El golpe militar en Egipto
Traducido para Rebelión por Germán Leyens |
“Algunas veces la gente tiene una creencia fundamental muy fuerte. Cuando se presenta evidencia que contradice esa creencia, la nueva evidencia no puede ser aceptada. Crearía un sentimiento profundamente incómodo llamado disonancia cognitiva. Y porque es tan importante proteger la creencia fundamental, racionalizarán, ignorarán e incluso negarán cualquier cosa que no se ajuste a la creencia fundamental". (Frantz Fanon, Los condenados de la tierra)Mientras los militares en Egipto consolidan su golpe contra la dirigencia y las estructuras políticas de la Hermandad Musulmana, debería ser obvio que la narrativa inicial racionalizando la intervención de los militares como un correctivo necesario para un “proceso revolucionario” ha perdido toda credibilidad. Sin embargo, muchos liberales y radicales aparecen unidos en una lectura antojadiza de los eventos en Egipto que no solo legitimiza el golpe sino que además clasifica a la colección de matones mezquinos, capitalistas de Estado, que componen el cuerpo de altos oficiales de las fuerzas armadas como parte del pueblo y del proceso revolucionario.
De escritorzuelos intelectuales burgueses como Isobel Coleman a venerables marxistas materialistas como Samir Amin, quienes dieron a entender que el ejército egipcio es una fuerza de clase neutral, la reacción emocional al ver cientos de miles de personas en las calles parece haber creado un caso de demencia temporaria, o como dice Frantz Fanon, disonancia cognitiva. Puede ser la única explicación para la acrobacia teórica y retórica en la que muchos participan para reconciliar su creencia en los derechos democráticos y la transformación revolucionaria con lo que está ocurriendo directamente frente a sus ojos en Egipto.
Una revolución solo de nombre
El uso popular y la aceptación del término revolución para describir los eventos en Egipto durante los últimos dos años demuestran la efectividad del discurso global liberal para “des-radicalizar”, con la colusión de algunos radicales, incluso el término “revolución”.
Absteniéndonos del romanticismo asociado con la revolución y el sentimentalismo conectado con ver las “masas en movimiento”, hay que concluir que entre febrero de 2011, cuando Mubarak fue derrocado, y el 3 de julio de 2013 cuando los militares volvieron a tomar oficialmente el poder, no hubo proceso revolucionario alguno, en el sentido de que no hubo ninguna transferencia del poder de las fuerzas de clase que dominaban la sociedad egipcia. Ninguna reestructuración del Estado; ningunas nuevas instituciones y estructuras democráticas creadas para representar la voluntad y los intereses del nuevo bloque social progresista de estudiantes, trabajadores, agricultores, organizaciones de mujeres, etc.; y ninguna profunda transformación social. De hecho, las violaciones y ataques sexuales que ocurrieron durante las recientes movilizaciones fueron un recuerdo gráfico de que las ideas sexistas y patriarcales seguían dominando, sin ser tocadas por el así llamado proceso revolucionario.
Un proceso revolucionario es un proceso en el cual estructuras de poder son creadas por una amplia masa de gente que permite que se transforme en última instancia todo aspecto de su sociedad –de la estructura y el papel del Estado y la organización de la economía a las relaciones inter-personales– todo a fin de eliminar toda forma de opresión. Hubo algunos importantes progresos organizativos hechos por algunos elementos del movimiento sindical en Egipto, incluyendo la creación de sindicatos independientes. Sin embargo, el imperativo organizativo de un cambio revolucionario que requiere la construcción de estructuras populares para sostener la lucha de masas y representar un poder dual, no fue tan fuerte como debiera haber sido en Egipto.
A principios de 2011 se vio en Egipto una agitación de masas por el cambio social y una rebelión masiva contra una dictadura que galvanizara a fuerzas y clases sociales previamente dispares –liberales seculares occidentalizados, activistas por los derechos sindicales, estudiantes radicales, activistas por los derechos de las mujeres y fundamentalistas islámicos– en un bloque social opositor. La demanda inicial era el fin de la dictadura de Mubarak y la creación de un sistema democrático que respetara los derechos democráticos – la componente esencial de un auténtico proceso revolucionario nacional democrático. Sin embargo, la maduración de este proceso fue detenida debido a tres factores: i) la toma del poder por el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (SCAF) el 11 de febrero, (ii) la orientación del disenso masivo primordialmente hacia el proceso electoral, y (iii) el hecho de que las fuerzas opositoras no organizaran estructuras de masas sostenibles para salvaguardar y consolidar la situación revolucionaria en desarrollo.
