Andamios
versão impressa ISSN 1870-0063
Andamios v.2 n.4 México jun. 2006
Dossier:
Debates de Teoría Política Contemporánea
Teorías de la democracia: debates actuales
Theories of democracy: current debates
Jessica Baños*
* Universidad Autónoma de
Madrid. Correo electrónico: <jessicabannos@yahoo.com>.
Resumen
El
artículo aborda algunos debates actuales dentro de la Teoría de la Democracia
poniendo de relieve elementos distintivos de los modelos de democracia liberal,
participativa, deliberativa y radical, pero no con la intención de mostrarlos
como modelos alternativos a la democracia liberal, sino como modelos que sirvan
a la reflexión sobre cómo complementar y mejorar las deficiencias de nuestras
democracias actuales.
Palabras clave: Teorías de la democracia,
participación, deliberación, esfera pública.
Abstract
This
article takes on some current debates within the theory of democracy,
highlighting various elements of participatory, deliberative and radical
democracy, but not with the intention of presenting them as alternatives to
liberal democracy, rather as models that serve to reflect about how to
complement and improve contemporary democratic models.
Key words: Theories of democracy,
participation, deliberation, public sphere, public sector.
Fecha
de recepción: 15/11/2005
Fecha de aceptación: 16/01/2006
INTRODUCCIÓN
La
democracia moderna es una condensación de elementos republicanos, liberales y
democráticos que conforman toda una serie de instituciones políticas complejas.
Sus orígenes se remontan al republicanismo clásico y la experiencia de las
Repúblicas italianas de la Edad Media y del Renacimiento, al liberalismo, a la
construcción del gobierno representativo del siglo XVIII y a la Grecia Antigua
(Dahl, 1993). Sin embargo, debido a este cúmulo de tradiciones teóricas e
históricas que alimentaron la democracia de nuestros días, los debates respecto
de lo que debe constituir el ideal normativo de la democracia han estado
siempre presentes en el pensamiento político y no parece que estos debates
vayan a cesar. En cada momento histórico, existen distintas corrientes de
pensamiento que van imprimiendo nuevos temas a partir de las nuevas
experiencias y de las nuevas interrogantes que buscan resolverse.
Esta
introducción sirve para contextualizar los debates políticos del presente en el
seno de la teoría democrática. Como en el pasado, los debates actuales buscan
dar respuestas a los problemas políticos que se presentan en las democracias de
la actualidad y la pregunta que subyace es, por lo regular, ¿cómo mejorar la
calidad de las democracias actuales?; ¿cómo democratizar más la democracia?
En
este contexto, están a discusión las ideas en torno a algunos modelos
normativos de democracia: democracia liberal, democracia participativa,
democracia deliberativa y democracia radical. La intención de este artículo será
abordar sucintamente algunas de las características de cada uno de estos
modelos, pero no con el objetivo de mostrarlos como modelos alternativos
autosuficientes y excluyentes a la democracia liberal, sino como modelos que
bien pueden servir para la reflexión sobre cómo corregir las deficiencias de
nuestras democracias actuales.
LA DEMOCRACIA LIBERAL:
ORÍGENES Y FUNDAMENTOS
Los
distintos orígenes republicanos, liberales y democráticos de la democracia
liberal hacen de ésta un sistema con principios e instituciones básicas
complejas difícilmente identificables mediante la descripción de un solo
modelo. Cada modelo y justificación histórica de la democracia liberal ha
atendido a ciertos fines y preocupaciones históricas específicas que ha dado
como resultado la exaltación de distintos fines y prioridades en diferentes
momentos históricos. Ello ha generado un buen número de confusiones respecto de
cómo debe entenderse el modelo de democracia liberal y, muy particularmente, la
comprensión normativa sobre cómo se articula en él la voluntad popular, pues la
articulación de la voluntad popular en la democracia liberal se realiza de una
manera compleja mediante una serie de instituciones políticas, que incluyen no
solamente la representación política, sino también una serie de mecanismos y
límites al poder como la división de poderes, el Estado de Derecho, los
derechos y libertades individuales y un asociacionismo pluralista.
Cuando
Madison y Los Federalistas justificaban
en el siglo XVIII las ventajas de la democracia representativa lo hacían,
efectivamente, por oposición a la democracia directa y dando prioridad a los
argumentos liberales y republicanos de la democracia. Frente a la degeneración
en la que habían caído las democracias antiguas debido a la eterna lucha entre
las dos facciones fundamentales de la sociedad (la facción de los ricos y la
facción de los pobres) y tomando en cuenta la revisión del republicanismo
clásico que hiciera Montesquieu, Madison afirmaba que el sistema representativo
era un sistema novedoso que no sólo permitía elevar el tamaño de la democracia
a grandes territorios y poblaciones, sino también que resultaba ser un sistema
mejor que la democracia directa. Esta nueva forma de gobierno a la que evitaron
llamar "democracia" y que, en su lugar, denominaron
"república" suponía encontrar remedios republicanos a los excesos y
desviaciones de la democracia directa de la asamblea.
En
principio, se suponía que la elección de representantes mediante elecciones
imparciales y frecuentes permitiría elegir a los mejores miembros de la
sociedad y a los ciudadanos más aptos para la tarea legislativa. Por otro lado,
se consideraba que la toma de decisiones en el seno del poder legislativo
permitiría aislar a los representantes de la política de los intereses y de las
facciones. Para Madison, el efecto de la delegación del poder en los
representantes sería el de refinar y ampliar las opiniones públicas pasándolas
por la deliberación en el parlamento. Creía que la gran ventaja de la
representación era que, mediante la capacidad de discutir y deliberar los
asuntos públicos, los representantes podían alejarse de consideraciones
parciales y facciosas y adoptar las mejores decisiones en favor del interés
común (El Federalista, núm. 10).
