilateral, libre ejercicio de las facultades y
de los talentos, actualización de potencialidades varias y complejas. Su
libertad es una libertad del hacer más que del ser o del haber, o incluso del
simple goce pasivo (aunque Marx, lector atento de Epicuro, no rechaza el placer
como tal y habla incluso de «la legitimidad del goce» en las doctrinas
materialistas clásicas [SF]). En los Grundrisse critica la concepción smithiana de lo que los economistas
neoclásicos llamarán la «desutilidad del trabajo» y la visión de la felicidad
como ocio y tranquilidad:
Que el individuo «en su estado normal de salud, vigor, actividad,
habilidad, destreza», tenga también la necesidad de su porción normal de
trabajo, y de la supresión del reposo, parece estar muy lejos de su
pensamiento. A no dudarlo, la medida misma del trabajo se presenta como dada
exteriormente, por medio del objetivo a alcanzar y de los obstáculos que el
trabajo debe superar para su ejecución. Pero que esta superación de obstáculos
es de por sí ejercicio de la libertad (…) autorrelación, objetivación del
sujeto, por ende libertad real cuya acción es precisamente el trabajo, [de todo
esto] A. Smith no abriga tampoco la menor sospecha. Tiene razón, sin duda, en
cuanto a que en las formas históricas del trabajo (…) este se presenta siempre
como algo repulsivo, siempre como trabajo forzado,
impuesto desde el exterior, frente a lo cual el no trabajo
aparece como «libertad y dicha». Esto es doblemente verdadero: lo es con
relación a este trabajo antitético y, en conexión con ello, al trabajo al que
aún no se le han creado las condiciones, subjetivas y objetivas (…) para que el
trabajo sea travail attractif, autorrealización del individuo, lo que en modo alguno significa que
sea mera diversión, mero amusement (diversión), como concebía Fourier con candor a la costurerita.
Precisamente, los trabajos realmente libres, como por ejemplo la composición
musical, son al mismo tiempo condenadamente serios, exigen el más intenso de
los esfuerzos. (G)
21. En la obra de Marx, la libertad como autorrealización creadora
fusiona toda una gama de motivos latentes en la autocrítica romántica
incipiente de la Ilustración22, pero su dimensión propiamente
política está vinculada de manera explícita a su valoración de «la concepción
antigua según la cual el hombre (…) aparece siempre (…) como objetivo de la
producción (…) frente al mundo moderno donde la producción aparece como
objetivo del hombre» (G). Varios autores ya observaron que hay una afinidad
profunda entre la concepción marxiana de la libertad como autorrealización en
una comunidad cívica y la noción aristotélica de eudaimonia, que se suele traducir como
«felicidad», «florecimiento» o «bienestar»23. James B. Murphy la define como
«experiencia subjetiva de la felicidad y ejercicio objetivo de la excelencia
moral, física e intelectual»24. Para Aristóteles, esta experiencia
se origina cuando ejercemos una facultad, aún más cuando opera la unidad de
concepción y ejecución (noiesis y poiesis). En Marx, se trata de una resignificación del pensamiento griego en
condiciones sociales que ya no son las de la ciudad-Estado antigua. El mismo Aristóteles
no hubiera entendido la formidable ambivalencia de Marx entre la crítica del
dinero y de la acumulación por la acumulación (tan similar a la crítica
aristotélica de la «crematística») y su fascinación por el desarrollo ilimitado
de las fuerzas productivas, así como de las capacidades y de las necesidades
humanas (tan ajena a la preocupación antigua del mesotês, del justo medio, y al temor a
la hybris, a la desmesura).
Es precisamente en este aspecto donde la concepción marxiana del trabajo desenajenado
como «primera necesidad vital» del hombre (CPG), a la vez producción
generalizada, cuasi juego y cuasi arte, a pesar de su riqueza y su carácter
atractivo, plantea varios problemas de fondo.
