En las dos últimas semanas las calles de Brasil se han incendiado. Como en todo incendio, el comportamiento de las llamaradas es imprevisible, y para el entendimiento de los hechos, puede que sea ocioso entretenernos tan solo con juicios de valor, apasionadamente abrasados, sobre la naturaleza o el rumbo de las ellas. Lo único cierto, aunque asimismo unos no lo crean, es una trágica pragmática finalista: fuego quema.No se sabe hasta el momento si el fuego se extinguió efectivamente o si el pretendido trabajo del rescoldo apuntalado por la presidente Dilma va a ser eficaz. Tampoco se sabe, dado lo inesperado y lo indomesticado del fenómeno, si el fuego se va a prender otra vez. Por todo esto, nos parece sugerente tomar en serio este signo, para quizá alumbrar mejor las ideas. La figura del incendio quiere servirnos aquí para una hermenéutica provisional que puede ser útil al entendimiento, incluso en la inevitable ingenuidad de sus metáforas. Así que, en lugar de que nos ofusquemos con la imponderable fenomenología de los ardores, quizá nos valga algo la físico-química del fenómeno.
Lo más analíticamente sencillo que sabemos acerca de él es que, para que empiece, se necesita la presencia simultánea de los tres componentes del así llamado “triángulo del fuego”: combustible, comburente y calor (o energía de activación). Para que la combustión siga adelante se requiere una reacción en cadena, que sostenga la quema. La condición de combustible no es ontológica, es decir, una cosa no existe necesariamente para quemarse. Ninguna sociedad, grupo o clase social (o incluso las calles) existe para precipitarse en esta suerte de reacción química, sin embargo, ella es siempre una posibilidad, para cualquier materia que sea. Es el comburente, en reacción con la materia del combustible, que lo hace quemar. Frente a la política, el fuego es algo demasiado sencillo: su comburente universal es el oxígeno. Pero lo que es lo más sencillo en uno, puede ser lo más complejo en otro.
Así que, empecemos por el combustible. Una enormidad de periodistas ha hablado de la juventud, así no más, en seco. Como yo prefiero las relacionas causales en lugar de los fetiches conceptuales ―ya Marx nos acordaba de que cuando uno se agarra al fetiche de las mercancías se olvida de los procesos sociales de producción―, me quedo con la lección de Bourdieu, de que la juventud es tan sólo una palabra [1]. Otra gente, pretendidamente más prudente, se fue a buscar los misterios de la sociología incendiaria en otro imponderable conceptual: las clases medias. A la rancia imagen de la pequeña burguesía se le agregó en unos cuantos análisis el estrato novedoso de los recién alzados al mundo del consumo ―hay que acordarse que el desarrollismo petista tuvo por principio e intención, en sus diez años de vigencia, producir más consumidores, y tan sólo por alguna casualidad secundaria, más ciudadanos. El argumento de las nuevas demandas (por servicios públicos) del mundo clasemediero añadidas a las nuevas frustraciones de la vieja clase media es una especie de actualización de la fórmula del liberal Alexis de Tocqueville, de que las revoluciones ocurren cuando las cosas están mejorando y no cuando la crisis se extiende [2]. Pero, en lo que tiene de imponderable, no deja de ser una fórmula mágica. Mágica, tan sólo. En realidad, tanto juventud cuanto clase media no son necesariamente buenos combustibles. Son materia inerte como madera: cuando bien remojaditas no prenden fuego. El combustible puede ser una enormidad de cosas, y las podríamos sintetizar bajo el término “la gente”, en la que alguna (trabajadores, jubilados, indígenas, estudiantes, barriales, homosexuales, etc, etc, etc), por contextos más específicos, puede que se encuentre particularmente predispuesta, como madera seca. Como cualquier materia puede oxidarse a la escala inflamable, el nudo de la cosa no está en el combustible por sí sólo, sino en las condiciones ambientales que disponen comburente y calor frente a él.
El calor o “energía de activación” es probablemente el componente de la combustión más fácil de identificarse, por medio de una suerte de conteo de factores de deflagración. Es lo más visible, es lo que se siente en la piel. El primer de ellos es la intensidad de utilización de un nuevo canal de comunicación: las (o mejor, ciertas) redes sociales digitales. No se trata de disponer del Facebook (o, más bien, del Twitter), se trata de tener armada ahí una red de comunicación eficaz. Hace pocos años, antes del Facebook, la sociabilidad digital en Brasil giraba alrededor del Orkut. Hoy día si se convoca una protesta por Orkut, nada va a pasar.
En el último día 19, el presidente del directorio estatal (provincial) del Partido de los Trabajadores (PT) de San Pablo, en una de las características autocríticas burocráticas de las que los dirigentes del partido suelen hacer ―a veces por cambiar algunas cosas para que todo siga igual―, acusó a su partido de no haber sido capaz de reconocer a los “movimientos sociales generados por la integración virtual” [3]. Desde hace un par de años que los ideólogos del campo de la izquierda en Brasil se han agarrado a la panacea sociológica de los “nuevos actores” (o “nuevos sujetos”), olvidándose por entero de las (viejas) relaciones. Ahora, reviviendo a Marshall McLuhan, fetichizan también a los medios como generadores de “nuevos” mensajes. Así como la gente de El Alto utilizó a los móviles, hablando por ellos en aymara, para administrar las comunicaciones del movimiento que llevó a la derrocada del presidente Gonzalo Sánchez de Lozada en el 2003, los canales y los medios sirven como elementos funcionales, no generan por sí solo sentidos y mensajes; abren un espacio de comunicación, pero la inteligibilidad y la legitimidad de los mensajes no son intrínsecos al canal. El medio NO ES el mensaje. La crítica más bien burocrática y tecnicista del dirigente del PT puede que tenga que ver con estrategias de comunicación (o propaganda) del partido, pero no con “movimientos sociales”.