Sin
embargo, la existencia de elementos republicanos en la democracia liberal no
solo implicaba la búsqueda de un sistema representativo en oposición a un
sistema de democracia directa, sino que se incluyeron otros elementos
provenientes de la teoría de Montesquieu y que impactan la forma en la que se
construye la voluntad popular en dicha teoría.
Extrayendo
las ideas de Montesquieu sobre la división de poderes, los Federalistas habían asumido que concentrar todo el poder en un
solo órgano de gobierno o en un solo sector de la sociedad podía derivar
fácilmente en el abuso del mismo. Montesquieu realizó una revisión de la
tradición republicana clásica partiendo de las dificultades para encontrar una
república virtuosa, buscando inspiración en la Inglaterra de su tiempo y
proponiendo un modelo que mantiene algunos elementos republicanos, pero
supeditados a un modelo liberal (García Guitián, 1998). Muy influyente en su
pensamiento fueron las preocupaciones del republicanismo clásico en el sentido
de Aristóteles, Cicerón o Polibio, respecto de que el mejor sistema de gobierno
lo constituye un gobierno mixto donde se equilibren mutuamente los distintos
sectores de la sociedad.1 Propuso así una serie de
arreglos institucionales para que el poder se divida y se controle y equilibre
mutuamente y pensaba que ésta era la mejor forma de controlar el poder y
garantizar la protección de los derechos básicos de los individuos.
Montesquieu
pensaba que la separación de poderes no sólo proporcionaría una garantía contra
el monopolio del poder por una parte del gobierno, sino que implantaría, como
pone de relieve Arendt, una especie de mecanismo que generaría constantemente
poder en el seno de las instituciones y que serviría para que los poderes se
contrapesaran y equilibraran mutuamente (Arendt, 1988: 155). La idea era que
cuando los parlamentos tienen el contrapeso de una separación de poderes, el
resultado sería una disgregación del poder cuya pretensión sería la de evitar
una concentración del mismo, pero que al mismo tiempo no implicaba restar o
eliminar el poder que necesariamente debía tener cada uno de ellos, es decir,
debía ser entendido como un medio para contrarrestar y equilibrar el poder
mediante el propio poder que surge e irradia desde las distintas instituciones
políticas. Como afirmaba Montesquieu en su famosa frase de Del espíritu de las leyes: "Para que no se pueda abusar del
poder es preciso que el poder frene al poder".
Estos
elementos influirían enormemente en las consideraciones de los constituyentes
norteamericanos y su comprensión republicana–liberal del gobierno
representativo y las instituciones políticas. Así, consideraban que el poder
debía dividirse en tres órganos distintos —ejecutivo, legislativo, judicial— y
en un sistema federal que sirvieran como contrapesos y equilibrios ante
cualquier intento de abuso y extralimitación por parte de alguno de los
poderes.
Por
ello, aún en este primer momento de elaboración de la democracia liberal, el
sistema representativo no significaba delegar el poder a los representantes
parlamentarios para que éstos tomaran todas las decisiones y construyeran la
voluntad popular de acuerdo con sus propios deseos o consideraciones. El poder
legislativo y la articulación de la voluntad popular estaban a su vez
construidos y limitados por la división de poderes, la Constitución y la
legalidad, el consentimiento de los ciudadanos y los derechos y libertades
civiles y políticos de éstos. El control al poder y la legalidad han sido
claros elementos donde el republicanismo y el liberalismo coincidieron.
Por
otro lado, no hay que dejar de lado la importancia que tiene el sistema de
derechos proveniente de la veta liberal desde las primeras construcciones
normativas de la democracia representativa en la construcción de la voluntad
popular, pues los derechos políticos podían ser utilizados por los ciudadanos
cuando el poder afectara sus intereses y derechos individuales. Surgido en
oposición a la monarquía absoluta y en el contexto de las guerras de religión,
el liberalismo otorga una importancia fundamental al control del poder de los
gobernantes por medio del establecimiento de límites a la injerencia del poder
en los derechos naturales de los individuos. En este sentido, Locke destacaba
la importancia de que el poder supremo representado por el poder legislativo
tuviera una serie de mecanismos de control y respetara los derechos y
libertades inalienables sobre la vida y las libertades de las personas, así
como la afirmación de que toda autoridad legítima debe ejecutarse bajo el
consentimiento del pueblo y la exigencia de que se gobierne conforme a la ley
(Locke, 1996). Los ciudadanos, mediante los derechos de expresión, asociación y
reunión podían dejar oír su voz frente al poder para limitar los abusos que
llegaran a ser cometidos. La posibilidad de voto de los ciudadanos en procesos
electorales frecuentes, permitía castigar a aquellos representantes que
hubieran perdido la confianza de los ciudadanos. Pero además de ello, un
pluralismo asociativo en la sociedad, como señalaría posteriormente
Tocqueville, era el mejor remedio contra el absolutismo.
En
este sentido, va haciéndose claro cómo si bien en este primer momento de la
democracia liberal se priorizan elementos liberales y republicanos en el diseño
de las instituciones políticas, al mismo tiempo la construcción de la voluntad
popular se hace mucho más compleja que la mera delegación del poder en los
representantes, como muchos autores han sugerido al evaluar la democracia
liberal moderna (Rousseau, 1969; Manin, 1998). Las preocupaciones liberales y
republicanas que estuvieron detrás de los
Federalistas condujeron a adoptar mecanismos de control y contrapeso que
limitaban la conformación de dicha voluntad popular, pretendiendo imponer
incentivos y restricciones para que dichas decisiones se tomaran de manera
virtuosa y en favor del interés común.
Por
ello, como nos dice Dahl (1993), la construcción de la voluntad popular en la
democracia liberal se traslada de la construcción realizada en las asambleas
antiguas por vía directa de todos los ciudadanos a una construcción compleja a
través de una serie de instituciones políticas. Una cuestión que, además,
resultaría sustancial como mecanismo para controlar el poder, evitar el
absolutismo y proteger los derechos individuales.