22. En Marx, el desarrollo universal de las capacidades, la riqueza
incompresible de las necesidades, la autoproducción metabólica y estética del
individuo por sí mismo, si bien exaltan el potencial emancipador de la
individualidad moderna, también tienen todas las características de lo que
Hegel llamaba «la mala infinitud». No solo padecen de ilimitación y de
indeterminación (Marx habla de un estado en el que «el hombre no se reproduce
en su carácter determinado, sino que produce su plenitud total, (…) no busca
permanecer como algo devenido sino que está en el movimiento absoluto del
devenir» [G]), desconocen además lo que Hannah Arendt describe como el carácter
«no soberano» de la acción humana, vinculada por varias formas de
«materialidad» (dependencia de cadenas causales contingentes), de «pluralidad»
(dependencia intersubjetiva), de «impredecibilidad» y de «futilidad»
(fragilidad del sentido)25. Por ejemplo, Marx casi nunca
menciona que, en su ciclo vital, el ser humano es también un niño y un anciano
y atraviesa varios estados de dependencia y de vulnerabilidad que no
corresponden menos a su «esencia humana» que la omnipotencia creativa un poco
machista del individuo comunista. Lo más curioso para un pensador supuestamente
«colectivista» es el rol bastante marginal que juega el hecho de la pluralidad
y de la intersubjetividad humana en el modelo casi autárquico de
autorrealización individual esbozado por Marx –a pesar de su afirmación un poco
abstracta, en sus escritos juveniles, de la existencia de un mecanismo de
reciprocidad en el que la objetivación de las capacidades productivas del
individuo es un reconocimiento de las necesidades de los demás (y viceversa),
una mediación entre nuestras individualidades y la especie y un «espejo» de
nuestra común humanidad–. Como lo señala Jon Elster, con la superación
tendencial de la escasez y de la división del trabajo, la actividad humana se
volvería a la vez siempre más creativa y siempre más cooperativa, sin que Marx,
obsesionado por su ideal de «no dependencia», perciba la posible contradicción
entre creatividad y «cooperatividad», «elaboración absoluta de [las]
disposiciones creadoras» (G) del ser humano individual y reconocimiento
recíproco de nuestra mutua vulnerabilidad y dependencia26. Al igual que las tesis de Arendt, la
crítica feminista y la crítica ecológica de las fantasías de autosuficiencia y
de dominio absoluto de la subjetividad «soberana» apuntan a una redefinición
sustancial de la autorrealización comunista: en lugar del comunismo como
totalización sobrehumana de todos los fines –fin de la escasez, del mercado,
del Estado, del derecho, de la religión, de la ideología–, hay que pensar en el
«comunismo de la finitud» como desarrollo equilibrado de las capacidades y de
las necesidades en función de la vulnerabilidad, de la pluralidad y de la
impredecibilidad relativa del tejido intersubjetivo y de su ecología social y
natural27.
La catástrofe es
demasiado grande como para lamentarse
23. El horizonte del comunismo en Marx no es solo un complejo de valores
sino que depende también de una articulación –por cierto problemática– entre
modo de producción socioeconómico y modo de sujeción y de subjetivación del
individuo. El filósofo italiano Costanzo Preve plantea el problema de manera
lúcida y radical:
La hipótesis fundamental de Marx se sostenía en el hecho de que las
potencias mentales de la producción social [el general intellect], a pesar de su desarrollo bajo una
forma capitalista, deberían haberse en un cierto punto recompuesto del lado del
trabajo, no del lado del capital. Esta «recomposición» iba a ser la premisa
histórico-material del comunismo, e implicaba la superación del modo de
producción capitalista, simultáneamente favorecida por la capacidad política
autónoma e independiente de la clase obrera, en cuanto «frente avanzado» de
estas mismas potencias mentales de la producción. Todo esto no ocurrió. Las
potencias mentales de la producción sí se desarrollaron, pero bajo un forma
rigurosamente capitalista, fortaleciendo el capital y debilitando el trabajo.
Se trata entonces de entender si –y hasta qué punto– esta tendencia es
irreversible, desembocando en un verdadero fin capitalista de la historia, o si
existen perspectivas materiales para su inversión. Ahí está el problema del
comunismo, no en la retórica pauperista, moralista y miserabilista sobre las
perversiones y las injusticias escandalosas del capitalismo28.