En el caso de las manifestaciones de las últimas semanas en Brasil, quién generó los textos de los mensajes fue el llamado Movimiento Pase Libre (MPL), pero la semántica (o la gramática) de estos mensajes ha sido progresivamente amalgamada desde 1990, cuando Luiza Erundina, alcaldesa de la ciudad de San Pablo por el PT, puso en marcha los primeros estudios sobre la subvención social del transporte urbano. La causa siguió su curso, se agrandó en la vieja agenda histórica del PT hasta ser marginada por el partido en su proceso de acobardamiento político, institucionalizándose fuera de él, como movimiento, a lo largo de varios foros sociales que ocurrieron en Brasil, llegando a albergarse finalmente en pequeños partidos de izquierda. No hace sentido el dirigente del PT hablar de “nuevos movimientos”. Éstos movimientos ya son viejos conocidos del PT. Muchos, sino la mayoría o casi totalidad de ellos, son parte de la propia constitución histórica del partido.
Pero sí, en lo que toca más bien a la “energía de activación” del fuego, la intensidad del uso de ciertas redes sociales le dio su calentamiento inicial. Sin embargo, el detonador máximo de la combustión no parece haber sido otro que la indignación de la población frente a la violenta represión policial que se desató junto con la infame arrogancia, la afrentosa prepotencia de los grandes medios en tratar a una manifestación de la ciudadanía como una amenaza a (su) orden. Como una suerte de termodinámica social (¡esto es tan sólo una metáfora!), mucho de la energía desatada tiene que ver con la energía imprimida, es decir, con la percepción del significado de la violencia y su reconocimiento en un contexto de violencias sistemáticas.
Pero tanto este contexto cuanto la existencia de un mensaje acerca de derechos sociales forman más bien parte del componente que metafóricamente llamamos “comburente”, es decir, tiene que ver con el oxígeno social que se respira. Aquí es donde lo que es sencillo en la naturaleza, se vuelve complejo en la política.
Para producir una reacción en una materia polifacética en principio inerte, el comburente debe agarrarla por medio de muchos radicales libres. Por evidente, para algo sirven los radicales, aunque mucha gente no crea en la química. En los últimos años, en Brasil, se han acumulado los reactivos. Esto, en realidad es un truismo de toda política. Como las dinámicas sociales son multicausales, no hay previsión correcta, y las interpretaciones son siempre, irremediablemente, posteriores a los hechos. Ahora podemos comprender mejor a los reactivos. Lo que sí sería una tontera política es, en nombre de alguna testarudez ideológica, no aprender con ellos. El revés, de otra parte, sería la teoría del caos cómodamente llevada al paroxismo de la incomprensión. En los últimos días el ex sociólogo y ex presidente Fernando Henrique Cardoso intentó explicar los acontecimientos por su “teoría del cortocircuito”, de los años ’70, por la que cualquier cosa puede pasarse si hay un montón de variables en el aire. Esta preciosa perla teórica es característica de la genialidad sociológica del ex presidente. A los liberales les encantan las fórmulas mágicas, como la teoría de la utilidad (no importa si general o marginal); estas fórmulas que fetichizan a los elementos y se desentienden de las relaciones (de todo orden, no sólo económicas) que sostienen los procesos sociales. Intentemos, por consiguiente, poner algunas cosas en relación.
El primer fenómeno que me resulta notable fue urdido por el fisiologismo político de los partidos tradicionales, que se tragó al PT en el momento en que éste depositó sus fichas políticas en la gobernabilidad y descuidó de representar a los movimientos sociales que le habían dado origen. Esto fue el ápice del proceso de burocratización del partido gubernista, que comenzó hacia 1996, con el intento de transformarlo ante todo en una máquina de ganar elecciones. Las ganó al precio de su alma. A la pérdida de su capital político de origen, la burocracia dirigente se vio obligada a darle otro en que se estribara. Éste fue construido sobre dos movimientos realizados en el ejercicio del poder:
1. la inclusión económica de los más pobres, bajo la condición de nuevos consumidores, lo que agrandó cuantitativamente la economía (pero no cualitativamente), lo que implicó la apertura de nuevas fronteras de explotación económica sobre los recursos naturales (que van de las nuevas reservas de petróleo a las tierras de Amazonía);
y 2. la demarcación de un espacio político cautivo y discursivamente sobredeterminante en el campo progresista, definido más bien por la negativa: si se sale el PT, la derecha vuelve con sus programas concentradores, con la alienación masiva del patrimonio público y con su obediencia al consenso de Washington, que va sacar a Brasil del Mercosur, de Unasur, de cualquier posibilidad de construcción de una comunidad política sudamericana y de un relativo protagonismo diplomático en un escenario global multipolar.