Aún
así, este primer momento fundador de la democracia liberal sí puede
caracterizarse como elitista, en tanto que la ciudadanía y los derechos
políticos y de sufragio estaban aún restringidos a un selecto número de
ciudadanos —los propietarios—, además de que se defendía la esclavitud y se
trataba de un sistema que pretendía que en los distintos órganos de gobierno
una elite electa, compuesta por ciudadanos virtuosos, tomara las decisiones
fundamentales. Al mismo tiempo, dado que se pretendía desligar a los
representantes y gobernantes de las facciones y grupos políticos, no se pensaba
que la participación directa de los ciudadanos fuera deseable.
Sin
embargo, estas limitaciones elitistas en la democracia liberal fueron cambiando
con el transcurso del tiempo al ir cambiando el contexto histórico, sin que
ello a su vez implicara que la democracia liberal se deshiciera de sus
importantes y prudentes elementos liberales y republicanos de contención al abuso
del poder y los excesos despóticos de los gobernantes.
Dados
los cambios presentados en las sociedades y la política en los siglos XIX y XX,
se dio paso a la introducción de nuevos elementos democráticos en la teoría de
la democracia liberal. John Stuart Mill si bien compartía muchos de los
argumentos republicanos esgrimidos por Los
Federalistas para justificar el gobierno representativo y la importancia de
la división de poderes, al mismo tiempo afirmaba en Del gobierno representativo que la única seguridad de que los
derechos e intereses de toda persona no se pasaran por alto, sucedería cuando
la persona interesada fuera apta y estuviera habitualmente dispuesta a
defenderlos. Con Mill, apreciamos una de las primeras críticas al tutelaje de
una elite de ciudadanos presente en los sistemas representativos sin sufragio
universal. El argumento principal dado por Mill era que, sin el derecho al voto
universal, el interés de los excluidos estaría siempre en peligro de ser
desconocido.
Por
otro lado, con Mill, también apreciamos a un defensor del gobierno
representativo como promotor del ejercicio activo de los derechos y las
libertades políticas de los ciudadanos, principalmente porque consideraba que
la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos les permitía
desarrollar las facultades morales y las virtudes cívicas. De acuerdo con Mill,
el seguimiento de las discusiones en el parlamento por parte de los ciudadanos
debía contribuir a su educación cívica, pues la labor correcta de una asamblea
representativa no consistía solamente en legislar, sino en vigilar y controlar
al gobierno, poner sus actos en conocimiento del público, exponer y justificar
todos los que se consideren dudosos, etcétera. Así, el parlamento debía cumplir
además del poder legislativo otra función: "convertirse en el Comité de
Agravios de la Nación" y en su "congreso de opiniones"
—"una arena donde no sólo la opinión general del país, sino la de cada
sección de él y, de ser posible, la de cada individuo eminente, se deja
escuchar con toda su fuerza y se apresta a decisiones" (Mill, 1985:
108–109).
Con
los argumentos de Mill, el carácter elitista en la elaboración de la voluntad
popular va tomando nuevos elementos que pueden conectar con la idea de la
evolución de una opinión pública y una ciudadanía participativa que ejerce más
activamente sus derechos y libertades. Sin embargo, dado que Mill aún defendía
ciertas limitaciones a la igualdad del sufragio universal, todavía hasta el
sigloXIX, la teoría de la democracia liberal será de un carácter eminentemente
elitista.
Tras
la extensión del sufragio y el surgimiento de los partidos políticos, fueron
adoptándose nuevas justificaciones para la representación y fueron
introduciéndose nuevos elementos más democráticos dentro de la teoría de la
democracia liberal. Los partidos políticos surgieron por primera vez en el
siglo XIX y se extendieron a lo largo del siglo XX. Se crearon como derivación
de facciones que existían en los parlamentos y fueron extendiéndose al mismo
tiempo que se amplió el sufragio a los obreros (Sartori, 1980). Ello daría
lugar a una nueva concepción sobre la elaboración de la voluntad popular que
sería ahora canalizada desde la sociedad por medio de los partidos. El partido
que obtuviera la mayoría podía implementar los programas de acción por los que un
grupo mayoritario de ciudadanos le había votado. En los sistemas
parlamentarios, dos o varios partidos podían también entrar en coalición y
adoptar programas comunes de acción. Esto imprimió un nuevo sesgo a la
articulación de la voluntad popular realizada en los parlamentos, donde la
dinámica de la articulación por medio de las mayorías, los partidos y la
agregación de intereses terminó imponiéndose.
Hemos
visto que J. S. Mill justificó el gobierno representativo porque permitía la
participación de todos contribuyendo a mejorar la información y aptitudes de la
ciudadanía. Y aunque Mill terminó justificando todavía algunas restricciones
elitistas al sufragio universal, también proporcionó los argumentos para
defender la importancia de la igualdad política y de ciudadanía; esto es, que
la igualdad política es necesaria para que toda persona pueda defender sus
intereses en la esfera pública y que todo ciudadano tiene la misma capacidad
para gobernar.
Así,
a raíz de la ampliación del sufragio y de la obtención del derecho por parte de
todos los ciudadanos para ocupar cargos públicos, así como de otros eventos
como el surgimiento de los sindicatos obreros, lo fundamental se convierte en
que los intereses estén representados en el parlamento; un parlamento que deja
de ser intrínsecamente elitista y cuyos elementos pueden provenir ahora de los
distintos sectores de la sociedad. Una cuestión que se vuelve esencial, por
ejemplo, para organizaciones políticas sindicales.
