Frente al neoliberalismo y su politica de desarticulación de lo
público, Spinoza planteaba ya, en el XVII, la defensa de lo común y de
la libertad dentro del Estado.
Spinoza, materialista frente a propuestas religiosas o místicas; radical, frente a la tibieza del cálculo del consenso y revolucionario, puesto que plantea una formulación de la multitud, la comunidad consciente, como soberanía vigilante. De ahí su importancia, teórica y práctica, para devolver, en tiempos de secuestro, la democracia a la ciudadanía.
Spinoza, materialista frente a propuestas religiosas o místicas; radical, frente a la tibieza del cálculo del consenso y revolucionario, puesto que plantea una formulación de la multitud, la comunidad consciente, como soberanía vigilante. De ahí su importancia, teórica y práctica, para devolver, en tiempos de secuestro, la democracia a la ciudadanía.
Manuel Fernández-Cuesta
- editor de Ediciones Península
“Escupid sobre esta tumba. Aquí yace Spinoza".
Epitafio sobre su fosa común
Golpeado con saña por el neoliberalismo, el Estado de bienestar se
tambalea. Las leyes, antiguas garantes de las libertades, son maniatadas
por decretos de urgencia. La pérdida gradual de derechos laborales y
prestaciones sociales rompe la cohesión social. Un argumento justifica
la lógica política de esta guerra no declarada: la crisis económica
obliga a tomar medidas excepcionales. Los gastos (nunca se habla de
inversión) del Estado de bienestar, la parte social, no se pueden
asumir, repiten cual tétrica letanía. Las partidas presupuestarias
destinadas a las clases populares -aquellas para las que Robespierre
reclamaba ayuda y asistencia- se reducen. Parece claro que su finalidad
es desmontar el estado de bienestar. Sin embargo, van más lejos. El
capitalismo pretende destruir el estado: la última frontera, al menos a priori,
del principio de igualdad. Instaurado el librecambio financiero sin
control estatal, dominando los intereses privados la esfera de lo
público, entregados los recursos colectivos a los designios del mercado y
fragmentada la vida social, el objetivo final del neoliberalismo
aparece: el control ideológico de las emociones y, por extensión, sobre
la incertidumbre proyectada en los ciudadanos. Instrumental para pulir
vidrios, unos cuantos libros pequeños, un abrigo verde turco y un
pantalón; otro abrigo de color, cuatro sábanas, siete camisas, una cama y
una almohada, diecinueve cuellos, cinco pañuelos, dos cortinas rojas,
una colcha, un pequeño cobertor de cama y dos hebillas de plata.
Spinoza, el temido pensador de la subversión, falleció el 21 de febrero
de 1677 y fue enterrado el día 25. Tenía 44 años. Dejó deudas, muy
pocas, y una obra política y filosófica singular que cobra actualidad.
Al barbero, Abraham Kervel, le debía un trimestre de afeitado: 1,90
florines.
Antes de la
aceleración expansiva del modelo capitalista, la tensión social -la
lucha política organizada de la clases sociales y la multitud- había
conseguido que el Estado de bienestar estuviera respaldado, al menos en
parte, por la ciudadanía, haciendo de lo común, de los elementos
colectivos (sanidad, transporte, justicia, educación, igualdad de
oportunidades), parte integrante, con matices, de la vida cotidiana. Ese
apoyo, basado en el sentimiento de convivencia y pertenencia a una
comunidad, era el mecanismo de contención frente a la ambición de los
grupos de interés. Este juego de contrapoderes funcionó, al menos en
Europa, desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta los primeros
años ochenta (por fijar fechas). La extremada aceleración del modelo,
proceso conocido como globalización o mundialización, ha producido,
impulsado por la capacidad tecnológica, la ruptura del tejido social y
la ausencia de la idea de pertenencia. En la actualidad, individuos
aislados, atemorizados por la pérdida de la felicidad y la inestabilidad
(como explica Richard Sennett), vivimos (casi) en un estado natural,
“prepolítico”, donde apenas influimos en las decisiones que afectan a la
vida diaria de la comunidad.