Hay que reconocer que este último discurso no es tan sólo un fantasma cómodo. La experiencia pasada y las sistemáticas declaraciones presentes de los representantes de la derecha lo aseveran con bastante contundencia. Esto se explica por una razón muy sencilla: este discurso es exactamente lo que ellos (la derecha) no son; eso se les presenta como una exterioridad; es la otredad que no les hace sentido ni cobra razón.
Sin embargo, el resultado de estos dos movimientos es que el PT, que se preciaba por ser un partido de masas, con una relación orgánica con los movimientos sociales, se volvió un partido casi netamente electoral, en los términos de la democracia formal, en donde la militancia histórica y las representaciones sociales se fueron quedando progresivamente alejadas de las instancias de decisión estratégica, vinculadas más bien por viejas pasiones, ni tanto por nuevos desafíos. Por fin, el PT se fue volviendo un partido “como otro cualquiera”, en que pese a su tonalidad algo más rojiza en el espectro de las tiendas partidarias. Y como “otro cualquiera” pasó a subordinarse mansamente al juego de las viejas zorras del fisiologismo partidista. La política para esta fuerza dejó de ser algo que el viejo PT siempre había cultivado que fuera: invención. El analista Marcos Nobre llamó “peemedebismo” [4] a este fenómeno de deglución del PT, que ocurrió bajo el paradigma de su gran partido aliado (¿ ? ), el PMDB: a igual modo que el fenómeno de la “democracia pactada” de los años neoliberales en Bolivia, la política partidaria resulta ser una indistinción que pasa a operar en los términos de una gramática clientelar de los despachos. El condominio del poder se cerró, y las fuerzas vivas de la mediación social se quedaron fuera de él. El saldo que se fue acumulando de todo esto a lo largo de un decenio resultó ser un déficit de ciudadanía. En este momento, como en el 2003 en Bolivia, la lógica clientelar parece demostrar su límite en las protestas que se desprenden a lo largo del país. Si el enemigo del clamor popular no carga ahora de forma tan evidente el marbete de neoliberal, su lógica político-institucional es bastante similar. En este caso, el gobierno Dilma tiene suficiente apoyo para encontrarse todavía muy lejos de un colapso masivo, como ocurrió con el gobierno de Sánchez de Lozada, pero la diferencia, puede que sea tan sólo de grado. Como en aquella ocasión, las protestas expresan con bastante contundencia que la siniestra opacidad de las prioridades administrativas anda codo a codo con el reconocimiento de su hijo natural, la corrupción ― aunque aquí ésta tenga que ser algo relativizada.
Al parecer, el gobierno Dilma cree todavía que la respuesta a esto es la de siempre: una operación técnica suficiente y eficaz, una cuestión tan sólo de perfeccionarse la gestión. Una prueba de esta clase de actitud ha sido dada en el último día 20, un día antes de que la presidente hiciera su discurso público en cadena nacional acerca de las manifestaciones. Uno de los termómetros del alejamiento del PT de los movimientos sociales es la política indigenista del gobierno Dilma. En nombre de alianzas sospechosamente convenientes con el agro business y los terratenientes, las demarcaciones de tierras indígenas (que jurídicamente son tierras del Estado) no sólo se han prácticamente paralizado en Brasil como empezaron a encontrar una serie de obstáculos institucionales y administrativos puestos por el propio gobierno sobre su propio órgano indigenista. Además, las señales políticas emitidas por ministros y secretarios del gobierno han dejado a los terratenientes muy a gusto para incrementar las presiones y conflictos locales con grupos indígenas, produciendo varias muertes, en especial en la conflictiva región de Mato Grosso. En el día 20, el secretario de gobierno de Dilma anunció con gala que la presidente había autorizado a que se comprara no se sabe qué tierras en este Estado para que fueran entregadas a los indígenas [5]. Estricta solución técnica puntual. Por evidente, necesaria en un cuadro dramático. Sin embargo, el problema no se ciñe a entregar a los indígenas, en situación de emergencia, campos agricultables donde vayan a plantar yuca, en una suerte de asilo agrario. Se trata de reconocer sus derechos constitucionales, sobre todo a los territorios ancestrales de reproducción cultural, es decir, a sus espacios de memoria, en contra de la lógica de la producción. Y en cuanto a esto, nada se cambió en el cuadro de la política indigenista de Dilma. Éste es un ejemplo del déficit de ciudadanía todavía creciente, mientras el actual gobierno del PT no alcanza pensar en términos políticos, sino en términos estrictamente tecnocráticos.
De otra parte, la bronca de los manifestantes contra “todos los políticos” ha sido alimentada no sólo por la opción del PT de encerrarse en el condominio fisiológico del poder del Estado. Aquí, la derecha, a través de los grandes medios, ha sido bastante eficaz en coronar discursivamente el alejamiento y hermetismo de la burocracia dirigente del partido, su “peemedebización”, con el estigma difuso y general de la corrupción. En realidad, en ningún otro gobierno como los del PT, la corrupción ha sido combatida de forma tan sustentada e institucionalmente aprestada. Por eso mismo, se ha hecho más visible. A la paradoja hay que añadir los aliados inconvenientes, sobre todo cuando tienen un pasado por demás sospechoso.