24. El comunismo en el sentido aquí debatido no es una cuestión de
«opción preferencial por los pobres» (opción perfectamente legítima y estimable,
así como globalmente deseable, pero que poco tiene que ver con la problemática
de Marx), aunque la persistencia de una desigualdad excesiva y de una pobreza
abyecta sí son un obstáculo antropológico mayor para la posibilidad del
comunismo. Tampoco es el reflejo espontáneo –por medio de las manifestaciones
expresivas y cuasi demiúrgicas de la «multitud»– del tejido biopolítico y del
trabajo inmaterial posfordista, aunque la confluencia tecnopolítica de la
gestión de la vida (biotecnologías, salud, demografía y ecología) y del
despliegue del general intellect (aplicación de la ciencia a la producción, lógica de la formación
del «capital humano», etc.) será un nudo central de la problemática de la
dominación y de la emancipación en el siglo XXI. Ninguna prestidigitación
teórica o retórica puede remover la necesidad de repensar el (o los) sujeto(s)
de la emancipación en modo radicalmente distinto de como lo(s) veía la
tradición marxista. Hay que reconstruir sin ningún presupuesto teleológico la
relación entre la antropología filosófica del comunismo y la sociología
empírica del cambio social. Como lo señala Gerald A. Cohen, tanto en el nivel
nacional como en el nivel internacional pueden existir mayorías demográficas
con condiciones de existencia más o menos similares; pueden existir sectores
sociales que contribuyen en mayor medida a la producción de riquezas; puede
existir gente más explotada que otra y también gente más necesitada (no siempre
las mismas personas); existe inclusive gente que no tendría nada que perder en
una revolución, cualesquiera sean sus consecuencias, y existen personas y
grupos que desean transformar radicalmente la sociedad. Todas estas categorías
comparten algo de la condición «proletaria» tal como fue clásicamente definida,
pero ninguna de ellas coincide totalmente con ninguna de las otras, y a menudo
sus intereses reales divergen sustancialmente29. No existe automatismo sociológico
del progreso ético y político, ni centro de gravedad social estable del deseo
de emancipación, y es inútil pretender lo contrario. Karl Korsch, el maestro de
Bertolt Brecht, ya tenía la razón en 1950: «Todos los intentos de restablecer
íntegramente la doctrina marxista en su función original de teoría de la
revolución social de la clase obrera son hoy utopías reaccionarias»30.
25. En una carta escrita en 1917, desde la cárcel, a Luisa Kautsky, Rosa
Luxemburgo delineó lo que podría ser la verdadera postura ética de un(a)
militante comunista. Rosa no era una monja roja y se declaraba dispuesta a
«pelear con ferocidad» por su parte de felicidad íntima y personal en el mundo.
En esto estaba muy lejos del triste bagaje de la «moral socialista» como la
conciben tanto sus adversarios como muchos de sus partidarios. Escribió:
Todos los que me escriben se quejan y suspiran del mismo modo. Es
completamente ridículo. ¿No te das cuenta de que la catástrofe general es
demasiado grande como para lamentarse? Me sentiría mal si Mimi se pusiera
enferma o si te pasara algo a ti. Pero si el mundo se desquicia, entonces hago
lo posible por entender lo que ha ocurrido y porque, y si resulta que he
cumplido con mi deber, vuelvo a sentirme otra vez tranquila. Ultra posse nemo obligatur [Nadie está
obligado a hacer más]. Vuelvo a tener entonces todo lo que me procura alegría:
música, pintura, coger flores en la primavera, buenos libros, Mimi, tú y tantas
otras cosas… Soy rica entonces y creo que lo seguiré siendo hasta el fin.
Abandonarse a las calamidades del momento es intolerable e incomprensible.
Piensa con qué tranquila compostura consideraba Goethe las cosas. Y recuerda lo
que vivió: la gran Revolución Francesa, que vio hasta que debió de parecer una
farsa sangrienta y soberanamente inútil. Y, después, entre 1793 y 1815, toda
una ininterrumpida cadena de guerras hasta que el mundo volvió a parecer una
casa de locos. (…) No espero que escribas poesía como Goethe, pero podrías
adoptar su actitud ante la vida, su universalidad de intereses, su armonía
interior: por lo menos, podrías esforzarte por conseguirlo. Y si dijeras: pero
es que Goethe no fue políticamente activo, yo te diría que un militante
político precisa tener la capacidad de situarse por encima de las cosas con
mayor premura si cabe, porque de lo contrario se hundirá hasta las orejas en
las trivialidades de la vida cotidiana31.
En este párrafo, no solo Rosa Luxemburgo está en perfecta sintonía con
la concepción marxiana de la autorrealización humana, sino que parece también
hablar de nuestro tiempo: la aventura del socialismo «real» que se convirtió en
lo esencial en «una farsa sangrienta y soberanamente inútil», el mundo que
parece cada vez más «una casa de locos». Nos ayuda a entender que la
supervivencia de la izquierda en el siglo XXI exige no solamente una nueva
comprensión de lo que son realismo y radicalidad, sino también un nuevo
equilibrio ético, un nuevo sentir de la vida que no sea pervertido ni por los
venenos del poder, ni por los rencores de la ideología y la arrogancia fatal de
los que saben siempre mejor que el pueblo lo que el pueblo necesita. No se
trata de una cuestión de optimismo o de pesimismo («Los pesimistas son unos
cobardes y los optimistas son unos imbéciles», decía Heinrich Blücher, el
segundo esposo de Arendt32). Se trata simplemente de la
sabiduría provisional del único comunismo pensable: el comunismo de la finitud,
como horizonte posible pero no necesario, del libre juego de las facultades
humanas, con plena conciencia de los límites de las capacidades cognoscitivas,
afectivas y praxeológicas del animal político y simbólico y de la frágil
ecología de sus necesidades y de sus recursos.