En
ese tránsito, cambia la visión sobre la voluntad popular. Una visión unitaria,
monista u organicista de la voluntad popular o del "bien común" se
vuelve anacrónica y cede su lugar al principio de las mayorías. Como señala
Dahl (1993), entre las consecuencias de la transformación de la democracia en
los siglos XVIII y XIX, es que si previamente, en la antigüedad, las luchas y
conflictos se consideraban destructivos para las democracias, ahora y en
congruencia con las transformaciones de la modernidad, los conflictos y las
luchas políticas pasan a ser algo normal, inevitable y hasta conveniente y la
creencia antigua del "bien común" se volvió más difícil de sustentar.2
Con
la modernidad, había llegado también el pluralismo de posiciones políticas y de
visiones del mundo. Con la industrialización había también sobrevenido la
división del trabajo y la especialización de funciones. Así, surgen sociedades
modernas, dinámicas y pluralistas caracterizadas por una dispersión de los
recursos políticos como el dinero, el conocimiento, la posición social y el
acceso a las organizaciones, asociaciones y posiciones de influencia sobre todo
en los campos económico, científico, educativo y cultural. Con ello, se difunde
el poder, la influencia, la autoridad y el control entre una variedad de
individuos, grupos, asociaciones y organizaciones restándolo a cualquier centro
único (Dahl, 1993: 301–302). Y diversos grupos de individuos se perciben
mutuamente como similares en derechos y oportunidades, o también respecto a
ciertos intereses.
Ante
este nuevo cuerpo de ciudadanos heterogéneos, se vuelve difícil saber cuál es
el bien de todos y cobran nueva relevancia los partidos y el principio de las
mayorías de la democracia liberal que, combinado con un pluralismo social y
asociativo, ayudaría a que se tomasen en consideración de una manera más
equitativa los intereses de los distintos públicos. Como señala Kelsen:
Es
patente que el individuo aislado carece por completo de existencia política
positiva por no poder ejercer ninguna influencia efectiva en la formación de la
voluntad del Estado y que, por consiguiente, la democracia sólo es posible
cuando los individuos se reúnen en organizaciones definidas para diversos fines
políticos de tal manera que entre el individuo y el Estado se interpongan aquellas
colectividades que agrupan en forma de partidos las voluntades políticas
coincidentes de los individuos. (Kelsen, 1977: 37)
Ante
este nuevo escenario, el principio de las mayorías y la negociación
parlamentaria a través de los partidos políticos se vuelven esenciales. Se
comienza a considerar que el gobierno de las mayorías es lo más cercano al
principio de la autodeterminación política de los ciudadanos y que la sumisión
a la voluntad de la mayoría se aproxima lo más posible a la idea de libertad
como autodeterminación en la democracia moderna, pues las mayorías no se
justificarían solamente por su mayor peso en votos, sino porque significaría
hacer libres al mayor número de hombres (Kelsen, 1977: 42).
A
su vez, en un parlamento con representación por medio de los partidos
políticos, todo el procedimiento parlamentario con sus controversias, discursos
y réplicas se vuelve fundamental, pues tiende a la consecución de transacciones
y conduce a que nos acerquemos a una idea más pluralista que organicista respecto
a la voluntad popular. Al quedar agrupados en sectores la totalidad de los
ciudadanos, brota la posibilidad de deliberación, negociación y acuerdo para la
formación de la voluntad colectiva por medio de la conformación de las
mayorías, en la deliberación entre mayorías y minorías, y en la posibilidad del
surgimiento de posibles alianzas.
Lo
esencial, en cualquier caso, es que esta forma de comprender la articulación de
la voluntad popular por medio de los partidos no es ilimitada en el modelo de
democracia liberal. Existen limitaciones impuestas, como vimos, bajo el
principio de la división de poderes, el Estado de derecho, los derechos y
también bajo un pluralismo asociativo creciente en sociedades modernas. Bajo
este principio de las mayorías así entendido y limitado por una sociedad y unas
instituciones desde donde emerge poder y acción es que se comprende en toda su
dimensión la introducción de nuevos elementos democráticos dentro de la
democracia liberal. Precisamente en el momento en que el pueblo influye en el
proceso de elección de las decisiones se manifiesta la diferencia entre este
pueblo y el pueblo como masa sometido a las normas. Y la participación en la
formación de la voluntad colectiva se vuelve el contenido esencial del
ejercicio de los derechos políticos, habiendo diversas vías o cauces
institucionales para ello: los partidos, los sindicatos, las asociaciones, los
comités, etcétera.
Ello
no significará que en la sociedad dejen de existir diferencias de poder
económico y asociativo que terminarían generando desigualdades de influencia
política, muchas veces hasta formas verdaderamente inequitativas, pero se
vuelve posible a diferencia de otros regímenes políticos ganar presencia
mediante la organización y las asociaciones. Ya Alexis de Tocqueville (1963)
había argumentado que para garantizar que el bien del mayor número fuera tenido
en cuenta en sistemas de gran tamaño eran imprescindibles las asociaciones.
Éstas, junto con gobiernos democráticos locales que contemplaran la
participación directa de los ciudadanos, contribuirían a permitir que se
prestara una consideración más equitativa a los intereses de todos.
Pero
mediante el análisis de las mayorías es notorio también que un elemento
democrático agregado a la democracia liberal y que permite ganar influencia
mediante el procedimiento de sumar intereses y llevarlos a la representación
son los partidos políticos. La presión sobre
y la participación en los
partidos es fundamental para insertar los intereses en la agenda del gobierno.
Como en la sociedad siempre habrá una diferencia entre las asociaciones que
influyen e imprimen dirección a la forma de la voluntad colectiva y los que
obedecen la influencia de otros, los partidos políticos que reúnen a ciudadanos
afines pueden garantizar una influencia más eficaz a quienes no tienen la misma
voz. La democracia liberal en su veta más democrática parece requerir,
necesaria e inevitablemente, partidos políticos. Pero esos partidos no podrán a
su vez llevar adecuadamente una agregación equitativa de todos los intereses si
no es bajo un amplio asociacionismo y una amplia participación por parte de los
ciudadanos.