La preocupación por la caracterización de la naturaleza de la lucha de masas en Egipto y en Túnez que finalmente fue calificada de “Primavera Árabe”, no es impulsada por un deseo de algún tipo de clara pureza categórica que abstraiga el complejo fenómeno social de su contexto histórico. Pero en su lugar la preocupación es la necesidad de diferenciar política y programáticamente los desafíos y tareas políticos específicos entre una fase insurreccional de lucha y otra que ha entrado a una fase pre-revolucionaria o revolucionaria.
Esto es importante porque la apropiación liberal del término “revolución” para describir todo desde los eventos en Libia y Siria al movimiento Verde en Irán no solo distorsiona la realidad social sino impulsa una narrativa peligrosa. Esa narrativa sugiere que el cambio revolucionario tiene lugar como resultado de un espectáculo. Devalúa como innecesarias la organización y la construcción de estructuras desde la base porque lo importante es el teatro; el show episódico; la exhibición que refuta la admonición de Gil Scott-Heron de que “¡la revolución no será televisada!”
La lógica pervertida de este enfoque se refleja tanto en el hecho de que la oposición no se haya podido organizar más allá de las movilizaciones espontáneas de 2011 como en el conocimiento de los oponentes de Mursi, el Tamarud –gracias a señales de sus patrocinadores en EE.UU.– de que si demostraran una oposición significativa en las calles al presidente Mursi, EE.UU. tendría la justificación para apoyar la intervención de los militares.
El golpe preventivo de los militares contra la revolución
Para tener una idea más clara de la actual situación en Egipto, tenemos que desenmascarar la jerga absurda, no histórica, que sugiere que el ejército egipcio es un magno mediador neutral entre fuerzas sociales y políticas rivales, y que se introdujo en la escena política en enero de 2011 y de nuevo el 2 de julio como una fuerza patriótica nacional aliada con los intereses del “pueblo”.
La realidad es que lo que hemos presenciado en Egipto es una transferencia lateral del poder, en términos de clase, de los civiles en el gobierno de Mubarak, representando intereses capitalistas vinculados con el Estado, a los militares, que tienen intereses económicos semejantes, con sus empresas y su cuerpo de oficiales en retiro que ocupan compañías conectadas al sector estatal. De hecho, bajo el presidente Mursi, los militares nunca se fueron realmente. Mantuvieron un espacio independiente en el Estado y la economía egipcia. Posiciones ministeriales críticas en el gabinete de Mursi, como ser el Ministerio del Interior, de Defensa y la Autoridad del Canal de Suez, fueron entregadas a individuos asociados con el régimen de Mubarak que estaban aliados con los militares. Y la Corte Suprema Constitucional egipcia, repleta de personas nombradas en la era de Mubarak, fue el principal instrumento utilizado por los militares para limitar y controlar cualquier esfuerzo por reestructurar el Estado o expandir el poder de Mursi.
Para los responsables políticos estadounidenses, la Hermandad Musulmana y el gobierno de Mursi nunca fueron vistos como una alternativa para Hosni Mubarak. A pesar de la represión contra miembros de la Hermandad Musulmana impuesta por el régimen de Mubarak, se sabía perfectamente que la Hermandad formaba parte de la elite económica egipcia y que estaba dispuesta a hacer negocios con Occidente. Por ello, Mursi fue visto como una cara civil aceptable y segura para reemplazar a Mubarak mientras EE.UU. mantenía su influencia entre bastidores a través de los militares.
Tanto el gobierno de EE.UU. como los militares egipcios tenían intereses objetivos de asegurar que el poder de la presidencia de Mursi siguiera siendo más simbólico que real. Los militares, trabajando a través de la Corte Constitucional y de la burocracia, se aseguraron de que el presidente Mursi y la Hermandad Musulmana tuvieran solo un control nominal del Estado. Mursi no controlaba el aparato de inteligencia o seguridad, la policía, el cuerpo diplomático, o la burocracia, que seguían ocupados por vestigios de Mubarak.
De hecho, una de las principales fuentes de tensión entre los militares y la Hermandad Musulmanas era las amenazas –y acciones reales– hechas por el gobierno de Mursi de utilizar su poder estatal nominal para limitar la actividad económica de los militares, que poseen intereses que controlan entre 15 y 40 por ciento de la economía, a favor de la propia Hermandad Musulmana, representando a sectores de la clase capitalista competitiva.