Sin embargo, la operación mediática clave se ha dado sobre un juicio, en instancia judicial exclusiva, que condenó por corrupción a varios dirigentes del PT. El juez relator del caso, Presidente de la Suprema Corte, sustrajo del proceso una enormidad de pruebas que contrariaban su interpretación condenatoria y las reservó a un proceso aparte, sin trámite y prontamente clasificado como sigiloso [6]. Las demás pruebas de inocencia de los reos que él no se había dado cuenta y que quedaron en el proceso, fueron sumariamente desechadas en el juicio [7]. La cantidad de pruebas sustraídas que eximen a los reos es de tal orden que se puede decir que este juicio ha sido la más grande farsa judicial de la historia del país. Hubo sí, a lo que todo lleva a creer, un crimen electoral de omisión contable de recursos, como hubo en el caso de los partido de derecha. Con todo, los procesos de los partidos de derecha en cuanto a esto, aunque hayan sido formados, fueron hábilmente bloqueados por el Judiciario, con la ayuda del mismo Presidente de la Suprema Corte [8], que hace dos meses recibió una condecoración del ya candidato a presidente por la derecha en las próximas elecciones [9].
No obstante, toda la escenificación condenatoria, bombardeada por los medios con una intensidad no antes vista, ha servido para el linchamiento moral de los reos, como forma de condenar por corrupción toda la fuerza política a la que pertenecían y echar todo el condominio del poder federal a una misma fosa común. El mesianismo político de la “limpieza moral” ha sido uno de los tonos de las manifestaciones callejeras de las últimas semanas. Sin embargo, y esto hay que notarse, no se trata de un componente aislado. Es un componente que entra en sintonía con el déficit ciudadano que, de su parte, da consistencia a la burda simplificación con que este mesianismo opera. En el momento en que él empezó a agrandarse, en la marcha del 20 de junio realizada en San Pablo, que recibió el aporte organizado de grupos de extrema derecha, los medios dieron particular destaque al hecho de que el candidato a presidente preferido de los marchistas era... el Presidente de la Suprema Corte. Así como lo hicieron en el 88/89 con Fernando Collor, los grandes medios otra vez parecen enfrascarse en buscar a un “salvador de la patria”.
Al estrechamiento del campo político, al secuestro de los espacios de mediación, de intervención y contestación, a los sentimientos difusos de que “ellos no nos representan” y “está todo viciado”, hay que añadir la experiencia cotidiana del desamparo (servicios públicos de educación y salud de pésima calidad), de la autoridad arbitraria y discrecional de las normas urbanas y de la acción policial (a las que se debe agregar la lógica de la precedencia comercial en las exigencias de la FIFA para los eventos futbolísticos, en desmedro de los valores afectivos de la gente), en fin, la experiencia de todas estas pequeñas (¿?) violencias cumulativas que pueden hacer de la vida urbana en Brasil actualmente algo muy exasperante. Todos estos factores, unos reforzándose a los otros, han servido de comburente para el incendio que se desató en las calles en las últimas semanas. Yo quise leerlos bajo la metáfora del comburente porque el combustible es la propia gente. Las calles son tan vivas cuanto la gente que pasa por ellas. Y las razones que las hace mover, a veces furiosamente, es el oxígeno de la vida política. En la víspera del partido entre Brasil e Italia por la Copa de las Confederaciones, realizado en Salvador de Bahia, el periódico italiano La Gazzetta dello Sport estampó en la portada una inmensa foto de las manifestaciones pala ilustrar su llamada “Italia-Brasile nel caos”. Lo que ellos llaman “caos” nosotros llamamos “democracia”.
Muchos analistas se han quedado mirando las llamaradas, condenándolas como una conspiración de la derecha, lastimándose de sus efectos, apasionándose irreflexivamente por su naturaleza ígnea, sin llegar a querer comprender cualquier cosa más sobre el fuego.
Hay tres modos de apagarse un incendio: o se quita el combustible, o se quita el comburente, o se quita el calor. En cuanto a quitarse el combustible, esto me acuerda la imagen de la guerrilla como un pez en el acuario. La guerrilla es el pez; la gente local, el agua. Si no se puede agarrar el pez, se saca el agua para matarlo. Este método Estados Unidos probó en Vietnam, con ráfagas de napalm. Después fue utilizado contra las guerrillas de Guatemala y Perú. En democracia, los métodos norte-americanos no son aplicables. Así que nos queda dos métodos: el resfriamiento (quitarse el calor) y el ahogo (quitarse el oxígeno). Si la represión policial sigue en los niveles de bestialidad que se han visto, la temperatura va a seguir alta. En cuanto al comburente, bueno, esto puede ser lo mejor o lo peor de la política. Lo peor es el bluf, las soluciones bonapartistas, lo tacaño del tecnicismo, la tentación de resolvérselo todo por la presumida ilusión de la gestión y de las ingenierías, lo que puede ser no más que aplazar los problemas. Lo mejor es volver a hacer de la política el arte de la invención, en el sentido más grande y osado que esto comporta.
Notas
[1] Bourdieu, Pierre [1978] 1984. “La ‘jeunesse’ n’est qu’un mot”. In: Questions de sociologie. Paris, Éditions de Minuit, pp. 143-154.
[2] Tocqueville, Alexis de [1856] 1952. L’ancien régime et la Révolution. Paris, Gallimard.