DEFICIENCIAS DE LA
DEMOCRACIA LIBERAL Y NUEVAS TEORÍAS DE LA DEMOCRACIA: DEMOCRACIA PARTICIPATIVA,
DELIBERATIVA Y RADICAL
A
pesar de la solidez de la tradición de pensamiento de la democracia liberal,
las democracias reales presentan problemas y numerosos vicios que han llevado a
una búsqueda constante por mejorarla y potenciar sus elementos más
democráticos. Entre las grandes deficiencias que se encuentran en los regímenes
democráticos está indudablemente la actuación de los partidos políticos que,
sujetos a la dinámica de los intereses y combinados con una franca apatía por
parte de amplios sectores de la ciudadanía, han devenido en la imposibilidad
para afectar intereses enquistados o desigualdades sociales profundas. Así, han
quedado sin ser consideradas voces diversas de la sociedad, especialmente
aquellas de los grupos más marginados.
Estos
problemas, sentidos con mayor intensidad en democracias de reciente
establecimiento, han puesto de relieve que dejar la política únicamente a los
partidos y a los representantes lleva a que los intereses de éstos se enquisten
y se cartelicen de espaldas a la sociedad. Por esta razón, desde los años
sesenta presenciamos un debate alimentado por una multiplicidad de reflexiones
teóricas que buscan democratizar aún más la democracia, así como encontrar
elementos que corrijan sus deficiencias.
En
la década de los sesenta, la idea de "participación" entra en el
vocabulario político popular. En el ímpetu de las demandas de estudiantes
universitarios por tener nuevas áreas de participación en la esfera de la
educación superior y en el contexto de la lucha por los derechos civiles de las
minorías en los Estados Unidos y la guerra de Vietnam, se multiplican las
demandas de varios grupos para la implementación práctica de los derechos de
participación reconocidos en la teoría democrática. En ese contexto, surge un
primer intento por mejorar las democracias liberales fomentando una mayor
participación de los ciudadanos, conocido como "democracia
participativa".
Como
señala Held (2001), la democracia participativa no se presenta como una
alternativa radical a la democracia liberal, sino que pretende complementarla.
Su interés fundamental es aumentar la participación de los ciudadanos como un
mecanismo para contrapesar el poder de los gobernantes y para que sean tomados
en cuenta intereses previamente denostados y voces marginadas de la sociedad.
Debido
a ello, los demócratas participativos rechazan entender la política como una
cuestión de intereses y consideran que los partidos no deben secuestrar la
política. Esta cuestión, de acuerdo con autores como Pateman (1970), tiene
serias consecuencias sobre la ciudadanía. Al anclar a los ciudadanos sólo a sus
intereses, se les estaría incapacitando para pensar en términos de interés
común y de mutualidad. Por otro lado, consideran que las instituciones
representativas, sin la participación continua de los ciudadanos, son
insuficientes para garantizar que las decisiones políticas se alejen de la
voluntad de los ciudadanos o que tiendan hacia los grandes intereses económicos
o geopolíticos (Barber, 1984).
Frente
a ello, los autores participativos han antepuesto una visión de la política
como forma de vida y como una forma de aprender a vivir comunalmente. Descansa
en la idea de que debe buscarse un mayor autogobierno de los ciudadanos, menos
unidos por intereses que por una actitud cívica, que sean capaces de tener
propósitos comunes, juicio político y acción mutua.
La
primera virtud de la participación que pusieron de relieve los autores
participativos era que ésta contribuye a educar cívicamente al ciudadano,
enseñándolo a conocer los problemas comunes y a pensar en términos públicos y
de mutualidad por medio de la deliberación. También, rescatando posiciones de
la tradición de autores como Jefferson o Tocqueville, señalaban la importancia
de contrarrestar el poder de los gobernantes mediante una amplia participación
de la sociedad en la política. Para todo ello, los demócratas participativos
llamaban a construir una sociedad densa y poblada de asociaciones y mecanismos
para la participación directa, sobre todo a nivel local, así como democratizar
los mecanismos de intermediación entre la sociedad y las instituciones
políticas. Asimismo se proponían nuevos mecanismos y espacios para la
participación en la toma de decisiones, como consejos de pueblo, de barrio, de
trabajadores, consejos regionales y nacionales comunicados por sistemas
televisivos, así como espacios para exigir la rendición de cuentas a los
representantes (Pateman, 1970; Macpherson, 1982; Barber, 1984).
Sin
embargo, a pesar de los importantes avances que se han venido mostrando en las
democracias con la incorporación de mecanismos para la participación directa,
especialmente a nivel local, la democracia participativa se mostró como un
modelo insuficiente para atender las cuestiones más amplias del terreno
nacional. Los defensores del modelo de democracia participativa en los años
setenta y ochenta no ponían mucha atención a cómo encajar dichas propuestas con
las instituciones clásicas de la democracia liberal como los canales de
intermediación social y la representación. De ahí que la democracia participativa
haya enfrentado problemas para modificar las dinámicas de poder más amplias o
que haya dado luz solamente a la mejora de la participación a nivel local.
Así,
desde los años noventa presenciamos nuevos intentos desde la teoría política
por contrarrestar las dinámicas de intereses de las democracias liberales y
mejorar tanto la competencia cívica de los ciudadanos, como la consideración
equitativa de los distintos intereses. Con las propuestas bajo el dote de
"democracia deliberativa", se desarrolla un modelo de democracia que
pretende incorporar muchas preocupaciones de los autores participativos y
articular dichas preocupaciones con el modelo de democracia liberal. Ello se
hace con la intención de dotar de su propia importancia a las instituciones y procedimientos
clásicos de la democracia liberal —cuestión a la que fueron reacios los autores
participativos—, pero al mismo tiempo haciendo explícitas las posibilidades de
complementarla con una noción fuerte de la ciudadanía, del espacio público y de
la opinión pública tomando muchos elementos del republicanismo cívico y de la
importancia del asociacionismo y la participación.
Los
demócratas deliberativos proponen una reconstrucción de la teoría de la
democracia liberal fomentando sus posibilidades discursivas. No se trata de una
teoría alternativa a la democracia liberal, sino que busca una mejor
instrumentalización de los derechos políticos y de las instituciones de la
democracia liberal por medio del espacio público y del principio liberal de
publicidad que ha estado siempre presente en el liberalismo, pero que ha sido
poco desarrollado (Habermas, 1998).