Una manera de considerar el ataque contra la Hermandad Musulmana es que no fue nada más que una solución militarizada a una lucha de clase intra-burguesa dentro del contexto de la sociedad egipcia, y que no tuvo nada que ver con los intereses de la oposición fragmentada e institucionalmente débil.
Por lo tanto, la idea de que los militares, como fuerza neutral, se aliaron con “el pueblo” y que solo intervinieron para resolver una crisis política no es otra cosa que una fantasía pequeñoburguesa.
Los intereses sociales y económicos, basados en la clase, significan que se opondrán a cualquier transformación de la economía y la sociedad egipcia, el objetivo ostensible de la “revolución”. Significativamente, esto significa que el poder de los militares tendrá que ser roto si ha de haber alguna perspectiva de cambio revolucionario en Egipto.
Una Revolución Nacional Democrática: Una paso adelante, tres pasos atrás
Este análisis, sin embargo, no debe ser interpretado como una sugerencia de que el pueblo solo tuvo un papel secundario en un drama dirigido por poderes a los que no podía controlar. La rebelión de masas en Egipto creó una crisis de gobernanza para la elite corrupta que estaba en el poder y para su patrón estadounidense. La demanda por un fin de la dictadura fue una impresionante demostración de poder popular que creó el potencial para un cambio revolucionario. El problema fue que la dictadura había debilitado severamente la capacidad de fuerzas populares alternativas de desarrollar y adquirir la experiencia política y los fundamentos institucionales que las habrían posicionado para presionar mejor para un cambio progresista y la limitación del poder de los militares. Por desgracia para Egipto, la fuerza que tenía la mayor experiencia en la oposición política y el desarrollo organizativo era la Hermandad Musulmana.
El llamado de un sector del “pueblo” a favor de la renuncia del gobierno de Mursi era una demanda legítima que expresaba la posición de una parte de la población disconforme con las políticas y la dirección del país. No obstante, cuando los militares egipcios –fuerzas armadas que no han mostrado ninguna tendencia a apoyar reformas democráticas– dieron a entender que intervendrían, la posición de las masas debería haber sido “no a la intervención militar, cambio solo por medios democráticos” – una posición que un movimiento más maduro y auténticamente independiente podría haber asumido si no estuviera manipulado por poderosas fuerzas de la elite interna y externa.
Eran vanas ilusiones que bordeaban en lo psicótico de que fuerzas liberales y radicales en el país y sus aliados en el exterior creyeran que se podría desarrollar un proceso democrático que reflejara los intereses de amplios sectores de la sociedad egipcia mientras privaba de derechos a la Hermandad Musulmana, una fuerza social que muchos sugieren de modo conservador que sigue contando con el apoyo de por lo menos un tercio de la población egipcia, y es la mayor organización política del país. Liberales y algunos radicales que apoyaron el golpe no comprendieron que la construcción del “pueblo” es un proceso social/histórico que requiere lucha y compromiso. El que no se haya comprendido este principio básico ha llevado a la muerte de la revolución nacional-democrática en su infancia.
Las poderosas elites nacionales que financiaron la campaña contra Mursi y sus aliados externos, incluidos Arabia Saudí y EE.UU., han puesto en movimiento exitosamente un proceso contrarrevolucionario que fragmentará la oposición y marginará a todos los elementos radicales. La elite egipcia comprendió con mucha más claridad que el Tamarud o el Frente de Salvación Nacional que un proceso revolucionario traerá consigo el desarrollo de un programa político que tiene como objetivos la subordinación de los militares al pueblo, la apropiación pública del sector capitalista estatal y el rechazo del desarrollo capitalista neoliberal. Gracias a ese entendimiento, actuaron con una precisión textual durante el último año y medio para proteger sus intereses.
Por desgracia, la colusión liberal y radical con las fuerzas antidemocráticas de los militares egipcios y de la elite económica ha suministrado legitimidad a las mismas fuerzas retrógradas que dominaron la sociedad egipcia bajo Mubarak para continuar esa dominación, pero esta vez en nombre de la “revolución”.
Ajamu Baraka es un activista de derechos humanos y veterano del Movimiento de Liberación Negro. Actualmente es socio del Instituto de Estudios Políticos. Contacto: www.Ajamubaraka.com
Fuente: http://www.counterpunch.org/2013/07/18/requiem-for-a-revolution-that-never-was/
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