Para evitar una inflación de notas a pie de página, las citas de Marx y
Friedrich Engels se refieren a las traducciones canónicas de sus obras en
castellano recogidas en el sitio <www.marxists.org espanol="">:
Crítica de la filosofía del derecho de Hegel (cfdh); La cuestión judía (cj);
Crítica al Programa de Gotha (cpg); Grundrisse (Elementos fundamentales para la
crítica de la economía política) (g); La ideología alemana (ia); Manifiesto
comunista (mc); La Sagrada Familia (sf); Del socialismo utópico al socialismo
científico (su/sc).
·
3.M. Henry: Marx i. Une philosophie
de la réalité, Gallimard, París, 1976.
·
4 Georges Canguilhem: Idéologie et
rationalité dans l’histoire des sciences de la vie, Vrin, París, 1977.
·
5. Étienne Balibar: La philosophie de
Marx, La Découverte, París, 1993.
·
6 Ibíd.
·
7.F. Engels: «Carta a Florence
Kelley-Wischnewetzky », 27/1/1887, disponible en .
·
8.F. Engels: «Carta a Konrad
Schmidt», 5/8/1890, disponible en <www.marxists.org espanol=""
m-e="" cartas="" e5-8-90.htm="">.
·
9.F. Engels: «Carta a Florence
Kelley-Wischnewetzky », 28/12/1886, disponible en .
·
10.Citado en Kostas Papaionnaou:
L’idéologie froide, J.J. Pauvert, París, 1967.
·
11.V.I. Lenin: «Qué hacer» en Obras
escogidas i, Progreso, Moscú, 1961.
·
12.V.I. Lenin: «Tres fuentes y tres
partes integrantes del marxismo» en Obras escogidas i, cit.
·
13.G. Lukács: Historia y conciencia
de clase, Instituto del Libro, La Habana, 1970.
·
14.N. Bujarin: Teoría del
materialismo histórico. Ensayo popular de sociología marxista, Siglo xxi,
Madrid, 1976.
·
15.A. Gramsci: «Notas críticas sobre
una tentativa de ‘Ensayo popular de sociología’» en El materialismo histórico y
la filosofía de Benedetto Croce, Lautaro, Buenos Aires, 1962.
·
16.Citado en K. Papaioannou: ob. cit.
·
17.V.I. Lenin: «Acerca del
infantilismo ‘izquierdista’ y del espíritu pequeñoburgués» en Obras completas
36, Progreso, Moscú, s/f.
·
18.Citado en K. Papaioannou: ob. cit.
·
19.Nicholas D. Kristof y Sheryl
WuDunn: China Wakes: The Struggle for the Soul of a Rising Power, Vintage
Books, Nueva York, 1995.
·
20.H.H. Gerth y C. Wright Mills: From
Max Weber: Essays in Sociology, Oxford University Press, Nueva York, 1946.
·
21.V. por ejemplo Roberto Gargarella:
«Marxismo analítico, el marxismo claro» en Doxa. Cuadernos de Filosofía del
Derecho No 17-18, 1995, pp. 231-255, disponible en .
·
22.V. en particular Friedrich
Schiller: Cartas sobre la educación estética del hombre, Anthropos, Barcelona,
1990.
·
23.V. por ejemplo George E. McCarthy
(ed.): Marx and Aristotle: Nineteenth Century German Social Theory and
Classical Antiquity, Rowman & Littlefield, Lanham, 1992.
·
24.J.B. Murphy: The Moral Economy of
Labor: Aristotelian Themes in Economic Theory, Yale University Press, New
Haven, 1993.
·
25.H. Arendt: La condición humana,
Paidós, Barcelona, 2005.
·
26.J. Elster: Making Sense of Marx,
Cambridge University Press, Cambridge, 1985.
·
27.André Tosel: Études sur Marx (et
Engels): Vers un communisme de la finitude, Kimé, París, 1996.
·
28.C. Preve y Gianfranco La Grassa:
La fine di una teoria. Il collasso del marxismo storico del Novecento,
Unicopli, Milán, 1996.
·
29.G.A. Cohen: Si eres igualitarista,
¿cómo es que eres tan rico?, Paidós, Barcelona, 2001.30.
·
K. Korsch: «Diez tesis sobre el
marxismo hoy» en Luchar y Vencer, .
·
31.Citado en Agnes Heller: El hombre
del Renacimiento, Península, Barcelona, 1980.
·
32.Citado en Elisabeth Young-Bruehl:
Hannah Arendt, Alfons el Magnànim, Valencia, 1993.Este artículo es copia fiel
del publicado en la revista Nueva Sociedad 256,
Marzo - Abril 2015, ISSN: 0251-3552
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