La
premisa básica de los autores deliberativos es que, para ser legítimas, las
decisiones políticas de obligado cumplimiento deben pasar por procesos
justificativos y deliberativos frente a la opinión pública. El concepto de
deliberación hace referencia a exigencias de proveer razones públicas que
justifiquen las decisiones de modo que, para que una decisión pública sea
legítima, debe pasar previamente por el debate en el espacio público y la
esfera de la opinión pública, ambos conectados con una sociedad plural,
dinámica y marcada por redes de asociaciones, que pueda reflejar las distintas
voces de la sociedad (Gutmann, 2004; Habermas, 1998; Cohen, 1997). En ese
sentido, este modelo busca superar tanto la lógica del puro interés en
política, como la autonomización del proceso político por parte de las elites
de los partidos y de las instituciones, así como establecer que toda decisión
pase previamente por su justificación y transformación ante la opinión pública.
Por otro lado, se argumenta que bien puede ser un modelo que contribuya a
mejorar la competencia ciudadana, en tanto que el seguimiento de los debates en
el espacio público contribuirían a la educación política de los ciudadanos y su
transformación cívica, así como a mejorar las condiciones del autogobierno.
Jürgen
Habermas, el teórico que más seriamente ha puesto las bases de la democracia
deliberativa, se ha propuesto reconstruir la teoría de la democracia liberal
para llevarla a ser entendida como una teoría discursiva del proceso de
formación de la voluntad popular que discurre por las instituciones
democráticas, pero que se alimenta continuamente del espacio público y de la
opinión pública (Habermas, 1998). El derecho en la democracia liberal, más que
ser antidemocrático, vendría a constituir una serie de derechos e instituciones
que pueden ser instrumentalizados con el fin de ser un complejo de relaciones
para determinar la forma en la que los ciudadanos se autogobiernan. Pero ello
sólo podría ser entendido si se mira al poder y a las instituciones como en
Arendt, contrario a coerción, dominación o violencia y como ejercicio de
comprensión comunicativa y acuerdo que se establece entre ciudadanos para la
acción mutua, como cuando Arendt señalaba: "el poder brota de la capacidad
humana, no de actuar o hacer algo, sino de concertarse con los demás para
actuar de común acuerdo con ellos" (Arendt, 1973: 137).
Así,
Habermas presenta una teoría de los procedimientos e instituciones de la
democracia liberal en un sentido más activo, una teoría de "el
procedimiento democrático como acción", haciendo explícita la manera en la
que pueden instrumentalizarse los derechos y las instituciones democráticas,
junto con el espacio público y la esfera de opinión pública, para mejorar el
autogobierno de la comunidad política por medio de los ejercicios
deliberativos.
En
esta versión, la voluntad popular se forma dentro de las instituciones
tradicionales de la democracia liberal, mediante elecciones políticas,
competencia partidista, división de poderes, etcétera. Sin embargo, la
posibilidad de accionar los derechos y de "actuar concertadamente" en
el espacio público teniendo resonancia en las deliberaciones de los partidos,
los parlamentos y las instituciones democráticas es lo que permite que éstas no
se autonomicen y que permanezcan sensibles a la sociedad.
Los
derechos fundamentales aclararían la conexión interna entre derechos y
soberanía popular, pues como nos dice Habermas, "el principio democrático
se debe al entrelazamiento del 'principio de discurso' con la forma jurídica de
los derechos reconocidos y de las instituciones y procedimientos de la
democracia" (Habermas, 1998: 187). Ahí donde están reconocidos los
derechos políticos y existe una sociedad organizada democráticamente a través
de partidos, elecciones, competencia, instituciones políticas y un espacio
público cargado de redes de asociaciones y medios de comunicación plurales, las
acciones en el espacio público tienen resonancia en las prácticas discursivas
de la opinión pública, hasta alcanzar influencia en las discusiones de los
parlamentos, los partidos políticos y las instituciones políticas.
"La
praxis de la autodeterminación de los ciudadanos" queda, así,
institucionalizada en la democracia deliberativa "como formación de la
opinión en el espacio público político, como participación política dentro y
fuera de los partidos, como participación en los procesos electorales, en la
deliberación y en la toma de decisiones de los Parlamentos" (Habermas,
1998: 202). Y esto sería así, porque a través del espacio público puede establecerse
una relación comunicativa entre toda esta serie de instituciones, los medios de
comunicación y la opinión pública. Una relación que no sucedería en forma de
"cara a cara" como comúnmente presuponen los autores participativos,
sino que puede construirse simbólica y comunicativamente cuando los ciudadanos
que actúan, deliberan y exigen logran implantar sus opiniones en la opinión
pública hasta que éstas tienen resonancia, a través de las redes de
asociaciones de la sociedad civil, en los medios de comunicación, en la opinión
pública más amplia y en las propias deliberaciones institucionales.
Por
esta misma razón, en la democracia deliberativa se exige también una
comprensión del sistema representativo en términos más adecuados a la teoría
del discurso y se recuperan los orígenes madisonianos de una concepción
deliberativa de la representación. En este modelo, los diputados son elegidos
normalmente por sufragio libre, secreto e igual y se llega a la representación
por medio de los partidos políticos. Pero, al votar, no se estaría
transfiriendo a los representantes un mandato, ni un mandato imperativo, sino
un mandato para negociar compromisos; es
decir, un mandato para que los representantes deliberen, negocien y lleguen a
acuerdos (Habermas, 1998; Young, 2000).
Si
los diputados son elegidos como participantes en discursos efectuados de forma
representativa, la elección no tiene directamente el significado de una
delegación de poderes o una delegación de la voluntad. La concertación política
de intereses y la equitativa ponderación y arreglo entre ellos exigiría la
elección de representantes a los que se encarga la tarea de llegar a
compromisos. Y el ideal sería que el modo de elección provea una representación
y agregación equitativas de las constelaciones de intereses y preferencias que
existen y se manifiestan socialmente.