[3] http://www.valor.com.br/ politica/3169234/para- presidente-do-pt-paulista- partido-nao-soube-interpretar- protesto
[4] http://www.advivo.com.br/blog/ luisnassif/o-peemedebismo-por- marcos-nobre
[5] http://www.midiamax.com.br/ noticias/856926-dilma+diz+ ministro+autoriza+compra+ terras+para+resolver+conflito+ indigena+sidrolandia.html
[6] http://www.jornalggn.com.br/ blog/joaquim-barbosa-e- antonio-fernando-de-souza- esconderam-provas-que- poderiam-mudar-julgamento-do-% E2%80%9Cmensalao%E2%80%9D
[7] http://www1.folha.uol.com.br/ fsp/poder/60318-acusacao-e- defesa.shtml
[8] http://www.novojornal.com/ politica/noticia/mensalao- mineiro-5-anos-mais-antigo- nao-sera-julgado-em-2013-01- 01-2013.html y http://www.novojornal.com/ politica/noticia/comecam-a- aparecer-as-ligacoes-de- azeredo-com-joaquim-barbosa- 27-05-2013.html
[9] http://noticias.r7.com/brasil/ barbosa-recebe-medalha-de- aecio-e-cala-sobre-mensalao- mineiro-22042013
Lo más analíticamente sencillo que sabemos acerca de él es que, para que empiece, se necesita la presencia simultánea de los tres componentes del así llamado “triángulo del fuego”: combustible, comburente y calor (o energía de activación). Para que la combustión siga adelante se requiere una reacción en cadena, que sostenga la quema. La condición de combustible no es ontológica, es decir, una cosa no existe necesariamente para quemarse. Ninguna sociedad, grupo o clase social (o incluso las calles) existe para precipitarse en esta suerte de reacción química, sin embargo, ella es siempre una posibilidad, para cualquier materia que sea. Es el comburente, en reacción con la materia del combustible, que lo hace quemar. Frente a la política, el fuego es algo demasiado sencillo: su comburente universal es el oxígeno. Pero lo que es lo más sencillo en uno, puede ser lo más complejo en otro.
Así que, empecemos por el combustible. Una enormidad de periodistas ha hablado de la juventud, así no más, en seco. Como yo prefiero las relacionas causales en lugar de los fetiches conceptuales ―ya Marx nos acordaba de que cuando uno se agarra al fetiche de las mercancías se olvida de los procesos sociales de producción―, me quedo con la lección de Bourdieu, de que la juventud es tan sólo una palabra [1]. Otra gente, pretendidamente más prudente, se fue a buscar los misterios de la sociología incendiaria en otro imponderable conceptual: las clases medias. A la rancia imagen de la pequeña burguesía se le agregó en unos cuantos análisis el estrato novedoso de los recién alzados al mundo del consumo ―hay que acordarse que el desarrollismo petista tuvo por principio e intención, en sus diez años de vigencia, producir más consumidores, y tan sólo por alguna casualidad secundaria, más ciudadanos. El argumento de las nuevas demandas (por servicios públicos) del mundo clasemediero añadidas a las nuevas frustraciones de la vieja clase media es una especie de actualización de la fórmula del liberal Alexis de Tocqueville, de que las revoluciones ocurren cuando las cosas están mejorando y no cuando la crisis se extiende [2]. Pero, en lo que tiene de imponderable, no deja de ser una fórmula mágica. Mágica, tan sólo. En realidad, tanto juventud cuanto clase media no son necesariamente buenos combustibles. Son materia inerte como madera: cuando bien remojaditas no prenden fuego. El combustible puede ser una enormidad de cosas, y las podríamos sintetizar bajo el término “la gente”, en la que alguna (trabajadores, jubilados, indígenas, estudiantes, barriales, homosexuales, etc, etc, etc), por contextos más específicos, puede que se encuentre particularmente predispuesta, como madera seca. Como cualquier materia puede oxidarse a la escala inflamable, el nudo de la cosa no está en el combustible por sí sólo, sino en las condiciones ambientales que disponen comburente y calor frente a él.
El calor o “energía de activación” es probablemente el componente de la combustión más fácil de identificarse, por medio de una suerte de conteo de factores de deflagración. Es lo más visible, es lo que se siente en la piel. El primer de ellos es la intensidad de utilización de un nuevo canal de comunicación: las (o mejor, ciertas) redes sociales digitales. No se trata de disponer del Facebook (o, más bien, del Twitter), se trata de tener armada ahí una red de comunicación eficaz. Hace pocos años, antes del Facebook, la sociabilidad digital en Brasil giraba alrededor del Orkut. Hoy día si se convoca una protesta por Orkut, nada va a pasar.
En el último día 19, el presidente del directorio estatal (provincial) del Partido de los Trabajadores (PT) de San Pablo, en una de las características autocríticas burocráticas de las que los dirigentes del partido suelen hacer ―a veces por cambiar algunas cosas para que todo siga igual―, acusó a su partido de no haber sido capaz de reconocer a los “movimientos sociales generados por la integración virtual” [3]. Desde hace un par de años que los ideólogos del campo de la izquierda en Brasil se han agarrado a la panacea sociológica de los “nuevos actores” (o “nuevos sujetos”), olvidándose por entero de las (viejas) relaciones. Ahora, reviviendo a Marshall McLuhan, fetichizan también a los medios como generadores de “nuevos” mensajes. Así como la gente de El Alto utilizó a los móviles, hablando por ellos en aymara, para administrar las comunicaciones del movimiento que llevó a la derrocada del presidente Gonzalo Sánchez de Lozada en el 2003, los canales y los medios sirven como elementos funcionales, no generan por sí solo sentidos y mensajes; abren un espacio de comunicación, pero la inteligibilidad y la legitimidad de los mensajes no son intrínsecos al canal. El medio NO ES el mensaje. La crítica más bien burocrática y tecnicista del dirigente del PT puede que tenga que ver con estrategias de comunicación (o propaganda) del partido, pero no con “movimientos sociales”.