Baruch Spinoza
(1632-1677), asistió, en la República de las Provincias Unidas, cuyo
motor era Holanda, a una situación parecida a la actual. A mediados del
siglo XVII, ese pequeño territorio, gobernado por Johan de Witt, era lo
más parecido a una sociedad civil de libertades, refugio de pensadores y
artistas, sostenida por un floreciente comercio. Eran libres,
conscientes, y negaban, unidos, pese a sus diferencias, cualquier
autoridad, monárquica o civil, que no fuera electa y consensuada. La
experiencia duró poco. Volvió la Casa de Orange, manu militari,
con su represión de espadas y valores, igual que ahora vuelve el
neoliberalismo (la versión 3.0. del individualismo), bajo el pretexto de
la recesión mundial, para terminar con el estado (social), heredero del
pacto capital-trabajo. Demasiados derechos y un “mercado laboral
rígido” impiden el desarrollo económico, sostienen. Flexibilizar,
desmontar el tejido social, es la consigna: romper el estado y, por
extensión, partir por la mitad la columna vertebral, incluso, de esta
imperfecta e insuficiente "democracia de superficie".
"El hombre que se guía por la razón es más libre en el Estado, donde
vive según leyes que obligan a todos, que en la soledad, donde solo se
obedece a sí mismo". Así argumentaba Spinoza ( Ética,
IV, LXXIII) su defensa del Estado como engranaje político de
convivencia asociado al progreso humano frente a un "estado de
naturaleza", anterior al pacto social. Coetáneo de Hobbes, del que se
diferencia, y antesala de lo que luego será la teoría del contrato
social de Rousseau (hasta llegar a Rawls y Habermas), esta senda de
progreso civil es la que hoy está recorriendo, en sentido inverso, el
neoliberalismo. Defensor de lo público, entendido como lo común, lo
colectivo, es decir, lo que une por la base a los individuos entre sí en
una sociedad, la reivindicación del pensamiento político de Spinoza, su
idea de la necesidad de una colectividad crítica (aquí su engarce con
Maquiavelo) se hace más necesaria que nunca en sociedades de
hiperconsumo donde el único vector social es la satisfacción
instantánea. Spinoza piensa en un Estado firme y seguro, soberano,
apoyado en las decisiones populares, defensor de los individuos (y sus
libertades) que vele, a su vez, por el destino de la multitud (y sus
derechos). Esta doble misión, protección de las libertades individuales y
colectivas, y pervivencia del Estado como garantía de estos derechos,
es lo que hace imprescindible la revisión detenida de sus obras.
La pérdida paulatina de la soberanía nacional, traspasada a entes
supranacionales, no todos electos, ha causado estragos tanto en la
capacidad gubernamental para dirigir el futuro de la nación (toma de
decisiones), como en la posible respuesta colectiva (presión popular).
Maniatados los Gobiernos, la impotencia de la contestación se hace
palpable. Nuestra experiencia (y nuestra capacidad, por tanto, para
combatir la injusticia) mutará en mercancía intercambiable ya que
-sostiene J. Rifkin- en el capitalismo sin producción la mano de obra
-tal cual la conocemos- será residual en unas décadas (La era el acceso, Paidós, 2000).
Las naciones soberanas (aunque formen, en el mundo global, entidades
supranacionales) son aquellas cuya soberanía popular está viva y
reconstruye, con el control sobre las instituciones, su identidad
política. Solo una multitud creativa y espontánea, libre, puede
formular, dotándose de instituciones fuertes pero flexibles, una
verdadera teoría democrática del poder que incluya, necesariamente, una
teoría de la subversión. Spinoza marcó los límites con dramática
precisión en su Tratado Político, Cap.4, 6: "No
cabe duda que los contratos o leyes, por los que la multitud transfiere
su derecho a un Consejo o a un hombre, deben ser violados, cuando el
bien común así lo exige".