Es
decir, los discursos efectuados representativamente sólo podrían satisfacer
esta condición de una consideración más equitativa de los diversos intereses,
si permanecen permeables, sensibles y abiertos a incitaciones, temas, razones e
información que les fluyan del espacio público estructurado a su vez
discursivamente. Un espacio público, como señala Habermas, próximo a la base y
pluralista.
Con
ello, en el modelo deliberativo se rescatan las concepciones originales del
gobierno representativo pensadas por Madison y Los Federalistas, que ponían el acento en la importancia del
aspecto deliberativo de la representación y se presenta una relación entre
parlamento y espacio público nueva, que debe ser permeable y abierta a la
interrelación con una sociedad participativa y una esfera pública plural. Pero
también, al ser una representación que tiene por motivo la capacidad para
deliberar, escuchar y llegar a compromisos, "la formación de la opinión y
la voluntad solo puede tener esa esperada racionalidad para las decisiones si
dentro de los organismos parlamentarios las deliberaciones no discurren bajo
premisas que le vengan dadas o impuestas de antemano ideológicamente"
(Habermas, 1998: 610). Es decir, si la deliberación exige el replanteamiento de
los asuntos a la luz de la discusión, el debate y la argumentación, entonces
los representantes se muestran dispuestos a variar sus puntos de vista
iniciales, lo mismo que la sociedad.
Con
el modelo deliberativo no solo se aspiraría a que el sistema político absorba
las demandas que vienen de la sociedad, sino a una discusión mutuamente
transformadora entre gobernantes y gobernados, y entre la propia sociedad. Por
ello, la capacidad de escuchar y de tomar en cuenta los puntos de vista ajenos
tanto como los propios; es decir, la capacidad para actuar y escuchar en
reciprocidad, es clave para alcanzar las posibilidades que ofrece la
deliberación (Gutmann, 2004).
Con
todo, hay diversos puntos débiles que han sido señalados sobre la democracia
deliberativa. Se argumenta que ésta deja sin abordar cuestiones de exclusión de
colectivos cuyas demandas vayan más allá de los límites de los derechos y las
instituciones de la democracia liberal y que, en su excesiva pretensión de
alcanzar consensos, pierde de vista la necesidad de tomar en consideración la
inevitabilidad del conflicto subyacente en la sociedad (Mouffe, 1999).
En
este sentido, en ciertas teorías a las cuales se les engloba bajo un modelo de
democracia radical (Máiz, 2005) existiría una preocupación mayor tanto por
incorporar al proceso democrático las demandas de los ciudadanos más
vulnerables, como la inclusión de la diferencia y la acomodación cultural, y se
asume, asimismo, una perspectiva agonística de inevitabilidad de la dimensión
del conflicto, que pone en el centro del debate el pluralismo de formas de vida
y su acomodación democrática.
En
este grupo se alzan desde aquellos defensores de una democracia radical que se
oponen a la democracia deliberativa porque consideran que ésta impone límites a
la incorporación de demandas en su pretendida búsqueda de consenso (Mouffe,
1999), hasta quienes desde visiones más moderadas buscan la inclusión a través
de reformas institucionales a la democracia liberal, por ejemplo, a través de
mecanismos de representación colectiva para mujeres, minorías culturales,
etcétera (Phillips, 1995; Young, 2000; Kymlicka, 1996).
En
esta segunda veta, más ligada a las posiciones multiculturalistas y de género,
el modelo de democracia radical buscaría una mayor implicación del Estado,
mediante políticas que se destinen a superar la desigualdad de oportunidades y
la dominación cultural y se busca generar cohesión, solidaridad y
redistribución como mecanismos necesarios para una mejor inclusión y
consideración de los intereses de los grupos desfavorecidos de la sociedad. La
pretensión más importante sería generar condiciones de igualdad de
participación y, por lo anteriormente dicho, es un modelo congruente tanto con
los objetivos de la democracia deliberativa como con los de la democracia
liberal.
Sin
embargo, en su veta más radical, agonista, en este modelo teórico de democracia
se defienden la inevitabilidad de la dimensión conflictiva de la política y se
busca una expresión agonista de las diferencias, como premisa transformadora de
la sociedad. Para algunos de sus exponentes, como Chantal Mouffe (1999), la
identidad del sujeto es transformada continuamente en la dinámica agonista del
conflicto y la exposición ante diferentes opiniones políticas. Debido a ello,
el conflicto político no sólo es ineludible sino también deseable como medio
que permite transformar las identidades y las formas de comprensión colectiva.
Sin
embargo, en esta excesiva preocupación por el conflicto, los demócratas
agonistas olvidan que esa expresión debe decantar en ciertos acuerdos para que
las diferencias puedan ser procesadas por el sistema político, por lo que la
necesaria transformación de los puntos de vista iniciales será un elemento
irrenunciable en toda búsqueda por superar el conflicto político, tanto como la
necesidad de su procesamiento social y político, cuestión defendida por los
demócratas deliberativos.
Por
esta razón, si bien los defensores de la democracia radical, agonista, a veces
se distancian de la democracia deliberativa, su modelo no es tan distinto al
modelo deliberativo de democracia, siempre y cuando se acepte que esa
inevitabilidad y deseabilidad del conflicto debe derivar en la transformación
colectiva de los sujetos políticos hasta alcanzar consensos o mayorías que
permitan procesar dicho conflicto y alcanzar decisiones de obligado
cumplimiento. Los demócratas deliberativos no sólo argumentan la necesidad de
que estén presentes todas las voces diversas y plurales de la sociedad y los
movimientos sociales, sino que existe la preocupación porque estas voces sean
procesadas por el sistema institucional y político. Esta es la razón que subyace
a la búsqueda por alcanzar consensos.