En el caso de las manifestaciones de las últimas semanas en Brasil, quién generó los textos de los mensajes fue el llamado Movimiento Pase Libre (MPL), pero la semántica (o la gramática) de estos mensajes ha sido progresivamente amalgamada desde 1990, cuando Luiza Erundina, alcaldesa de la ciudad de San Pablo por el PT, puso en marcha los primeros estudios sobre la subvención social del transporte urbano. La causa siguió su curso, se agrandó en la vieja agenda histórica del PT hasta ser marginada por el partido en su proceso de acobardamiento político, institucionalizándose fuera de él, como movimiento, a lo largo de varios foros sociales que ocurrieron en Brasil, llegando a albergarse finalmente en pequeños partidos de izquierda. No hace sentido el dirigente del PT hablar de “nuevos movimientos”. Éstos movimientos ya son viejos conocidos del PT. Muchos, sino la mayoría o casi totalidad de ellos, son parte de la propia constitución histórica del partido.
Pero sí, en lo que toca más bien a la “energía de activación” del fuego, la intensidad del uso de ciertas redes sociales le dio su calentamiento inicial. Sin embargo, el detonador máximo de la combustión no parece haber sido otro que la indignación de la población frente a la violenta represión policial que se desató junto con la infame arrogancia, la afrentosa prepotencia de los grandes medios en tratar a una manifestación de la ciudadanía como una amenaza a (su) orden. Como una suerte de termodinámica social (¡esto es tan sólo una metáfora!), mucho de la energía desatada tiene que ver con la energía imprimida, es decir, con la percepción del significado de la violencia y su reconocimiento en un contexto de violencias sistemáticas.
Pero tanto este contexto cuanto la existencia de un mensaje acerca de derechos sociales forman más bien parte del componente que metafóricamente llamamos “comburente”, es decir, tiene que ver con el oxígeno social que se respira. Aquí es donde lo que es sencillo en la naturaleza, se vuelve complejo en la política.
Para producir una reacción en una materia polifacética en principio inerte, el comburente debe agarrarla por medio de muchos radicales libres. Por evidente, para algo sirven los radicales, aunque mucha gente no crea en la química. En los últimos años, en Brasil, se han acumulado los reactivos. Esto, en realidad es un truismo de toda política. Como las dinámicas sociales son multicausales, no hay previsión correcta, y las interpretaciones son siempre, irremediablemente, posteriores a los hechos. Ahora podemos comprender mejor a los reactivos. Lo que sí sería una tontera política es, en nombre de alguna testarudez ideológica, no aprender con ellos. El revés, de otra parte, sería la teoría del caos cómodamente llevada al paroxismo de la incomprensión. En los últimos días el ex sociólogo y ex presidente Fernando Henrique Cardoso intentó explicar los acontecimientos por su “teoría del cortocircuito”, de los años ’70, por la que cualquier cosa puede pasarse si hay un montón de variables en el aire. Esta preciosa perla teórica es característica de la genialidad sociológica del ex presidente. A los liberales les encantan las fórmulas mágicas, como la teoría de la utilidad (no importa si general o marginal); estas fórmulas que fetichizan a los elementos y se desentienden de las relaciones (de todo orden, no sólo económicas) que sostienen los procesos sociales. Intentemos, por consiguiente, poner algunas cosas en relación.
El primer fenómeno que me resulta notable fue urdido por el fisiologismo político de los partidos tradicionales, que se tragó al PT en el momento en que éste depositó sus fichas políticas en la gobernabilidad y descuidó de representar a los movimientos sociales que le habían dado origen. Esto fue el ápice del proceso de burocratización del partido gubernista, que comenzó hacia 1996, con el intento de transformarlo ante todo en una máquina de ganar elecciones. Las ganó al precio de su alma. A la pérdida de su capital político de origen, la burocracia dirigente se vio obligada a darle otro en que se estribara. Éste fue construido sobre dos movimientos realizados en el ejercicio del poder:
1. la inclusión económica de los más pobres, bajo la condición de nuevos consumidores, lo que agrandó cuantitativamente la economía (pero no cualitativamente), lo que implicó la apertura de nuevas fronteras de explotación económica sobre los recursos naturales (que van de las nuevas reservas de petróleo a las tierras de Amazonía);
y 2. la demarcación de un espacio político cautivo y discursivamente sobredeterminante en el campo progresista, definido más bien por la negativa: si se sale el PT, la derecha vuelve con sus programas concentradores, con la alienación masiva del patrimonio público y con su obediencia al consenso de Washington, que va sacar a Brasil del Mercosur, de Unasur, de cualquier posibilidad de construcción de una comunidad política sudamericana y de un relativo protagonismo diplomático en un escenario global multipolar.