Cuando el Gobierno da la
espalada a la ciudadanía, a las clases más desfavorecidas, es lícito
romper los acuerdos de cesión del poder. Las elecciones (generales o
autonómicas, en nuestro caso) son el instante de expresión de la
soberanía, argumentarán los partidarios del sistema de partidos y de la
democracia de mercado. Sabido es que el hastío que siente el cuerpo
social hacia las formas políticas tradicionales hace de este "momento
democrático" una rutina más dentro del sistema político. Baste citar, en
el caso español, la injusticia de ley electoral en vigor para demostrar
cómo la soberanía se expresa en un marco de "libertad vigilada", o la
importante abstención en las elecciones de EE UU (42,63% en las últimas
presidenciales, 2008, pese al efecto Obama).
Resulta paradójico contemplar, en la actualidad, la frustración
emocional que conlleva en la ciudadanía, esencialmente en los países de
Europa del Sur, después de veinte años de frenético consumo, la
imposibilidad material de acceso a los bienes y cómo el descrédito de la
política (como actividad pública) y de los partidos políticos y
sindicatos (vehículos de esa actividad) puede estar asociada con esa
frustración. La pérdida de derechos adquiridos, la precariedad laboral y
la reducción drástica de elementos claros de armonización pública
parecen, en sociedades anestesiadas por los medios de comunicación,
elementos menos graves que la imposibilidad material de consumir. Nadie
fija la mirada en los dirigentes en tiempos de (falsa y aparente)
bonanza. Crisis e inestabilidad política han sido, a lo largo de la
historia, basta repasar el siglo XX, claros antecedentes de soluciones
caudillistas o dictatoriales. "Por lo demás, aquella sociedad, cuya paz
depende de la inercia de unos súbditos que se comportan como ganado,
porque sólo saben actuar como esclavos, merece más bien el nombre de
soledad que de sociedad", recuerda Spinoza, mediados del siglo XVII,
enfurecido ante las diferentes formas de apatía social y política, en su
Tratado Político, cap. V, 4.
Una vuelta a una especie de "estado de naturaleza", al que el
neoliberalismo quiere arrastrar a las sociedades modernas, es el nuevo
campo de batalla, el sorprendente espacio de acción donde los cantos de
sirena de la plural subjetividad desaparecen y la identidad, la
pertenencia a un sujeto histórico determinado (hoy múltiple), debe
adquirir, renovada, la dimensión de discurso político. Sólo en la
Historia, entendida como narración de la experiencia y acción, puede la
ciudadanía recuperar su ser, su potencia soberana. Y es en esta
reconstrucción de las relaciones afectivas entre mujeres y hombres
libres e iguales, entendidas como relaciones políticas, al decir de
Spinoza, donde se encuentra el tejido social-emocional -armazón de la
soberanía popular- desaparecido bajo la jerarquía de valores (y trampas)
del capitalismo. "De una sociedad cuyos súbditos no empuñan las armas,
porque son presa del terror, no cabe decir que goce de paz, sino más
bien que no está en guerra" ( Tratado Político, cap.V,
4). Spinoza, pese a sus sucesivas derrotas (sufrió un intento de
asesinato, fue expulsado de la Sinagoga por ateo, sus libros fueron
prohibidos), insistía en la cohesión como único antídoto contra la
molicie. "No son las armas las que vencen los ánimos, sino el amor y la
generosidad".
Este holandés de lejano origen
ibérico, cuyas ideas parecen escritas para esta crisis, destaca por
materialista frente a propuestas religiosas o místicas; por radical,
frente a la tibieza del cálculo del consenso y por revolucionario,
puesto que plantea una formulación de la multitud, la comunidad
consciente, como soberanía vigilante. De ahí su importancia, teórica y
práctica, para devolver, en tiempos de secuestro, la democracia a la
ciudadanía.
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