Por
otro lado, los límites impuestos por parte de los autores liberales o
deliberativos a las demandas de acomodación democrática —como no otorgar el
poder a líderes que hablan en nombre de su comunidad como un todo homogéneo, o
que toda representación de grupo deba abrirse a mecanismos deliberativos y
participativos, así como la aceptación de los derechos y las instituciones
democráticas como mecanismos que permiten la libertad democrática, la autonomía
y la libertad personal, y la deliberación— son necesarios para impedir que el
sistema democrático se avasalle a sí mismo.
Así,
si bien las propuestas comprendidas dentro de la democracia radical, en su veta
multicultural o agonista, y la democracia deliberativa pueden servir muy bien
como modelos teóricos de reflexión para mejorar la democracia liberal, hay que
tener siempre presente la importancia de mantener aquellos mecanismos,
libertades e instituciones democráticos básicos sin los cuales no hay
democracia posible.
CONCLUSIÓN
En
este artículo se ha realizado una descripción general del modelo de democracia
liberal, se han discutido algunos problemas de las democracias contemporáneas y
se han puesto de relieve ciertos elementos que otras teorías de la democracia
como la participativa, deliberativa o radical pueden aportarle. Sin embargo, al
mismo tiempo, el texto pretende clarificar la importancia que tiene el pensar
sobre los elementos sustantivos de la democracia liberal para tomar una actitud
crítica frente a los diagnósiticos muchas veces ideologizados que existen
actualmente en torno al significado de la democracia liberal y para entender
las oportunidades que éste ofrece y que se abren aún más al analizar otras
teorías, pensándolas en forma complementaria y no alternativa.
El
artículo en su primera parte aborda la descripción del modelo liberal como un
modelo complejo de instituciones políticas que incluyen la representación, el
Estado de Derecho, la legalidad, los partidos políticos, los derechos políticos
y las libertades, todos ellos provenientes tanto de la tradición liberal como
de la republicana y cuyos principios hacen de la democracia liberal un sistema
sólido ante algunos problemas clásicos y también contemporáneos de la historia
y la teoría política. Es un modelo que debido a que incorpora valores
adjudicados tanto al liberalismo como al republicanismo, si es bien entendido,
puede mostrar muchas posibilidades que incorpora la propia democracia para
profundizarse.
Sin
embargo, debido a que este modelo visto en su práctica real también presenta
problemas, es interesante reflexionar en torno a las propuestas que ponen de
relieve otros modelos normativos de democracia, como los modelos participativo,
deliberativo o radical. Sin tomarlos acríticamente o como modelos que supongan
una alternativa radical a la democracia liberal, existen propuestas
interesantes para mejorar la práctica de las democracias liberales. Del modelo
participativo es importante comprender la aportación que a la democracia
liberal realizan ciudadanos más participativos y comprometidos con lo público,
y que no dejen que los partidos y las instituciones sean el único locus de la política. Sin dicha
participación y compromiso por parte de los ciudadanos, las instituciones y los
partidos pueden enquistarse de cara a la sociedad. Pero a pesar de la
importancia que representó la entrada de este modelo en la teoría democrática,
dejó dos problemas irresueltos: por una parte, su aplicación solo a escala
local y no nacional; por la otra, su reacia actitud hacia la representación.
En
los últimos años, el modelo deliberativo ha pretendido así subsanar ambas
deficiencias, retomando a su vez la importancia de contar con sociedades
participativas. Con éste se ponen de relieve las posibilidades de utilizar el
espacio público como mecanismo de intercomunicación entre la sociedad y las
instituciones políticas, particularmente la representación, para así mejorar el
autogobierno democrático. Una de las pretensiones básicas del modelo
deliberativo es que, renovando la comprensión deliberativa de la representación
pensada por Madison, la opinión pública y los temas e información que vayan
apareciendo en el espacio público, tengan efectos en las deliberaciones
institucionales. La autodeterminación política quedaría entonces establecida
por los medios tradicionales de la democracia liberal, pero alimentada y
potenciada por las posibilidades del espacio público. Asimismo, para que esto
tenga lugar, la representación es pensada de manera deliberativa y no en la
forma de las preferencias pre–políticas; es decir, los representantes deben
variar sus preferencias iniciales a la luz del debate, la justificación y la
argumentación que se suceden tanto en consideración a la propia dinámica
parlamentaria como a los temas que fluyen del espacio público y de la esfera de
la opinión pública.
La
democracia deliberativa es una de las propuestas más interesantes para
profundizar la práctica democrática. Ha recibido ciertas críticas, por ejemplo
de los exponentes de la democracia radical, quienes ponen de relieve la
necesidad de una mayor inclusividad en el espacio público, así como una
dimensión inevitablemente conflictiva en el mismo. Sin embargo, si bien con
ello se aporta aún más a una comprensión adecuada de la democracia deliberativa
y la necesidad de la inclusión, la reflexión final realizada en este artículo
aborda la necesidad de que estas propuestas no pretendan modificar los
elementos constitutivos de la democracia, pues la democracia radical en su
versión agonista parte muchas veces de una crítica radical a la democracia
liberal y a la democracia deliberativa y no toma en cuenta que la complejidad
de sus instituciones y procedimientos son necesarios tanto para controlar el
poder, como para organizar un gobierno democrático. Por ello, aquí se considera
de especial importancia que más que buscar modelos alternativos, las teorías de
la democracia sirvan para reflexionar sobre formas de profundizar la
democracia, cuidando que no se promuevan fórmulas excesivamente conflictivas y
que apunten hacia su avasallamiento.
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1 El republicanismo clásico fue crítico de la democracia griega en
vista de las degeneraciones a la que ésta conducía, por lo que se favorecía el
establecimiento de un gobierno mixto donde los distintos sectores de la
sociedad debían gobernar tratando de alcanzar la armonía.
2 Los Federalistas habían también criticado la visión de la voluntad
popular de una manera unitaria u organicista. Sin embargo pretendían que a
través de la deliberación se llegaría a un consenso que trascendiera los
intereses de grupo.
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