Hay que reconocer que este último discurso no es tan sólo un fantasma cómodo. La experiencia pasada y las sistemáticas declaraciones presentes de los representantes de la derecha lo aseveran con bastante contundencia. Esto se explica por una razón muy sencilla: este discurso es exactamente lo que ellos (la derecha) no son; eso se les presenta como una exterioridad; es la otredad que no les hace sentido ni cobra razón.
Sin embargo, el resultado de estos dos movimientos es que el PT, que se preciaba por ser un partido de masas, con una relación orgánica con los movimientos sociales, se volvió un partido casi netamente electoral, en los términos de la democracia formal, en donde la militancia histórica y las representaciones sociales se fueron quedando progresivamente alejadas de las instancias de decisión estratégica, vinculadas más bien por viejas pasiones, ni tanto por nuevos desafíos. Por fin, el PT se fue volviendo un partido “como otro cualquiera”, en que pese a su tonalidad algo más rojiza en el espectro de las tiendas partidarias. Y como “otro cualquiera” pasó a subordinarse mansamente al juego de las viejas zorras del fisiologismo partidista. La política para esta fuerza dejó de ser algo que el viejo PT siempre había cultivado que fuera: invención. El analista Marcos Nobre llamó “peemedebismo” [4] a este fenómeno de deglución del PT, que ocurrió bajo el paradigma de su gran partido aliado (¿ ? ), el PMDB: a igual modo que el fenómeno de la “democracia pactada” de los años neoliberales en Bolivia, la política partidaria resulta ser una indistinción que pasa a operar en los términos de una gramática clientelar de los despachos. El condominio del poder se cerró, y las fuerzas vivas de la mediación social se quedaron fuera de él. El saldo que se fue acumulando de todo esto a lo largo de un decenio resultó ser un déficit de ciudadanía. En este momento, como en el 2003 en Bolivia, la lógica clientelar parece demostrar su límite en las protestas que se desprenden a lo largo del país. Si el enemigo del clamor popular no carga ahora de forma tan evidente el marbete de neoliberal, su lógica político-institucional es bastante similar. En este caso, el gobierno Dilma tiene suficiente apoyo para encontrarse todavía muy lejos de un colapso masivo, como ocurrió con el gobierno de Sánchez de Lozada, pero la diferencia, puede que sea tan sólo de grado. Como en aquella ocasión, las protestas expresan con bastante contundencia que la siniestra opacidad de las prioridades administrativas anda codo a codo con el reconocimiento de su hijo natural, la corrupción ― aunque aquí ésta tenga que ser algo relativizada.
Al parecer, el gobierno Dilma cree todavía que la respuesta a esto es la de siempre: una operación técnica suficiente y eficaz, una cuestión tan sólo de perfeccionarse la gestión. Una prueba de esta clase de actitud ha sido dada en el último día 20, un día antes de que la presidente hiciera su discurso público en cadena nacional acerca de las manifestaciones. Uno de los termómetros del alejamiento del PT de los movimientos sociales es la política indigenista del gobierno Dilma. En nombre de alianzas sospechosamente convenientes con el agro business y los terratenientes, las demarcaciones de tierras indígenas (que jurídicamente son tierras del Estado) no sólo se han prácticamente paralizado en Brasil como empezaron a encontrar una serie de obstáculos institucionales y administrativos puestos por el propio gobierno sobre su propio órgano indigenista. Además, las señales políticas emitidas por ministros y secretarios del gobierno han dejado a los terratenientes muy a gusto para incrementar las presiones y conflictos locales con grupos indígenas, produciendo varias muertes, en especial en la conflictiva región de Mato Grosso. En el día 20, el secretario de gobierno de Dilma anunció con gala que la presidente había autorizado a que se comprara no se sabe qué tierras en este Estado para que fueran entregadas a los indígenas [5]. Estricta solución técnica puntual. Por evidente, necesaria en un cuadro dramático. Sin embargo, el problema no se ciñe a entregar a los indígenas, en situación de emergencia, campos agricultables donde vayan a plantar yuca, en una suerte de asilo agrario. Se trata de reconocer sus derechos constitucionales, sobre todo a los territorios ancestrales de reproducción cultural, es decir, a sus espacios de memoria, en contra de la lógica de la producción. Y en cuanto a esto, nada se cambió en el cuadro de la política indigenista de Dilma. Éste es un ejemplo del déficit de ciudadanía todavía creciente, mientras el actual gobierno del PT no alcanza pensar en términos políticos, sino en términos estrictamente tecnocráticos.
De otra parte, la bronca de los manifestantes contra “todos los políticos” ha sido alimentada no sólo por la opción del PT de encerrarse en el condominio fisiológico del poder del Estado. Aquí, la derecha, a través de los grandes medios, ha sido bastante eficaz en coronar discursivamente el alejamiento y hermetismo de la burocracia dirigente del partido, su “peemedebización”, con el estigma difuso y general de la corrupción. En realidad, en ningún otro gobierno como los del PT, la corrupción ha sido combatida de forma tan sustentada e institucionalmente aprestada. Por eso mismo, se ha hecho más visible. A la paradoja hay que añadir los aliados inconvenientes, sobre todo cuando tienen un pasado por demás sospechoso.
Sin embargo, la operación mediática clave se ha dado sobre un juicio, en instancia judicial exclusiva, que condenó por corrupción a varios dirigentes del PT. El juez relator del caso, Presidente de la Suprema Corte, sustrajo del proceso una enormidad de pruebas que contrariaban su interpretación condenatoria y las reservó a un proceso aparte, sin trámite y prontamente clasificado como sigiloso [6]. Las demás pruebas de inocencia de los reos que él no se había dado cuenta y que quedaron en el proceso, fueron sumariamente desechadas en el juicio [7]. La cantidad de pruebas sustraídas que eximen a los reos es de tal orden que se puede decir que este juicio ha sido la más grande farsa judicial de la historia del país. Hubo sí, a lo que todo lleva a creer, un crimen electoral de omisión contable de recursos, como hubo en el caso de los partido de derecha. Con todo, los procesos de los partidos de derecha en cuanto a esto, aunque hayan sido formados, fueron hábilmente bloqueados por el Judiciario, con la ayuda del mismo Presidente de la Suprema Corte [8], que hace dos meses recibió una condecoración del ya candidato a presidente por la derecha en las próximas elecciones [9].
No obstante, toda la escenificación condenatoria, bombardeada por los medios con una intensidad no antes vista, ha servido para el linchamiento moral de los reos, como forma de condenar por corrupción toda la fuerza política a la que pertenecían y echar todo el condominio del poder federal a una misma fosa común. El mesianismo político de la “limpieza moral” ha sido uno de los tonos de las manifestaciones callejeras de las últimas semanas. Sin embargo, y esto hay que notarse, no se trata de un componente aislado. Es un componente que entra en sintonía con el déficit ciudadano que, de su parte, da consistencia a la burda simplificación con que este mesianismo opera. En el momento en que él empezó a agrandarse, en la marcha del 20 de junio realizada en San Pablo, que recibió el aporte organizado de grupos de extrema derecha, los medios dieron particular destaque al hecho de que el candidato a presidente preferido de los marchistas era... el Presidente de la Suprema Corte. Así como lo hicieron en el 88/89 con Fernando Collor, los grandes medios otra vez parecen enfrascarse en buscar a un “salvador de la patria”.
Al estrechamiento del campo político, al secuestro de los espacios de mediación, de intervención y contestación, a los sentimientos difusos de que “ellos no nos representan” y “está todo viciado”, hay que añadir la experiencia cotidiana del desamparo (servicios públicos de educación y salud de pésima calidad), de la autoridad arbitraria y discrecional de las normas urbanas y de la acción policial (a las que se debe agregar la lógica de la precedencia comercial en las exigencias de la FIFA para los eventos futbolísticos, en desmedro de los valores afectivos de la gente), en fin, la experiencia de todas estas pequeñas (¿?) violencias cumulativas que pueden hacer de la vida urbana en Brasil actualmente algo muy exasperante. Todos estos factores, unos reforzándose a los otros, han servido de comburente para el incendio que se desató en las calles en las últimas semanas. Yo quise leerlos bajo la metáfora del comburente porque el combustible es la propia gente. Las calles son tan vivas cuanto la gente que pasa por ellas. Y las razones que las hace mover, a veces furiosamente, es el oxígeno de la vida política. En la víspera del partido entre Brasil e Italia por la Copa de las Confederaciones, realizado en Salvador de Bahia, el periódico italiano La Gazzetta dello Sport estampó en la portada una inmensa foto de las manifestaciones pala ilustrar su llamada “Italia-Brasile nel caos”. Lo que ellos llaman “caos” nosotros llamamos “democracia”.
Muchos analistas se han quedado mirando las llamaradas, condenándolas como una conspiración de la derecha, lastimándose de sus efectos, apasionándose irreflexivamente por su naturaleza ígnea, sin llegar a querer comprender cualquier cosa más sobre el fuego.
Hay tres modos de apagarse un incendio: o se quita el combustible, o se quita el comburente, o se quita el calor. En cuanto a quitarse el combustible, esto me acuerda la imagen de la guerrilla como un pez en el acuario. La guerrilla es el pez; la gente local, el agua. Si no se puede agarrar el pez, se saca el agua para matarlo. Este método Estados Unidos probó en Vietnam, con ráfagas de napalm. Después fue utilizado contra las guerrillas de Guatemala y Perú. En democracia, los métodos norte-americanos no son aplicables. Así que nos queda dos métodos: el resfriamiento (quitarse el calor) y el ahogo (quitarse el oxígeno). Si la represión policial sigue en los niveles de bestialidad que se han visto, la temperatura va a seguir alta. En cuanto al comburente, bueno, esto puede ser lo mejor o lo peor de la política. Lo peor es el bluf, las soluciones bonapartistas, lo tacaño del tecnicismo, la tentación de resolvérselo todo por la presumida ilusión de la gestión y de las ingenierías, lo que puede ser no más que aplazar los problemas. Lo mejor es volver a hacer de la política el arte de la invención, en el sentido más grande y osado que esto comporta.
Notas
[1] Bourdieu, Pierre [1978] 1984. “La ‘jeunesse’ n’est qu’un mot”. In: Questions de sociologie. Paris, Éditions de Minuit, pp. 143-154.
[2] Tocqueville, Alexis de [1856] 1952. L’ancien régime et la Révolution. Paris, Gallimard.
[3] http://www.valor.com.br/
[4] http://www.advivo.com.br/blog/
[5] http://www.midiamax.com.br/
[6] http://www.jornalggn.com.br/
[7] http://www1.folha.uol.com.br/
[8] http://www.novojornal.com/
[9] http://noticias.r7.com/brasil/
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